DECRECIMIENTO: LA PALABRA MÀGICA
PARA SALVAR EL MUNDO
Y SUS CULTURAS
La reducción del consumo de recursos y energía afecta a
tantos ámbitos que supone el gran fenómeno cultural del presente y el futuro. Y
no va a ser opcional.
El 24 de noviembre de 2022 se celebró el último encuentro del ciclo Diálogos por un consumo sostenible, organizado por el Ministerio de Consumo con el objetivo de “abordar los retos y desafíos de sostenibilidad de las personas consumidoras”. Esa cita de cierre se tituló “Decrecimiento para salvar la vida”, un encabezado que subraya la importancia capital del concepto sobre el que orbitan las expectativas políticas, económicas y sociales más discutidas en el primer cuarto del siglo XXI: cómo se invierten las prioridades para que exista un futuro.
Los argumentos suenan desde hace décadas y se han ido abriendo paso desde los movimientos sociales hasta capas más amplias de la población. O se reduce significativamente el consumo de recursos y energía o no habrá tal porvenir. Vivir dentro de los límites del planeta es un imperativo, algo no opcional, o no habrá tal vida.
El
decrecimiento, tesis planteada desde el ecologismo y la economía crítica como
tabla de salvación para que podamos llegar al día de mañana, ha entrado en los
despachos ministeriales vestido de fenómeno de época que retrata las
desigualdades globales y locales, y propone cómo superarlas.
“El corazón del problema es el criterio por el que decidimos
qué producimos, cómo lo distribuimos y qué consumimos, es decir, la definición
clásica de qué es la economía”, señaló el ministro de Consumo, Alberto Garzón,
durante la conversación que mantuvo en ese encuentro con Jason Hickel, profesor
e investigador de la London School of Economics y la Universitat Autònoma de
Barcelona. “Bajo el capitalismo, el criterio es la maximización del beneficio”,
concretó el ministro. Por su parte, Hickel advirtió que “el meollo político de
nuestro tiempo es quién va a tener que reducir su consumo de energía y ahora,
bajo el capitalismo, la respuesta siempre es que quien lo va a sufrir son los
pobres, la clase trabajadora”.
Del término “decrecimiento” se empezó a hablar a finales de
los años 60, cuando el Club de Roma encargó un informe al Instituto Tecnológico
de Massachusetts para localizar soluciones a problemas mundiales. El trabajo se
publicó en 1972 bajo el título Los límites del crecimiento y
alertaba de los riesgos ecológicos del crecimiento económico continuado. En
1979 vio la luz Demain la décroissance (Mañana, el
decrecimiento), una recopilación de artículos y ensayos de Nicholas
Georgescu-Roegen, considerado por algunas voces como el padre del concepto.
En abril de 2008 tuvo lugar en París la primera Conferencia
Internacional sobre Decrecimiento Económico para la Sostenibilidad Ecológica y
la Equidad Social. La segunda edición abrió sus puertas en Barcelona a finales
de marzo de 2010. En su comité organizador local participó Giorgos Kallis,
economista e investigador griego que considera que el decrecimiento es un marco
para explicar las crisis y proponer soluciones. En febrero del año pasado,
Kallis declaraba a El Salto que, entendido así, el
decrecimiento sugiere que “lo que conecta las diferentes facetas de la actual
crisis ecológica, económica y social es el propósito ciego de más y más
crecimiento económico, algo que está enraizado en las sociedades capitalistas”.
En su opinión, esa búsqueda del crecimiento está detrás del cambio climático,
los recortes y el aumento de las desigualdades. “La alternativa —apuntaba— es
diseñar una sociedad que haga más con menos, una sociedad que sepa cómo
prosperar sin crecimiento”.
También en 2010, el profesor universitario Carlos Taibo, uno
de los autores que más ha tratado en España el decrecimiento, asumía que si
este no se lleva a cabo voluntaria y racionalmente, habrá que hacerlo
obligatoriamente como resultado del hundimiento del capitalismo. Taibo afirmaba
entonces que el decrecimiento “debe acarrear mejoras sustanciales” vinculadas a
la redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores que atiendan
las necesidades insatisfechas, la preservación del medio ambiente, el bienestar
de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos y las condiciones del
trabajo asalariado, o el crecimiento relacional en sociedades en las que el
tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente.
Once años después, Taibo revisó el estado de la cuestión
en Decrecimiento. Una propuesta razonada (Alianza, 2021) y
llegó a una conclusión similar: “Para mantener las actividades económicas hoy
existentes en España es necesario contar con un territorio al menos tres veces
mayor que el disponible. En semejante escenario, a duras penas sorprenderá que
la propuesta del decrecimiento señale que los países ricos del norte del
planeta están obligados a reducir los niveles de producción y de consumo”.
Luis González Reyes, de Ecologistas en Acción, entiende que
la aplicación del decrecimiento ha de ser muy diferenciada en función de la
clase social, el lugar y el nivel de desigualdad, y que ha de implicar
“necesariamente” una escala de economías más locales
Para Luis González Reyes, coautor junto a Ramón Fernández
Durán de En la espiral de la energía (Ecologistas en Acción,
2014), la propuesta política del decrecimiento plantea cómo hacerlo con
parámetros de justicia y democracia, teniendo en cuenta el “hecho incontestable
de que el decrecimiento va a ocurrir” y que hay una parte de la población
mundial “que tiene un exceso de consumo muchísimo mayor que otra parte, que, de
hecho, esta otra vive en condiciones miserables y, por tanto, tiene que
aumentar su consumo, no disminuirlo”. Por ello entiende que la aplicación del
decrecimiento ha de ser muy diferenciada en función de la clase social, el
lugar y el nivel de desigualdad, y que ha de implicar “necesariamente” una
escala de economías más locales porque “una parte importante de nuestro consumo
tiene que ver con el transporte, y este tiene que disminuir”. Además, González
Reyes añade que “esto tiene que meterse dentro del funcionamiento normal de la
biosfera, del funcionamiento de la vida. Y esto significa básicamente un
metabolismo mucho más agrario que industrial”.
A Marta Tafalla, profesora de Filosofía en la Universitat
Autònoma de Barcelona, le impresionó un estudio científico que cifraba en un
90% la probabilidad de que nuestra civilización se autodestruya en un futuro
próximo —entre dos y cuatro décadas— si se mantienen las tasas actuales de
crecimiento de la población humana, consumo de recursos naturales y
deforestación. Ante esta hipótesis, sugiere ordenar las prioridades dado el
nivel de emergencia: “Por ejemplo, nadie necesita ir de crucero, se puede vivir
sin ir de crucero. Contaminan un montón y no son una cosa esencial. La mayor
parte de los vuelos no son imprescindibles. Deberíamos hacer una reducción
radical en elementos como estos. Hay cosas que podríamos dejar de hacer y
nuestra vida no empeoraría. Hay que determinar a qué cosas podríamos renunciar
sin que sea una gran pérdida y dejaríamos de hacer mucho daño a la biosfera”.
Tafalla publicó el año pasado Filosofía ante la
crisis ecológica (Plaza y Valdés) un ensayo que mezcla la óptica
personal y la filosófica para proponer el decrecimiento, el veganismo y
el rewilding como modos de relación con los demás
seres vivos que habitan el planeta. Ella considera que la pérdida de vida
salvaje es el indicador más claro de que la situación es realmente muy grave:
“Hablamos más del cambio climático, que desde luego también es muy preocupante,
pero creo que el exterminio de vida salvaje está yendo todavía más rápido y le
prestamos menos atención.
De los ocho millones de especies de animales y plantas que
hay en el planeta, un millón está en peligro de extinción. De todos los
mamíferos que hay en la Tierra, medidos en términos de biomasa, ya solo el 4%
son salvajes, el resto somos humanos y ganado. Estamos perdiendo vida salvaje a
muchísima velocidad. Para vivir dependemos de esa vida salvaje, a medida que se
pierde, los ecosistemas se degradan”. Según esta filósofa, lo más efectivo que
podemos hacer para frenar el exterminio de la biodiversidad y el cambio
climático es “pasarnos a una dieta vegetal, no es tan difícil ni descabellado”.
Aprendiendo a desaprender
El rechazo del sector empresarial al decrecimiento como
propuesta política se hizo explícito en octubre de 2021, cuando el Cercle d’Economia
de Catalunya —una organización corporativa que ejerce de lobby—
lanzó el comunicado Barcelona y Cataluña: un modelo compartido de
prosperidad es necesario y urgente. Un mes antes, el Gobierno y Aena habían
descartado definitivamente la ampliación del Aeropuerto del Prat. En el texto,
el Cercle calificaba como irresponsable la “apología del decrecimiento” y
afirmaba que este no es creíble ni siquiera en el ámbito de la crisis
climática. “La historia económica nos ha enseñado que es gracias al crecimiento
que el nivel de vida y el bienestar de los ciudadanos ha podido mejorar”, se
lee en el comunicado, que también apunta que “en los países industrializados se
está demostrando que se pueden compatibilizar el crecimiento económico y la
disminución de emisiones”.
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2021
las emisiones de gases de efecto invernadero aumentaron en España un 5,7% con
respecto al año anterior y se situaron en 294 millones de toneladas de
dióxido de carbono equivalente (CO2eq). Y en 2022 se volvieron a incrementar en
otro 5,7%, con un total de 305 millones de toneladas de CO2eq, de acuerdo con
el Observatorio de Sostenibilidad. El informe Escenarios
de trabajo en la transición ecosocial 2020-2030, presentado por Ecologistas
en Acción en 2019, examinó varios horizontes probables y anticipó que el
decrecimiento podría alentar una “primarización” de la economía española por la
que en 2030 se habrían creado 1,3 millones de empleos si se implantase una
jornada laboral semanal de 30 horas y el empleo se distribuyese de forma
homogénea entre la población activa.
A Luis González Reyes no le extrañan las críticas cada vez
más explícitas a la propuesta decrecentista desde las derechas. Primero,
recuerda, negaron la realidad de la crisis ecosocial; luego plantearon desde
una perspectiva tecno-optimista que las mejoras tecnológicas permitirán salvar los
problemas. También han aludido al empobrecimiento y la falta de producción de
bienes y servicios que ocasionaría, cuando lo que existe es una
“sobreproducción clarísima de bienes y servicios” y el problema es “el reparto,
un elemento central de la política decrecentista”, opina este miembro de
Ecologistas en Acción para quien el decrecimiento es en sí mismo “una propuesta
anticapitalista que plantea que este modelo socioeconómico es incompatible con
los límites del planeta y que tenemos que avanzar hacia otro modelo
socioeconómico”.
El margen temporal de actuación —¿lo hay o no?— y el papel
de las energías renovables son ejes de encendida discusión entre quienes
comparten diagnóstico pero difieren en el método. Marta Tafalla, por su parte,
señala los altos muros a los que se enfrenta el planteamiento decrecentista:
“Es muy polémico porque es ir contra los valores con los que nos han educado:
la superioridad humana por encima de otras especies, el crecimiento infinito de
la economía, colonizaremos Marte, después Plutón, siempre más, más, más. Todo
esto del decrecimiento es otra cosmovisión, es un cambio de paradigma, y por
eso resulta chocante”.
Menos streaming y más ir al cine o a la
biblioteca
El raro año de la pandemia trajo consigo una situación
también rara: la decisión de una editorial de parar máquinas, de dejar de
publicar libros temporalmente. Una anomalía en una industria caracterizada por
el lanzamiento continuo de novedades y la excesiva oferta. Según la Estadística
de la Edición Española de Libros con ISBN, en 2021 los títulos inscritos fueron
92.722, un 18% más que en 2020. El número de editores con actividad durante
2021 fue de 3.164, con una producción media de 29 libros. Errata Naturae fue la
editorial que no actualizó su catálogo entre marzo y octubre de 2020. Sí
publicó un manifiesto explicando esa decisión y criticando algunas dinámicas
habituales del sector. El parón no tuvo que ver con una apuesta decrecentista
pero sí sirvió para que la editorial, en la que trabajan siete personas, se replanteara
su función y objetivos.
“Más que pensar cómo puede decrecer el sector cultural, nos
interesaría pensar si hay opciones o estrategias reales para que este
contribuya a la necesaria sustitución del capitalismo por un sistema más justo
y sostenible para todos y todas”, afirma Rubén Hernández, editor y socio
fundador de Errata Naturae, quien también señala que no comparten exactamente
la propuesta del decrecimiento, al considerarla “irreal y limitada” en términos
macroeconómicos.
La reflexión durante ese paréntesis les llevó a cambiar
cosas: implantaron la semana laboral de cuatro días sin reducir salarios,
modificaron el papel de sus ediciones para disminuir el consumo de agua y las
emisiones de CO2 en su producción, decidieron no publicar e-books y
revisar su relación con grandes empresas cuyos objetivos no comparten. También,
recuerda Hernández, han trabajado en el boceto de una propuesta orientada a
avanzar en la transición ecológica del sector del libro, planteada “de forma
abierta para su discusión colectiva en foros ya existentes o futuros, con o sin
nuestra participación”. Acompañando a la línea editorial, cuyos últimos
lanzamientos incluyen títulos como Bastarda, de Dorothy Allison,
y El capitalismo o el planeta, de Frédéric Lordon, en Errata Naturae
aseguran que su preocupación es “buscar y proponer opciones democráticas,
colectivas y sostenibles para transformar un sistema político y económico que
nos aboca a todos al desastre, y muy especialmente a los que menos tienen o a
los que están más expuestos”.
En torno a la cultura, sus distintas acepciones,
interpretaciones y manifestaciones ha trabajado Jazmín Beirak desde diferentes
lugares. Hoy es responsable de cultura en el partido Más Madrid y su portavoz
de esta área en la Asamblea de Madrid. También es autora de Cultura
ingobernable, un ensayo para pensar el futuro de la cultura y cómo esta
puede cambiar el mundo, según la editorial Ariel. En sus páginas trata los
debates sobre la cultura como sector industrial pero también la noción
antropológica; la relación con las instituciones públicas y la defensa de los
derechos culturales. Y sostiene que la cultura no es un concepto estable sino
“un universo mutable, sin límites y en permanente expansión”. Entonces, ¿cómo
se podría decrecer desde allí? “Pensaría más en cómo la cultura puede favorecer
ese nuevo escenario que vamos a tener que asumir sí o sí, cómo la cultura es un
campo estratégico para transformar la materialidad de las relaciones sociales y
ese imaginario que se construye, esos horizontes deseables”, contesta Beirak,
quien se muestra especialmente interesada en los derechos culturales, entre
otros, el acceso a la cultura, a la propia identidad, a la memoria, la
participación en la vida de la comunidad o la libertad de creación y expresión.
Ella asegura que en los últimos años hay un auge de la
reivindicación de que sean el eje de la acción pública, “lo que es un síntoma
de que estos derechos vienen a sustituir al paradigma de las industrias
culturales, que ha sido el correlato en lo cultural del neoliberalismo, una
cultura cuya principal finalidad es el beneficio económico”. Los derechos
culturales, según Beirak, permiten en cambio “poner en el centro el hecho de
que el sentido último de la cultura no es la rentabilidad o la productividad sino
ese campo en el que las personas nos expresamos, construimos significados,
generamos identidad y pertenencia. Transformar ese marco tiene que ver no
explícitamente con el decrecimiento sino con tener una nueva herramienta y una
nueva aproximación a la cultura para un contexto histórico marcado por la
necesidad de hacer frente a los excesos padecidos durante las últimas décadas”.
Hablando de propuestas concretas, Beirak es partidaria de
medir y reducir los impactos medioambientales —en la huella de carbono o el
consumo de agua— de las actividades culturales como macroeventos y festivales.
Pero considera que, de fondo, urge una revisión del modelo puesto que la
profusión de “grandes equipamientos de mantenimiento insostenible” ya no es
viable.
Según Luis González Reyes, decrecer en la industria cultural
pasa por mirar a las tecnologías y por un cambio en los patrones de consumo:
“No es en absoluto lo mismo, en cuanto a nivel de impacto, ver una película en
el cine o verla en tu casa en streaming. Esto último tiene detrás
toda una serie de servidores con una alta capacidad, unas necesidades muy
fuertes de refrigeración, unos consumos materiales y energéticos muy
importantes. El mundo online tiene detrás gruesos impactos.
Una producción cinematográfica proyectada en grandes salas tiene un nivel de
impacto mucho menor”. Él también apunta a un rediseño del uso y consumo de otro
producto con importante impacto ecológico como son los libros. Y al papel,
nunca mejor dicho, de las administraciones públicas en esa transformación: “Si
tenemos una buena red de bibliotecas, bien surtidas, tenemos una disminución en
la impresión. Y esto nos lleva a cambiar paradigmas culturales que, en
realidad, son paradigmas económicos.
Unos bienes públicos en derecho de uso permitirían una
industria editorial mucho más acoplada a los límites del planeta. Esto
significaría un cambio radical y profundo en esa industria, empezando por sus
vías de financiación y viabilidad, que requiere transformaciones estructurales
que trascienden a la propia industria editorial y que tendrían que llegar a un
modelo de sociedad y económico”.
Para hacer posible una reducción material de la dimensión de
las industrias culturales, Beirak cree inevitable una transformación de los
deseos y la subjetividad —“imaginar nuevas maneras de felicidad donde el
consumo no esté tan en el centro”—, puesto que este sector, en su opinión, se
sujeta en una sobreproducción continua de contenidos, muy por encima de las
necesidades y demandas de las personas. “Hace falta una transformación de la
idea de cómo podemos ser felices —y eso se produce a través de la cultura—,
cómo podemos sustituir todo ese consumo, que necesariamente se va a ver
reducido, por otro tipo de vínculos.
Ahí la cultura tiene mucho que decir, en lo que tiene que
ver con generar comunidad, construir sentidos de vida menos extractivos”,
argumenta la política, que también tiene palabras para recordar la otra cara de
la moneda: “El problema es qué pasa con el deseo expresivo y qué pasa con todas
esas personas dentro de la industria que escriben libros, hacen canciones o
películas si renunciamos a esa sobreproducción porque consideramos que ya no
hay posibilidad de sostenerla, que es verdad. Pensamos la industria como un
monstruo, pero también es el trabajo de mucha gente que tiene un deseo de
expresarse, de producir, de compartir. La pregunta es cómo se reconduce toda
esa capacidad y ese deseo creativo y ese trabajo”.
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