MANIFIESTO CONSPIRACIONISTA
UNA VENGANZA EN
TORNO AL ALMA
El ‘Manifiesto Conspiracionista’ habla de lo que ha pasado
en los últimos años. ¿Quién lo hace? Nadie. Un libro anónimo. Un libro que
señala que han tratado de “volvernos locos”: imponiendo órdenes absurdas y
contradictorias. Esta semana se presenta en Madrid y Barcelona.
¿Vamos a hablar de ello o no? ¿Vamos a pensar en lo que ha
pasado, en lo que está pasando? ¿Vamos a romper lo que se dice y hurgar entre
las fuerzas que imponen el presente?
El Manifiesto Conspiracionista (2022) lo ha hecho. ¿Quién? Nadie. Un libro anónimo. Una fuerza del anonimato que se sustrae a los insultos y a la ridiculización ad personam, volviéndose así denso y liviano como un cuchillo. Un libro que debe a “algunas solidas amistades” la percepción compartida de que han tratado de “volvernos locos”: imponiendo órdenes absurdas y contradictorias; intentando censurar fuentes creíbles; ridiculizando toda oposición; amenazando y excluyendo a los no vacunados.
Este libro parte de lo vivido, es una investigación que se ofrece a
ese debate público que ha sido “brutalizado” durante la pandemia, lean Truth
police (Policía de la verdad), publicado por The Intercept,
basándose en documentos filtrados.
No se trata de imputar culpabilidades sino de dibujar el
marco de la guerra que se nos hace. Como dice el Manifiesto, lo que
nos han hecho clama venganza, una venganza que no es “rabiosa” ni pospuesta,
sino dispuesta en el seno del momento, venganza serena y razonable, venganza
“saludable”.
Este libro habla desde la amistad todos aquellos que no han
cedido a la incoherencia y el absurdo en la guerra psicológica que nos han
impuesto, y han seguido desconfiando del poder gubernamental, se hayan
“vacunado” o no, por la razón que sea.
Pero con quien todavía busca excusas exteriores para
justificarse, resulta implacable.
¿Y qué hay de la conspiración? El Manifiesto sugiere
lo que parece más razonable: que por todas partes se conspira, se
respira-juntos para preparar buenos golpes. Que no se trata de un único gran
complot en las alturas de alguna pirámide coronada por ojos que todo lo ven.
Que ese “infracomplotismo”, ver un solo complot, es otra justificación para no
hacer nada. Que el complot es concreto y limitado mientras la conspiración es
difusa, “como una idea”. Que es evidente que objetivamente conspiran seres
educados en los mismos ambientes, en las mismas universidades, que se
encuentran anualmente y que tratan de defender sus intereses parciales.
El producto de la teoría anticonspiracionista consiste en
sembrar la duda. Una duda que permite ganar ocho o nueve meses. El tiempo
necesario para preparar el siguiente golpe. Si “el infierno es la verdad vista
demasiado tarde” como descubrían los hebreos en las cámaras de gas, frente a la
pasión despobladora transhumanista hoy somos todos hebreos apátridas. Será
difícil adelantarnos un paso y declarar un verdadero infierno para el mundo del
capital mientras no compartamos una aguda percepción sobre lo que ha ocurrido.
Entre las enormes revueltas del 2019 (Hong-Kong, Chile,
Líbano, Catalunya, Irak o el París de los Chalecos Amarillos) y las graves
previsiones de penuria energética y estancamiento económico, los gestores del
desastre se dijeron que había que hacer algo, dar un golpe de mundo. Por
eso para el Manifiesto conspiracionista: “La ‘guerra contra el
virus’ es una guerra que se libra contra nosotros”. Es una continuación de las
formas más opacas y consistentes de la guerra fría. Esta es una de las mejores
intuiciones de este texto: que la guerra fría nunca terminó, porque nunca
consistió en una guerra entre bloques, su objetivo siempre fue “congelar las
posibilidades históricas, bloquear la situación”.
Es una guerra contra nosotros como población: como censo
numérico prescindible, como dato estadístico superfluo, como humanidad
excedente.
Es una guerra contra toda vitalidad y despreocupado coraje
entre quienes rechazan participar del juego macabro de la comunidad del
capital, ahora que la civilización petrolera se hunde y se vuelve ingobernable.
El Manifiesto saca a la luz la genealogía de las operaciones
que conducen al proyecto transhumanista (político-militar) de control total
mediante la integración de las tecnologías NBIC (Nano-Bio-Info-Cognitivas).
Dibuja el eje entre perception management, all-hazard
preparedness, despoblación biopolítica y control total metropolitano como
una guerra no lineal contra toda alegría de la revuelta frente al mundo del
capital. “¡Empobrézcanlos a todos!” (como dijimos en Cuadernos
para el colapso), parece ser la consigna solapada de la
gubernamentalidad epocal.
DECRECIMIENTO
En esta guerra, la operación Covid-19 aparece
como un intento desesperado de contener el derrumbe de la
civilización tecnológico-capitalista. Desesperado, porque es un plan demente y
paranoico nacido del terror a perder el control ante una situación
insostenible, plan que no podía salir bien y no ha salido bien. Demasiadas
grietas en un mundo helado, demasiados Snowden, demasiados marranos. Exceso
de almas intratables que prefieren el desgarro irreparable a una mendaz
reconciliación. Ni siquiera como “despoblación” saldrá bien si la maquinación
transhumanista es despoblada primero, desactivada, destituida. Si la guerra es
su última carta nada les da más pavor que un pueblo en armas.
Que vivimos «una época de guerra sin fin» no es una opinión
militante, es el título de un influyente artículo del Washington Post de hace
doce años. “Vivimos una guerra global, preventiva y sin fin”, decía Michel
Warchawski en Programar el desastre, (2008). “Las guerras de
securización son totales y perpetuas”, nos dicen en Guerra contra la
gente, (2015). Vivimos una guerra de embrutecimiento y destrucción,
ocupación de las almas y ensayo de control, sin resto de los ambientes
prediseñados.
La guerra se ha vuelto “total” y así, psicológica, dice
el Manifiesto. Los gobiernos se han pasado a la psicología
comportamental siguiendo al BIT incrustado en el gobierno británico en 2010, y
desde entonces no han dejado de querer volvernos locos. Lean el documento
MINDSPACE, en línea, o sobre el Cognitive Warfare Concept, nuevo tipo de guerra
psicológica o de influencia. También esto es una herencia de la guerra fría,
sostiene este libro, una actualización bajo el nombre de nudge,
“empujoncito”, de los experimentos del MK-ULTRA, de la psicología social de los
sesenta y del conocimiento extraído en los Campos e importado con la infame
operación Paperclip.
Cuando la realidad se vuelve delirante surge el terror. El
terror conduce al aislamiento y el aislamiento nos vuelve imbéciles. Entonces
sí “el ser humano solo sabe seguir”, ya que se encuentra aislado en un entorno
hostil. Como dice el libro, eso que nos dicen que somos es en lo que nos
quieren convertir.
El problema arranca en la Segunda Guerra Mundial: ¿cómo
desplegar una gubernamentalidad democrática, no autoritaria? ¿Cómo producir un
tipo humano cuya piel fina, vida doméstica hiperequipada y ser-comunicativo
sirva como puntal para el (auto)gobierno y, al mismo tiempo, como arma de
guerra contra la exigencia revolucionaria del comunismo (no obstante
exista il grande partito comunista)? El Manifiesto dice
que Gregory Bateson y Margaret Mead lo vieron claro ya en 1941. Había que
diseñar la caja-problema de manera tal que la rata-antropomorfa se
condujera en su interior creyendo ser libre. Un ambiente construido totalmente
diseñado en el que se pueda fluir “libremente”.
Un “poder ambiental”: Si la versión dura se expresa en la
metrópoli, su prototipo fantasmático se encuentra en el artefacto “cultural” de
las Exposiciones, especialmente en la más visitada de la historia: La
gran familia humana. Allí, uno parece moverse libremente en una caja-problema,
donde la rata antropomorfa se presenta simbólicamente como una gran
familia de seres vulnerables sobre los que vela un poder benevolente. Quien se
atreva a rechazar esta visión esgrimida por el bien de la humanidad, como quien
rechazaba las vacunas, es un enemigo de la especie, un paria de la tierra.
Nuestra dominación consiste en la bestial dependencia de un
poder ambiental que incita a consumir mercancías superfluas hasta morir con tal
de que todo fluya. Consumir la propia insatisfacción prediseñada, flirtear con
la propia depresión prediseñada, la automutilación, la adicción o el suicidio.
La imagen perfecta retocada con los filtros de Instagram, Tik-Tok o la
publicidad, refleja una vida deforme: ese es el objetivo de la desmoralización
en que consiste la guerra. Quien ataque los muros de vidrio de la caja-problema encuentra
ante sí una policía soberana, que crea el orden y la excepción con una
impunidad prácticamente total.
De ahí las evidencias de la época: bloqueo, ocupación y
destrucción en la revuelta; “gran dimisión”, éxodo y deserción como espíritu.
La sensibilidad que rechaza el apocalipsis del mundo del capital existe, sin
embargo en ella la apertura a una escucha anarquizante del mundo, la atención a
lo que continuamente emerge y se deshace, y la consistencia de sus vínculos son
problemáticos.
El objetivo de la guerra es modificar los comportamientos y
más allá reducir el alma a su mínima expresión. ¿Por qué? Para poder
encerrarnos mejor o, mejor dicho, para que seamos nosotros quienes reclamemos
con fervor todo confinamiento y todo control. “El plano del
alma es el teatro de operaciones de la época (...) Sobre este terreno se libra
la más salvaje y más desapercibida de las guerras”, dice el Manifiesto.
¿Sobre qué plano? No el del alma sustancial de la Escolástica, sino el del
umbral de nuestra participación en el mundo. Umbral que une porque separa, que
junta como disyunción. Umbral entre vida y muerte, sueño y vigilia, visible e
invisible, humano y extrahumano, aliento de potenciales mutaciones ontológicas.
Umbral abierto a la escucha del mundo, al dejar ser destinado a las cosas en
las que estas pueden darse como misterio y con ellas, nosotros. “Cuerpo sutil
sobre el que pueden hacernos mucho daño”, siendo a la vez umbral de esa
profunda animación donde prende el juego guerrero de la separación, la
afirmación y la alegría de la destrucción.
Por eso ha sido tanto el objetivo de Thatcher: “La economía
es el método, el objetivo es cambiar el alma”, como de Stalin: “Es más
importante producir almas que tanques”. Por eso el empeño en la integración de
las tecnologías NBIC. Por eso un mutilado del corazón como Yuval Harari
pretende que voluntariamente nos entreguemos a tecnologías que medirán nuestra
respuesta emocional desde el interior, monitorizando presión
sanguínea, liberación de hormonas o dilatación de las pupilas a lo Blade
Runner. Esa es su utopía nefasta: que dejemos de ser almas misteriosas para
volvernos animales hackeables. Por eso no tenemos nada que discutir con los
transhumanistas, por eso se trata de deshacernos de ellos.
Esta parte final es la más profética y a la vez polémica
del Manifiesto. Es cierto que pocas cosas hay tan mal comprendidas
como la cuestión del alma. Ante el problema psicofísico, Walter Benjamin decía:
“Cuerpo sentiente y espíritu. Idénticos, distintos simplemente como modos de
ver, no como objetos”. O Erich Unger, en Política y metafísica: “la
solución de los problemas del ordenamiento humano, la eliminación de toda
patología interindividual exige en línea de principio la modificabilidad del
dato natural: de la sensibilidad psicofísica”. Si cuerpo sentiente y alma son
idénticos es porque “vivir es participar de lo que nos rodea”, participar de su
aliento y de sus formas rítmicas singulares que en nosotros resuenan. Entonces
la cuestión es el alma o cuerpo sentiente que se nos quiere hacer. Por
eso la posibilidad de un ordenamiento no catastrófico o la eliminación de toda
patología interindividual exige la modificabilidad de la sensibilidad
psicofísica.
Charles Stepanoff decía en un libro reciente que la primera
desposesión antropológica es la que nos encierra en los límites opacos del
cuerpo y la que nos convierte en cosa, que el “encierro de las subjetividades
detrás de las barreras opacas de los cuerpos, postulado por ciertas mitologías”
es una manera de garantizar las prerrogativas de una imaginación capturada,
cautiva, una imaginación jesuítica: no una escucha del mundo anarquizante, sino
una proyección de lo peor como aparato de captura.
Vivimos una guerra por la producción de almas deformadas y pequeñas, reducidas por el aislamiento, vueltas estúpidas por el temor: micropsychoi llamaba Aristóteles a aquellas almas para las que todo es demasiado grande. Buscan hacernos almas pequeñas, temerosas del abismo en el encuentro singular. Encuentro singular con la muerte, el nacimiento o aquello que ocurre en lo que ocurre. Nos quieren refugiándonos en identidades reconocibles, en roles sociales que pretenden consolar por la pérdida de un mundo abierto a usos impensables.
Uno de los objetivos que buscaban al «volvernos locos» era
la cismogénesis. La cismogénesis fue teorizada por Gregory Bateson antes de la
segunda guerra mundial, en Naven. Pero no adquirió toda su
consistencia política más que a partir del inicio de la guerra fría y de las
operaciones llevadas a cabo durante la guerra, como las que Bateson mismo realizó
con la OSS sobre los dominios japoneses, o las operaciones de propaganda negra
ideada por Sefton Delmer. La cismogénesis consiste en generar un cisma entre la
población difundiendo noticias exageradas, incoherentes, difíciles de creer, lo
que crea una división irreconciliable entre quienes creen y no creen noticias
imposibles de comprobar, minando la oposición local.
El Manifiesto sostiene, no obstante, que la
aplicación de esta táctica tiene un efecto colateral inesperado, como en toda
verdadera guerra. Pues el cisma en la percepción permite realizar una división
saludable en el interior de la oposición al mundo del capital, entre a) quienes
creen en sus percepciones y experiencia, y b) lo que queda de esa izquierda que
siempre se pone del lado de los vencedores pretendiendo “apoyar el movimiento”
Como escribía Mascolo en 1955: “Lo contrario de ser de izquierdas no es ser de
derechas, sino ser revolucionario”.
El mundo se bifurca entonces, aunque no como esperaban. Por
un lado hay seres que buscan participar de identidades sociales; seres que,
aunque protesten, no cuestionan su dependencia de un mundo prediseñado como
una caja-problema; seres que confían en que las fuerzas
gubernamentales trabajan por el bien de la humanidad; seres que buscan guiarse
por principios universalizables, como los que justificaron la necesidad de la
primera guerra mundial, convirtiendo el mundo posterior en un reino de
falsedades mezquinas.
En el otro lado está el verdadero cisma, no de la percepción
sino de la determinación. Cisma de seres que parten de su propia experiencia,
que confían en sus propias percepciones, que vislumbran el horror de lo que se
nos quiere hacer y que no van a conformarse. Seres que emergen en la revuelta
partiendo de sí mismos, como ocurrió con el inicio de los Chalecos Amarillos.
Esto nos exige descifrar las formas rítmicas singulares en los gestos y
heridas, y no “reconocer” ahí una identidad social predefinida. “La vida de la
nueva humanidad está en la revolución, la revolución nace del cisma”, dice el Manifiesto citando
a Bordiga.
Por eso somos llamados a una política marrana.
Salir al encuentro de los Snowden que pueblan el mundo, arriesgarnos a que nos
“decepcionen o maravillen”. Eso hicieron los Zapatistas durante los diez años
previos a su insurrección armada. Prestar atención a esa ligera entonación, a
esos pequeños gestos o sutiles miradas que nos hacen señas en el límite de lo
expresable. “Crear las condiciones de una comunicación de alma a alma. Resistir,
sobre todo, la tentación de cerrarse en un grupo. Hay desertores del espíritu
en todas partes.”
Rosenzweig decía “el Todo es tanto múltiple como unitario.
También el espíritu (este es constructor de puentes y descubridor). ¿Pero el
alma? ¡el alma escrutada! También ella es ‘una vasta tierra’”.
El Manifiesto trata de una venganza en
torno al alma. No un espíritu de venganza lleno de amargura y resentimiento, al
contrario, una “venganza del espíritu” que sopla donde y como quiere, que
contiene la potencia de disolver toda consistencia aparente. Venganza del
espíritu que, abierto a la multiplicación de vínculos de amistad y en el
esfuerzo de atención a lo que continuamente emerge y se deshace, nos hace así
un alma grande, profunda, sin miedo a lo desconocido y lista para la guerra.
Como dice el Manifiesto, conocemos el
proyecto adversario, sus medios sin medida, sus objetivos abyectos, su
disposición al horror: por eso “la deserción no basta”. Es una guerra la que
nos llama y ahí, como en todo lugar, estar a la altura de lo que nos ocurre.
El libro se presentó ayer en Donostia; hoy 7 de Diciembre se
presenta en Portugalete; el viernes 9 en Madrid; y el sábado 10 en Barcelona.
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