11/10/21

Mejor hacerlo de manera voluntaria, planeada y consciente y no de manera desesperada

EL DECRECIMIENTO Y LAS PROMESAS DEL CAPITALISMO

El avance en precisión y fiabilidad de las previsiones ha dado vigor a una propuesta, la del decrecimiento. Si los recursos de la Tierra son finitos y si estamos cerca de sus límites o los hemos superado ya, es obligado detener el crecimiento e incluso revertirlo hasta un nivel de sostenibilidad. — Joaquim Sempere

A pesar de lo que se sigue repitiendo desde el discurso dominante, y aunque se siga ofreciendo como promesa de solución a todas las crisis de nuestra sociedad, el crecimiento económico no solo NO garantiza el bienestar de las mayorías ni resuelve el problema de la inequidad, sino que además es insostenible por definición: no hay manera de que siga habiendo explotación, producción y consumo ilimitado en un planeta que es finito y, por lo tanto, tiene recursos finitos.

Nuestras sociedades, sin embargo, parecen haberse obsesionado con las promesas del capitalismo y su lógica de crecimiento ilimitado, y en ese proceso estamos consumiendo los recursos del planeta a un ritmo insostenible: la biósfera no tiene tiempo para regenerarse, los ecosistemas no soportan ya el peso de esta civilización y están perdiendo vertiginosamente su resiliencia y diversidad.

Estamos moviéndonos a toda velocidad hacia un colapso, en el cual no solo terminaremos siendo aplastados por nuestras propias ideas de crecimiento, sino que arrastraremos con nosotros a miles de millones de otros seres que, como nosotros, han surgido gracias a la capacidad que hasta ahora ha tenido este planeta de generar y sostener la vida.

En el contexto de ese colapso generado por la obsesión con el crecimiento ilimitado, es urgente prestarle atención a un concepto que tiene raíces que pueden rastrearse al pensamiento de diversas comunidades indígenas, al budismo o incluso a los textos de Henry David Thoreau, y que aparece como corriente de pensamiento político, económico y social en el siglo XX: el decrecimiento.

Los pensadores y activistas del decrecimiento consideran —como cualquier persona con algo de sentido común e interés en la observación crítica puede confirmar— que el consumo excesivo es la raíz de las crisis ecológicas que estamos enfrentando y, a su vez, de las crisis sociales que de ellas se derivan, y por esto proponen la contracción de las economías y la reducción del consumo, y por lo tanto la reducción de la producción y las actividades depredadoras de extracción de recursos naturales. Aquí es necesario aclarar algo esencial: reducir el consumo no implica que sacrifiquemos nuestro bienestar, sino que aprendamos a maximizarlo a través de cosas como compartir el trabajo, dedicar más tiempo al arte, la música, la naturaleza, la cultura y la comunidad de maneras que no estén relacionadas con actividades consumistas que sigan alimentando la lógica capitalista.

El economista francés Serge Latouche, uno de los más conocidos partidarios del decrecimiento, afirma que la palabra decrecimiento es una “bomba semántica” que pretende hacerle frente a la lógica del sistema actual, que busca el crecimiento por el crecimiento. Latouche aclara también que no se trata de hacer decrecer todo indiscriminadamente, sino de entender que no todo puede crecer, y que aquello que crece no puede crecer infinitamente.

En el imaginario colectivo, el concepto de desarrollo se ha relacionado usualmente con la idea de crecimiento económico, mientras en el contexto académico se ha entendido de muchas maneras, sin que su sentido sea siempre claro. Como afirman González y Camarero, el desarrollo se ha convertido en una palabra con tantos posibles sentidos que “necesita de apellidos para conservar algún significado” (por ejemplo: desarrollo local, desarrollo rural, desarrollo sostenible, desarrollo participativo…).

Es sencillo entender las relaciones y diferencias entre crecimiento y desarrollo cuando las observamos en nosotros mismos: nacemos pequeños, y a medida que pasa el tiempo vamos creciendo (aumentando cuantitativamente de tamaño, lo cual requiere un consumo cada vez mayor de recursos básicos) y nos vamos desarrollando (volviéndonos cualitativamente más complejos y más ricos en conexiones neuronales, emociones, comprensión del mundo que nos rodea, etc.); los dos procesos pasan de manera complementaria y paralela. Llega un punto en el que alcanzamos nuestro tamaño máximo —al menos en estatura—, dejamos de crecer cuantitativamente y se estabilizan nuestras necesidades básicas de consumo. Sin embargo, no dejamos de desarrollarnos cualitativamente: seguimos aprendiendo, enriqueciendo nuestra experiencia y nuestra capacidad de generar conexiones, no solo dentro de nuestro cerebro, sino también con otros humanos, con otros seres vivos y en general con nuestro entorno.

Ese desarrollo cualitativo puede ser infinito. Sin embargo, si siguiéramos creciendo cuantitativamente de manera ilimitada, llegaría un momento en el que nuestra vida sería imposible: los recursos que necesitamos para vivir se agotarían rápidamente, nuestras articulaciones no soportarían el peso de nuestros músculos, nuestro movimiento se haría cada vez más difícil y, finalmente, colapsaríamos debido a nuestro propio tamaño. ¿Suena familiar?

Nuestra civilización está colapsando bajo su propio peso. Una civilización que se tragó enteras las promesas del capitalismo, que está basada en una economía que solo tiene como objetivo el crecimiento por el crecimiento —como una célula cancerígena, como diría Edward Abbey—, y que busca el máximo beneficio económico, ganando lo máximo de la forma más rápida por todos los medios posibles, es una sociedad que inevitablemente se está poniendo en peligro a sí misma. Como dice Monbiot, en sistemas como este, basados en el crecimiento perpetuo, siempre tiene que haber periferias y externalidades, zonas de extracción y zonas de eliminación. El capitalismo lo afecta todo y todo el planeta se convierte en una zona de sacrificio: terminamos todos —incluso quienes al principio parecen salir ganando— habitando la periferia de esa máquina de hacer beneficios.

Aprovechando de nuevo las palabras de Latouche: no estamos entendiendo la importancia de reconocer los límites del planeta, estamos acabando con la capacidad inherente de la biósfera de generar y sostener la vida para poder generar crecimiento económico. Como nuestras necesidades realmente básicas son limitadas, este sistema necesita inventar nuevas —e ilimitadas— necesidades de consumo, que generan cantidades ingentes de residuos que contaminan el aire, el agua y la tierra, que son necesarios para nuestra supervivencia. Esto, evidentemente, no es sostenible. De ahí la importancia no solo de considerar alternativas diferentes al crecimiento, sino de ir más allá, y entender la importancia y la urgencia del decrecimiento.

Frente a ese planteamiento es posible que muchas personas repliquen que hace falta crecimiento económico para cubrir las necesidades básicas de las comunidades más pobres, y por eso es también urgente que nos preguntemos si lo que hace falta es más crecimiento, o si lo que necesitamos realmente es hacer un replanteamiento y una redistribución.

Para poner un ejemplo concreto en el contexto colombiano: Hernández afirma que, de acuerdo al Banco Mundial, en Colombia el 20% más rico de la población acumula un 55% de los ingresos, mientras que el 20% más pobre sobrevive apenas con un 3,9% del ingreso total. Dicho de otra manera, mientras 9 millones de colombianos tienen más de la mitad de la riqueza, los 36 millones restantes se reparten —inequitativamente— el 44% que queda. Al contrario de lo que muchos piensan (y de lo que la mayoría de políticos prometen) el crecimiento económico no garantiza que esa situación se resuelva. En 1992 el PIB per cápita en Colombia era de aprox. 1.380 USD y en 2017 era de aprox. 6.300 USD (es decir, 4,5 veces mayor). Sin embargo, la distribución no ha cambiado: en 1992 el 20% más pobre tenía menos del 4% de los ingresos, y el 20% más rico tenía el 56,7%, que es básicamente lo mismo que sigue pasando ahora. El PIB creció, la desigualdad… se quedó igual.

Señalando otras evidencias numéricas de desigualdad: de acuerdo a OXFAM (2015), el 50% de las emisiones de carbono globales son producidas por el 10% de la población conformada por las personas más ricas. Que lo “normal” sea que tengamos ese modelo derrochador y depredador como referente de éxito es apostar por un planeta destrozado.

Si ese 10% conformado por las personas más ricas son quienes consumen más recursos (y así alimentan más la crisis ecosocial), entonces no tiene sentido que quienes no formamos parte de ese 10% tengamos que asumir los mismos estándares de decrecimiento. Necesitamos una transformación que considere las diferencias de los contextos, y que no olvide la inequidad que esa acumulación de riqueza ha generado ni cómo ha empobrecido a buena parte de la población global. En todo caso, que haya parte importante de la responsabilidad en una porción específica de la población no significa que el resto de nosotros tenga un pase libre para seguir ignorando la evidencia del colapso ecosistémico y todas las crisis sociales que con éste se relacionan. De hecho, es precisamente por eso que es tan importante que todos, desde todos los contextos, empecemos a considerar urgentemente otros caminos.

Manfred Max-Neef (en FUHEM, 2014) proponía que una nueva economía debería basarse en “cinco postulados básicos y un principio valórico irrenunciable”:

  • La economía está para servir a las personas, y no las personas a la economía.
  • El desarrollo tiene que ver con personas, no con objetos.
  • El crecimiento no es lo mismo que el desarrollo y el desarrollo no necesariamente requiere crecimiento.
  • Ninguna economía es posible al margen de los servicios que prestan los ecosistemas.
  • La economía es un subsistema de un sistema mayor y finito que es la biósfera. En consecuencia, el crecimiento infinito es imposible.

Principio valórico irrenunciable: bajo ninguna circunstancia un interés económico debe estar por encima de la reverencia por la vida.

En la entrevista realizada por FUHEM en la que abordaba estos puntos, Max-Neef añadía: “recorra los seis puntos. Y uno por uno, uno por uno, lo que tenemos hoy es exactamente lo contrario”.

Los ideales que abraza el concepto de decrecimiento no son nuevos, y de hecho tienen muchísimo en común con lo que desde hace tiempo defienden comunidades humanas no industrializadas, como los mapuche, los guaraníes, los kunas y los achuar. Paradójicamente, estas son comunidades que están siendo exterminadas precisamente por las promesas del capitalismo y sus ideales de crecimiento, instalados en nuestros gobiernos, nuestras instituciones y, por lo tanto, en nuestra forma de ver y relacionarnos con el mundo.

Somos víctimas de las promesas del capitalismo y la ilusión del crecimiento ilimitado, y estamos haciendo trizas los ecosistemas que nos sostienen, que hacen posible nuestra vida, que nos permiten cubrir nuestras necesidades realmente básicas: respirar, tener agua limpia y tierra fértil para alimentarnos. Vivimos como hipnotizados persiguiendo un ideal de abundancia material que sobrepasa nuestras necesidades reales. Como dice Han “La economía capitalista […] se nutre de la ilusión de que más capital genera más vida, mayor capacidad de vivir. […] La preocupación por la vida buena deja paso a la histeria por la supervivencia”.

Este es un sistema que nos hace olvidar que abundancia también es tener tiempo libre, descansar, disfrutar tiempo con la familia y con los amigos, pasar tiempo con los hijos, con los animales, tener tiempo para salir a caminar a la naturaleza y nadar en un río que no esté contaminado por los vertimientos tóxicos de empresas cuyas prácticas promovemos con nuestros hábitos de consumo desmesurado.

Cuando delimitamos nuestras necesidades, es decir, cuando entendemos cuáles son las básicas y cuáles son las creadas e impuestas por este sistema basado en la explotación (no solo de la naturaleza, sino de nuestro tiempo, por medio de la imposición de la productividad como valor máximo y medida de vida), podemos cubrirlas más fácilmente y sin necesidad de poner en riesgo la existencia de la vida en el planeta. La naturaleza misma nos muestra la necesidad de ponerle límite al crecimiento y nos muestra también las infinitas posibilidades que aparecen cuando paramos de crecer y podemos prestarle nuestra atención y nuestra energía al desarrollo cualitativo, que no requiere que consumamos más recursos ni ocupemos más espacio (y que no nos distrae con la búsqueda del bienestar a través del consumo desmedido) sino, sencillamente, que nos hagamos preguntas y que busquemos alternativas que nos permitan un verdadero buen vivir.

El decrecimiento vendrá, querámoslo o no. Este sistema insostenible ya está chocando de frente con los límites del planeta. Tenemos la opción de aceptarlo como parte de un proceso de transición, de inventar una manera diferente de vivir, de reinventar nuestra relación con nosotros mismos, con nuestra comunidad humana, con la naturaleza que nos da vida y nos sostiene y de la cual formamos parte. O tendremos que aceptarlo —más temprano que tarde— como imposición de supervivencia.

Mejor hacerlo de manera voluntaria, planeada y consciente y no de manera desesperada, como último recurso, cuando el sistema se nos caiga encima, tomándonos por sorpresa… incluso sabiendo que este colapso ya no tiene nada de sorpresa.

MARIANA MATIJA

Bibliografía

 

https://www.15-15-15.org/webzine/2021/09/03/apuntes-sobre-el-decrecimiento-y-sobre-las-promesas-del-capitalismo/  

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