NIHILISMO
RADIOGRAFÍA DE UN
DISPARATE
Publica Jesús Zamora Bonilla Una
invitación al nihilismo y es una ocasión estupenda para comprobar
de qué va este asunto y de cuánta salud goza. Explica el autor que el nihilismo
consiste en creer que la vida no tiene sentido, que Dios no existe, que no hay
libre albedrío ni valores morales objetivos, y en ser naturalista y
materialista. Dejaré en lo que sigue de lado algunas de estas cuestiones —entre
ellas, lo de «Dios no existe»; que la frase es absurda y el ateísmo un
imposible lo explico en Filosofía
andante— para centrarme en los aspectos éticos.
Pero antes tendré que decir algo sobre ese determinismo nihilista, y es que es moralmente irrelevante, porque se refiere a la libertad en sentido metafísico, cuando el libre albedrío es la «potestad de obrar por reflexión y elección», esto es, el hecho trivial de que los seres humanos elegimos, por más condicionantes que haya. Por algún motivo, para el autor solo es libre el albedrío que es «autodeterminado», esto es, aquel en el que los demás y el azar tienen efecto nulo. Es solo una libertad disparatada (inhumana) lo que no tenemos.
Sorprendentemente, Zamora sostiene que este libre albedrío
metafísico es esencial en términos morales, luego de negarlo poco antes —«¡Por
supuesto que tenemos opciones entre las que elegir, por supuesto que tomamos
decisiones!»—, para afirmar a continuación que es una ilusión que nuestras
elecciones podrían haber sido distintas. La confusión proviene de su alegre
triscar entre la moral y la metafísica, que lo aboca a un interminable lío:
«Nuestras decisiones son, en algún sentido profundo, inevitables»;
¿qué será esa abstrusa «profundidad» que tanto le importa?
Su tesis principal se basa en este movimiento trilero: tras
negar que existan los valores «absolutos», asegura que «no hay una diferencia
objetiva entre lo que está moralmente bien y lo que está moralmente mal». Yo no
sé qué significa «absoluto», pero sí qué significa «objetivo» («Que existe
realmente, fuera del sujeto que lo conoce»), como sé qué es la verdad: aquel
juicio que más se acerca a la realidad, en este caso a la experiencia humana de
lo que hace que la vida merezca la pena. Sin embargo, el autor niega realidad
alguna precisamente a aquello de lo que tenemos tantísimos juicios e
investigaciones. «No existen las verdades morales», afirma, «los valores éticos
son siempre relativos y subjetivos», de modo que afirmar que la violación está
mal sería un caso de —erróneo— realismo ético.
Según parece, existe el realismo cromático —«la silla es
roja»—, pero no el realismo moral —«violar a un ser humano es malo»—, a pesar
de que el propio autor reconozca que cada campo de conocimiento tiene sus
reglas. «Violar no es intrínsecamente malo», nos dice,
insistiendo otra vez en sus intrascendentes profundidades. La clave de la
subjetividad moral, dice Zamora, es que «nadie tiene la posibilidad de ofrecer
una demostración, justificación absoluta, universal y eternamente válida de que
sus opiniones morales son justo las correctas», y a esta sarta de exageraciones
irrazonables solo cabe responder que «nadie tiene la posibilidad de ofrecer una
demostración, justificación absoluta, universal y eternamente válida» de un
sinfín de cuestiones biológicas, químicas o físicas, lo cual no es óbice para
la objetividad de esos saberes.
Que hombres y mujeres deban tener los mismos derechos y
deberes es para los nihilistas una mera convicción que solo se debe a que
estamos en la sociedad que estamos. Quienes practican la ablación no están
moralmente equivocados, tan solo tienen otras preferencias; al parecer, un
nihilista no es capaz de conectar una cuchilla y una niña aterrada de siete
años con lo que hace que la vida sea justa, digna; el asunto es solo «una mera
diferencia en las preferencias subjetivas». A pesar de ser positivista y
naturalista, un nihilista no sabe nada del placer y el dolor, ni qué son el
miedo, el estrés o la angustia; ahí se olvida. Que la ablación esté bien o mal,
se nos dice, tiene el mismo sustento —la misma objetividad— a que prefieras el
helado de vainilla al de chocolate, y «demostrar que el Holocausto fue
objetivamente malvado es imposible» (sic). ¿No hay antropología, ni fisiología,
ni psicología suficiente para concluir que aplicar la cuchilla al clítoris de
una niña o gasear judíos es objetivamente bárbaro? «El bien y
el mal moral no son más que ilusiones cognitivas», dice Zamora; pero la
«ilusión de objetividad y de universalidad» que menciona existe solo en su
mente y la de otros nihilistas.
«Si hubieras nacido en el Amazonas», aduce el autor, «lo más
probable es que ciertas orugas vivas te parecerían un manjar exquisito», y si
hubieras nacido en Roma te hubiera parecido bien disfrutar del espectáculo de
personas devoradas por fieras en el circo. Pero también creerías que el sol es
un dios, cosa que a Zamora, en cambio, no le parece «una preferencia
subjetiva». Aristóteles consideraba moral la esclavitud, como el autor nos
recuerda; pero también creía que las mujeres tenían menos dientes que los
hombres. Siempre me fascinará que haya quien piense que la ética es el único
campo del saber en que no cabe la ignorancia; la razón para ello es, por
supuesto, la premisa inicial —«la moral es subjetiva»—, y a esto es a lo que
solemos llamar razonamiento circular.
El propio autor se desmiente cuando nos invita a convencer a
los demás de nuestras posturas morales «mostrando sus consecuencias en las
personas»… ¡«consecuencias» que son justo la base de la objetividad de los
juicios morales! Enternece, en este sentido, que Zamora se entretenga en
explicarnos que unos alienígenas no entenderían nuestras reflexiones morales.
Gran descubrimiento este, que la moral tiene hechuras humanas; el hecho de que
sostenga que lo que consideramos objetivamente malo podría haber sido muy
distinto no es más que otro de sus juegos mentales. De ningún modo justifica el
relativismo ético, de igual forma que pensar que podríamos haber sido voladores
no justifica el relativismo aéreo, como comprobará quien intente salir volando
por la ventana.
Sabemos cada vez más sobre nuestras realidades morales.
Durkheim explica en La división del trabajo que «es moral todo
lo que es fuente de solidaridad, todo lo que obliga al hombre a regular sus
acciones por algo más que su propio egoísmo». Dice el psicólogo Elliot Turiel:
«Las reglas que previenen el daño son especiales, importantes, inalterables y
universales»; no son todas, por lo tanto, meras «convenciones». Y añade
Jonathan Haidt, un autor esencial en algo llamado psicología moral:
«Observando los descubrimientos acerca de los bebés y los psicópatas es claro
que las intuiciones morales emergen muy temprano y son necesarias para el
desarrollo moral»; también dice que «somos políticos intuitivos».
«La capacidad de establecer vínculos afectivos profundos es
un componente común de la psicología de los mamíferos», afirma el psicólogo
evolutivo Steve Stewart-Williams. Los sociobiólogos nos enseñan que acosamos a
los insolidarios (free riders) por ser un requisito para nuestra
supervivencia. Según el psicólogo Michael Tomasello, la cognición humana se
alejó de la de otros primates cuando nuestros ancestros desarrollaron una intencionalidad
compartida, un concepto clave para entender las bases biológicas de la
objetividad moral, que es distintivamente humana: dos chimpancés no colaboran
ni para cargar juntos un tronco. Haidt explica en La mente de los
justos que esto propicia que se desarrollen matrices morales.
La ética no es ni gustos ni preferencias, sino conocimiento
sobre qué hace que la vida sea justa, digna y buena. Afirmar, como hace el
autor, que «no existe verdad en la moral» es negar que existe una experiencia
universal humana (con todos los matices, grises y asuntos cuestionables que
podamos imaginar: como en la física y la biología). El nihilismo no es solo
científicamente descabellado; también carece por completo de compasión. Por
supuesto, para un nihilista la compasión es solo una preferencia; pero hace
falta añadir mucha ignorancia histórica —he ahí otro saber que nos alumbra—
para afirmar que la vida humana no es mejor ni peor porque haya compasión. Dice
Isaiah Berlin en Mi trayectoria intelectual: «No soy un
relativista; no digo: “me gusta mi café con leche y a usted sin ella; estoy a
favor de la bondad y usted prefiere los campos de concentración”: como si cada
uno de nosotros tuviese sus propios valores, que ni se pueden solapar ni
integrar. Yo creo que esto es falso». La mayoría de los seres humanos,
afortunadamente, estamos de acuerdo.
Pero esto último está cambiando, en favor de los nihilistas,
y ese es un problema muy serio. Los malos argumentos que niegan la objetividad
a los juicios morales no son un juego académico: tienen consecuencias. Porque
si no hay nada que esté bien o esté mal, ¿por qué íbamos a luchar por hacer que
el mundo sea cada vez más justo? ¿Por unas preferencias? Esto es justo
lo que las morales inferiores aducen cuando se les pide que avancen: que es un
imperialismo occidental (forzar nuestras preferencias) el que
induce, por ejemplo, a intentar cambiar las condiciones de la mujer en los
países musulmanes. ¿Cómo se puede hablar siquiera de «avance» o «progreso»
moral si no existe una referencia? Cuando se habla de la ética (=la moral) es
muy importante considerar que estamos hablando de gente de carne y hueso que
ríe o llora, sufre o disfruta, sobrevive o muere; aunque supongo que morir o
vivir también le parecerá una mera preferencia a los nihilistas.
En un mundo basado en la errónea idea de que todo es
relativo y cada uno tiene «su» verdad moral van a abundar los actos inmorales.
El problema del relativismo y el subjetivismo nihilista es que no te da para
intentar luchar contra la ablación en el Sahel ni para acabar con las
lapidaciones, porque todo está bien si parece que está bien en el interior de
esa cultura, y esas cosas, si desaparecen, son solo «cambios», no «mejoras».
Recita Midas Alonso en su canción “Intimíssimi”:
No sé qué me
pasa
que ya no me
afectan las cosas importantes
ni las que
no son importantes
solo quiero billetes y diamantes.
A esta cochambre
nos aboca el nihilismo. Y puesto que lo vivo, puedo asegurar al lector que cada
vez hay más jóvenes nihilistas, aunque rara vez sólidamente argumentados como
Zamora, que juega constantemente con el orgullo de ir a contracorriente, cuando
su filosofía navega con el viento a favor del individualismo rampante. Claro
que el nihilismo no es la causa de todos nuestros males; pero es una excusa
poderosísima para los egoístas extremos y los inmorales (valga la redundancia).
Decía Miles Kingston, periodista y músico, que conocimiento es
saber que un tomate es una fruta, y sabiduría es no ponerlo
como ingrediente de una macedonia. Pues eso es, en esencia, un nihilista:
alguien que tal vez acumule ciertos conocimientos, pero sin ni una pizca de
sabiduría.
https://disidentia.com/nihilismo-radiografia-de-un-disparate/
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