VIVIR DONDE NUNCA PASA NADA
Vivo en ese lugar que ocupa el 84% de la superficie del país
y formo parte del 16% de población que lo habita. Aunque este no es un artículo
sobre la despoblación, sino que pretendo arrojar luz sobre cómo el imaginario
colectivo de “lo rural” alimenta las lógicas extractivistas del capitalismo y
cómo las estrategias cooperativas de convivencia en el mundo rural son formas
de resistencia y creación colectivas a poner en valor y tener de referencia a
la hora de enfrentar la crisis socioambiental actual, que más que una crisis es
ya una emergencia.
La “ruralfobia” consiste en concebir el mundo rural como un lugar atrasado, aburrido, inculto, sin interés más allá de lo bucólico y que no encaja con lo que se supone que es el éxito. Lo rural es visto como ese lugar donde el pasado permanece porque las cosas no cambian. Ese lugar retrasado y retrógrado, solo deseable para los fines de semana, siempre y cuando el pueblo sea bonito, que si no, ni eso.
La “ruralfobia” está instalada en nuestra cultura de forma
que se produce y reproduce a todos los niveles. A nivel político, cuando no se
llevan a cabo medidas que hacen posible la vida digna en estos territorios y en
condiciones de igualdad frente a los espacios urbanos. A nivel económico, cuando
se despoja a sus habitantes de sus medios de vida (por ejemplo cuando se les
resta capacidad de agencia sobre las formas de producción y la soberanía
alimentaria, pero también cuando se les aboca a abandonar la tierra o salir a
trabajar fuera de su pueblo ante la falta de oportunidades). A nivel cultural,
aunque hay honrosas excepciones como las recientes películas “Alcarrás” y “As
Bestas”, los territorios rurales siempre están infrarrepresentados,
invisibilizados o sus representaciones son caricaturescas. Esto afecta
negativamente a la autoestima individual y colectiva de las personas rurales y,
como parte de este sistema ni nosotras mismas escapamos a las dinámicas
reproductoras del prejuicio y al mismo tiempo que sufrimos la ruralfobia, la
reproducimos.
Hasta 2011 no se aprobó en España la Ley de titularidad
compartida. Esta ley busca asegurar a las mujeres que puedan disfrutar de los
derechos de su trabajo en las explotaciones agrarias, que hasta la fecha
pertenecían sólo a sus maridos. En un territorio que es masculino por derecho
difícilmente la economía (y cualquier otra área) podía dejar de serlo. Lucía
López Marco en su artículo “Mujeres rurales, mujeres visibles” recoge estas
estadísticas que hablan por sí solas: “Se estima que el 59% de las mujeres que
trabajan en el campo español no cotizan por la labor que realizan, mientras, en
zonas rurales de Latinoamérica las mujeres ganan un 40% menos que los hombres
por trabajar la tierra. Además, las mujeres sólo son propietarias del 12% de
las tierras agrarias del mundo”.
Por otro lado, en los últimos 10 años las cargas de cuidados
han aumentado debido al envejecimiento de la población. Al tiempo, la
deriva individualista del capitalismo va socavando discreta pero firmemente los
vínculos comunitarios y de familia extensa. De forma que, cada vez los cuidados
recaen sobre nosotras con más peso. Estos fenómenos, unidos a una mayor
exigencia y control social hacia nosotras han expulsado de una forma más
virulenta a las mujeres de los pueblos. No es casual que entre nosotras cale
más la idea de que en los espacios urbanos podemos encontrar más
oportunidades.
Así la ruralidad, y todo lo que ello significa, se aleja del
ideal de “tierra prometida” afín a los valores de la modernidad y que esperamos
disfrutar en la posmodernidad. Un lugar aséptico, donde el individuo (uso el masculino
deliberadamente), totalmente independizado, se realiza con tareas intelectuales
y suple sus necesidades vitales pulsando un botón.
En el imaginario colectivo, los trabajos en el mundo rural
son duros y están expuestos, además, a las inclemencias del tiempo. Las labores
agrícolas y ganaderas han sido tradicionalmente denostadas por su rudeza y sus
habitantes siempre debíamos aspirar a algo mejor. Primero llegó la
mecanización, después los estudios con sus promesas de progreso y vida cómoda.
Y no sé muy bien en qué momento nos encontramos ahora cuando la formación
académica no asegura ya nada.
Es necesario desmontar el estereotipo negativo y acrítico de
la ruralidad si realmente pretendemos subvertir el orden del capitalismo
patriarcal heterosexista blanco, asentado sobre el conflicto de acumulación de
capital y la sostenibilidad de la vida. Ese orden al que Donna Hataway se
refiere como esa “Escandalosa Cosa”. Expresión que le sirve no solo de resumen
sino para hacer hincapié en lo escandaloso de preferir el capital a la
vida.
Sin querer caer en idealizaciones, sí queremos advertir que
la “ruralfobia”, esta imagen del mundo rural atrasado y la carga que conlleva
para los territorios y sus habitantes, es una de las lógicas por la que se nos
ha vendido el progreso y es importante desmontarla para avanzar hacia ese otro
futuro.
No nos es ajeno que cuanto menos atractivos son los espacios
rurales para quienes los habitamos, más atractivos son para el capital y sus
lógicas extractivistas. En las últimas décadas, siguiendo el modelo que se
viene ensayando desde siglos en territorios colonizados, el sector agroganadero
en el Estado Español se está industrializando a pasos agigantados. Las explotaciones
agrarias que aseguraban el sustento de la familia extensa a base de
diversificar los cultivos y combinar la actividad agraria y ganadera, están
siendo absorbidas por grandes grupos empresariales del monocultivo, la
ganadería intensiva y el sector energético.
Rápida y revestida de “solución” a los problemas del agro,
el freno a la despoblación, al desempleo… los cambios se están imponiendo sin
prácticamente capacidad de reacción colectiva por parte de las comunidades
locales, que no tenemos tiempo para hacer un proceso sosegado en el que
repensar el futuro que queremos y analizar lo que las lógicas del progreso
implican, no sólo para nuestros territorios, sino para el planeta en su
conjunto.
¿A dónde vamos con todo esto? A que la ruralidad, aun sabiendo
de sus lógicas reproductoras del heteropatriarcado capitalista, ha sido un
lugar natural de resistencia a las mismas: autonomía, autoabastecimiento,
cercanía a la naturaleza, comunidad, apoyo mutuo…
El nuevo proyecto en el que está inmersa Brigitte Vasallo se
basa en la hipótesis de que antes de la dictadura franquista en el ámbito rural
no existía una diferenciación tan fuerte de los roles de género y que esta
diferenciación ha ido ligada a la construcción del modelo sexo-género impostado
por el capitalismo. Un modelo económico y social que el franquismo se encargó
de introducir en la sociedad “precapitalista” rural y que provocó la diáspora
de más de 6 millones de personas durante los años del desarrollismo. Y como
dice @laVasallo estas personas no se alejaron de un lugar geográfico, sino que
también dejaron atrás el modo de vida rural y la cultura campesina.
Como vestigios de ese pasado todavía en los espacios rurales
se dan relaciones que se abastecen de esas fuentes precapitalistas que nombra
@laVasallo. Se gestionan de forma comunal territorios y recursos como el agua,
se decora un pueblo entero con las tramas tejidas por sus vecinas, se limpian y
adecentan espacios con las herramientas de cada cual, se organizan las fiestas
patronales y eventos como unas jornadas micológicas con la naturalidad de
quienes saben a qué puerta llamar. Estos ejemplos de convivencia son necesarios
para que la vida pueda ser vivida y reproducida en plenitud.
Aquí donde nunca pasa nada, con las lluvias, aparece ante
nosotras una realidad aletargada, que nos recuerda que el territorio rural es
donde se dan las verdaderas condiciones para la vida. Aguardando las
condiciones precisas, duerme bajo la tierra seca del verano, el micelio. El
micelio es una estructura de los hongos de apariencia similar a una raíz y su
función es clave en la naturaleza: descompone la materia vegetal muerta
convirtiéndola en nutrientes. Pero el micelio no solo es importante para que se
renueve la vida, sino que actúa como filtro biológico, eliminando sustancias
químicas del suelo, limpiando y asegurando la salubridad de la nueva
vida.
Tras las primeras lluvias y cuando el cálido sol de otoño
calienta la tierra, si el suelo está sano, nos ofrece sus frutos, las setas. He
aprendido esto hace poco y me ha fascinado que se han descubierto micelios de
más de 5km de diámetro, que se extendían sobre casi 900 hectáreas de bosque y
que podían tener más de 2000 años de antigüedad.
Me gusta pensar que las setas son como esas relaciones y
experiencias comunitarias que se siguen dando en los pueblos de hoy, pueblos
que ya no escapan a las lógicas del capitalismo en ninguna de sus formas, pero
en los que bajo su suelo el micelio conserva la memoria y espera las
condiciones para volver a ofrecer sus frutos.
Mujer de pueblo
https://www.elsaltodiario.com/revista-pueblos/Vivirdondenuncapasanada
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