Imaginemos la aparición de
nuevos brotes víricos, segundas y terceras oleadas de contagio, más cuarentenas
y escaladas en respuesta… La sombra del apocalipsis es el escenario ideal para
la activación de una nueva estrategia de la disuasión: obediencia o fin del
mundo. Un poder que no impone certezas, sino que gestiona la incertidumbre. No
postula un orden, sino que gestiona el desorden. No promete nada, sólo exhibe
la amenaza.
Quizá no son términos tan
evidentes como otros, pero “escalada” y “desescalada” también forman parte del
lenguaje bélico que tantísimos gobiernos han escogido para producir sentido
(“relato”) a su gestión política de la pandemia. Es decir, a
su cálculo coste-beneficio particular.
Fueron por ejemplo empleados
habitualmente en la llamada “estrategia de la disuasión” activa durante la
Guerra Fría entre EEUU y la URSS. Esta estrategia consistía en “comunicar” al
adversario la capacidad de devolver el ataque nuclear, aun estando herido de
muerte.
En palabras muy precisas del
Doctor Strangelove (Peter Sellers), el antiguo nazi reconvertido en consejero
del presidente de los EEUU en la genial sátira de Kubrick Teléfono
rojo, volamos hacia Moscú, “la disuasión consiste en el arte de provocar en
la mente del enemigo el miedo a atacar”.
La doctrina de la disuasión
pretendió ser el principio rector de un “orden nuevo” basado en la siguiente
alternativa infernal: paz o fin del mundo. El “ascenso a los
extremos”, que según el general y teórico Von Clausewitz define la esencia de
la guerra como “duelo a muerte”, se congela para evitar la aniquilación total.
Es el famoso equilibrio del terror: morir a dos o vivir juntos.
Pero la disuasión no era más
que la continuación de la guerra por otros medios. La
“escalada” que comunicaba al otro la capacidad propia de destrucción se tradujo
en la carrera de armamento, la guerra de las galaxias o el aumento deliberado
del riesgo a partir de un conflicto concreto, como ocurrió durante la crisis de
los misiles de 1962.
Si quieres la paz prepárate para la guerra, porque
esa preparación es el modo mismo de conjurarla. Diplomacia de la violencia. Un
orden sostenido por la amenaza de la muerte como Señor absoluto.
¿Qué sentido podría tener hoy
la actualización de la retórica disuasiva en el contexto de la gestión de la
pandemia? Aparentemente, ninguno. El virus no retrocede porque nuestros
gobiernos le “comuniquen” su fuerza de armamento (escalada) y el peligro
consecuente de una destrucción total.
La COVID-19 ni siquiera es
equivalente a la “célula durmiente” de las guerras asimétricas contra el
terrorismo de las últimas décadas: no tiene intención ninguna ni proyecto
especial de acabar con la civilización occidental o de imponer un califato
vírico, sólo quiere perseverar en su ser (sea este físico o
químico).
De hecho, la estrategia
efectiva, práctica, real, de los gobiernos contra el virus tiene mucho más que
ver con las tácticas militares de contrainsurgencia: quitarle directamente el
agua al pez para que muera, en este caso mediante el confinamiento general de
las poblaciones.
Pero las palabras no son
inocentes, y menos las que emplean los gobiernos del mundo en un momento como
este, sino operaciones que buscan producir efectos en los
comportamientos y los imaginarios. Amenazas, consignas, metáforas que nos
piensan. La gestión de una crisis es toda ella instrumento de
comunicación. No hay que ser ilusos ni ingenuos con los términos que
se emplean desde las alturas del Estado, sino aprender a leerlos
estratégicamente. ¿Qué comunica la retórica disuasiva de nuestros
gobiernos y a quién?
Hermanos enemigos
Volvamos por un momento al
contexto de la Guerra Fría. Los analistas críticos más finos no pensaron la
disuasión solamente como una forma de “diálogo” y de “influencia recíproca”
entre los super-grandes, sino también como un modo de gobernar
conjuntamente el mundo.
La dialéctica USA-URSS fue
también una manera de repartirse efectivamente el planeta, sometiendo la
autonomía potencial de las naciones pequeñas y neutralizando preventivamente la
posibilidad de aparición de cualquier “tercer actor” inesperado.
El orden creado por la
disuasión nuclear no era americano o soviético, un bando contra otro, sino el
mismo tablero de ajedrez que ordenaba el mundo entero en
blancas y negras, codificando todo conflicto local -proceso de liberación
nacional, movimiento social- desde un plano superior.
El empate catastrófico entre
los “hermanos enemigos” funciona como una estrategia despolitizadora que satura
el espacio y bloquea la posibilidad de lo imprevisto, de lo inaudito, de lo
inédito. Paz para todos, sí, pero siempre bajo la garantía tutelar y policial
de las super-potencias.
La hostilidad entre los grandes
neutraliza los tumultos de los pequeños. Un conflicto mayor fija y apacigua los
conflictos menores. Se disuade a un tercero.
¿Podría activarse, a partir de
la pandemia del coronavirus, una nueva estrategia de la disuasión? Desde luego
no buscaría alcanzar con el virus -y tampoco con la infinidad de peligros que
vienen o ya están- ningún equilibrio del terror, sino más bien usar el miedo al
apocalipsis como estrategia de disuasión de las propias poblaciones. Pero,
¿disuadir a las poblaciones de qué?
Saturaciones
Cada crisis, ya sea esta
personal o colectiva, abre un agujero
El agujero puede interrogarse
para pensar a partir de él e incluso puede atravesarse para
salir por otro lado. Es decir, los agujeros -todo lo que no encaja, lo fallido,
la vacilación del sentido- son condición de pensamiento y de transformación
(íntima y social).
Durante la crisis del
coronavirus se han abierto (y reabierto) muchísimos agujeros en el tejido
personal y social, a nivel planetario y simultáneamente. Si no
nos hemos quedado anestesiados o indiferentes, si no hemos pensado que bastaba
con tirar de los saberes previos, si nos hemos acercado a mirar a través de los
agujeros y no sólo de las pantallas, habremos podido ver una cantidad de cosas.
Por ejemplo, la crudeza de la división social -por
clase, género, raza o edad- que recorre nuestra sociedad como una inmensa
grieta. La distinción radical entre los “inmunizados y los expuestos”, entre
los que han podido protegerse y los que no, entre los que han podido confinarse
y los que han sostenido el confinamiento de los demás, entre la importancia de
los cuidados y su valor social, con los trabajadores sanitarios precarizados
como símbolo por excelencia.
Por ejemplo, la negación y agresión constante a la
naturaleza en que se basa nuestro sistema depredador. La percepción de la
ciudad como ratonera, la celebración de las irrupciones de animales en medio
del asfalto a través de los mil vídeos en circulación, la pura y simple escucha
de los pájaros por las ventanas o los paseos masivos sin tráfico ni finalidad,
también han supuesto estos días visiones de otras relaciones posibles con el
mundo, deseos de otra cosa.
Por ejemplo, la locura mortificante de la vida sometida
al régimen del “siempre más”: la necesidad constante de producir y consumir. La
experiencia del confinamiento abre de repente la pregunta por las “actividades
esenciales”, pudiendo experimentarse cierto gusto por una vivencia de retiro o
retirada de las dinámicas cotidianas de ruido y estrés. Es lo que trata de
estigmatizarse ahora como “síndrome de la cabaña”, como si no hubiese toda
una lucidez en ese estado. Y mil ejemplos más posibles,
dependiendo de cómo y dónde nos haya tocado vivir esta experiencia tan extraña.
Crisis personal, ecológica,
social… Distintos agujeros que podrían resonar o reverberar entre sí,
amplificando tanto el disgusto hacia el estado de cosas como las ganas de
habitar el mundo de otra manera, fuentes ambas de nuevas expresiones de
conflicto, resistencia y deserción por venir.
Pues bien, lo que pretende el
discurso de la guerra es saturar ese espacio tachonado de
agujeros. Que nada de lo ocurrido nos dé que pensar, ni nos mueva a
actuar.
La guerra de disuasión ya no es
entre ejércitos, sino entre un orden agujereado y un pueblo por
venir capaz de interrogar y atravesar los agujeros. Se trata de
reducir la angustia de lo desconocido a terror paralizante, la interdependencia
ante el peligro a factor de riesgo, el no saber a impotencia y delegación. Que
todo cambie (la “nueva normalidad”) sin que nada cambie realmente.
La disuasión, como prolongación
de la guerra por otros medios, es una militarización de la sociedad que busca
producir un nosotros sin divisiones (“todos a una”), es decir,
sin preguntas íntimas y colectivas que puedan ser fuente de una
nueva politización. Una población homogénea de víctimas y supervivientes que
sólo pide protección.
No sabe, no puede y no quiere
Imaginemos la aparición de
otros brotes víricos, segundas y terceras oleadas de contagio, nuevas
cuarentenas y escaladas en respuesta… ¿Podría entrar nuestro mundo en una
especie de guerra fría permanente, de tiempos y geometrías
variables, sin enemigo claro esta vez, sino potencial, difuso y ubicuo -en el
fondo las distintas “intrusiones de Gaia” (Isabelle Stengers) en nuestro modo
de vida basado en el dominio y la depredación del planeta?
La sombra del apocalipsis es el
escenario ideal para la activación de una nueva estrategia de la disuasión:
obediencia o fin del mundo. ¿Podemos anticiparla con el pensamiento? ¿En qué
sentido sería algo distinto de lo que ya conocemos?
Proyectemos lo siguiente: la
disuasión es un poder que no sabe, no puede y no quiere.
No sabe. Pocas veces hemos podido ver a
los políticos confesar tanto su ignorancia como durante estos días. Ha sido realmente
sorprendente escuchar salir de sus labios palabras como “no sabemos”. No
sabemos con qué nos enfrentamos, qué es este virus, si puede mutar, si es
posible una segunda oleada. Los poderes a los que estamos acostumbrados suelen
cubrirse de la justificación de un saber total: ideología, discurso
experto. Pero su nueva confesión de ignorancia no significa ninguna pérdida de
control, ni autoriza una distribución del poder distinta. Todos somos
ignorantes, pero unos menos que otros. Hay un saber, aunque sea de mínimos,
que es el único capaz de prevenir la catástrofe total. Una garantía precaria,
inestable, pero no queda otra. El poder disuasivo no impone certezas,
sino que gestiona la incertidumbre.
No puede. Tampoco estamos habituados a
escuchar a los políticos reconocer su impotencia. No podemos, no dominamos la
situación, somos incapaces de asegurar nada, estamos trabajando por ensayo y
error, sin planificación. Lo normal en ellos es exhibir la fuerza, prometer el
control. Pero el poder disuasivo más bien nos da a elegir entre dos
anarquías. Por un lado la anarquía inferior de la improvisación, el estado
de excepción variable, la gestión just in time. Y por otro la
anarquía superior de la catástrofe final, el colapso definitivo, la
aniquilación total. Estado débil, a la defensiva, pero que funciona y
gobierna así, presentándose como una “fortaleza asediada”, un frágil
equilibrio amenazado por un poder desconocido. El poder disuasivo no
postula un orden, sino que gestiona permanentemente el desorden (y no lo
oculta).
No quiere. Sin horizonte positivo ni
propuesta de paraíso, el poder disuasivo sólo nos ofrece una posibilidad de
supervivencia. No una vida mejor, sino vivir a secas. Ninguna solución
definitiva, sólo la contención del desastre, ganar tiempo. No alcanzar el Bien,
sino evitar el Mal. Ningún sueño, sólo impedir la pesadilla. La esperanza queda
borrada, lo posible es la catástrofe. Desaparece toda oferta seductora hacia el
deseo y sólo queda el miedo. El poder disuasivo no promete nada, sólo
exhibe la amenaza.
Nunca a favor, siempre en
contra. La disuasión es una política que se sitúa al borde del abismo. No
oculta la muerte sino que la sobreexpone, haciendo del peligro y su gestión el
secreto del destino mundial. Todo aquel que no colabore le hace el juego al
adversario. ¿El adversario, pero quién? ¡El virus, la catástrofe, el
apocalipsis!
Disuasión horizontal
Achille Mbembe ha escrito que
lo más característico de la pandemia es que “cada cual se ha vuelto un arma”.
Todos detentamos en nuestro cuerpo la potencia de matar. El poder soberano de
“hacer morir” se democratiza: cada uno somos ahora una pequeña bomba nuclear.
La disuasión se vuelve entonces también horizontal.
Sería el lado oscuro de
la interdependencia en la que se ha puesto tanto énfasis en los últimos
tiempos: como todos podemos darnos la muerte, debemos disuadirnos unos a otros,
vigilarnos y controlarnos, en la desconfianza de base, en la delación
generalizada, en la interiorización colectiva y militante de las normas
impuestas exteriormente.
El nuevo equilibrio del terror
nos hace a todos protagonistas y no sólo espectadores. Disuasión distribuida,
reticular, descentralizada, autogestionada. Una sociedad de sospechosos, con el
Estado en la cabeza de cada cual.
No sabemos quién está contaminado,
podría ser cualquiera. Aunque unos son más sospechosos que otros: los que no
pueden quedarse en casa, los que viven dependientes de un vínculo social
amplio, los que no tienen los hábitos necesarios de higiene, los pobres, los
migrantes, los otros. ¡No tocar, peligro de muerte!
Este sería el llamado “elemento
moral de la guerra”: la producción de subjetividades activamente obedientes, la
educación de la especie por y para la guerra.
Alternativas infernales
“Obediencia o fin del mundo” es
un caso extremo de lo que Isabelle Stengers llama las “alternativas
infernales”. ¿En qué consisten?
La alternativa infernal es un
tipo de descripción de la situación que sólo propone resignación o muerte, un
tipo de “realismo” que sólo plantea como opciones la sumisión o el desastre.
¿Cómo escapar? No se trata de
“criticar” la alternativa infernal como si fuese una mentira, una ilusión, una
manipulación. En el caso del virus, por ejemplo, denunciar una conspiración, la
fabricación de un problema, etc. No es así, la alternativa infernal es una
cuestión muy práctica que funciona concretamente, bloqueando toda alternativa,
cortando las conexiones, inhibiendo el pensamiento.
De la alternativa infernal sólo
puede salirse “por el medio”, a través de la apertura de “trayectos de
aprendizaje” donde nos hacemos capaces de pensar y sentir de otro modo, de
abrir e inventar una posibilidad inédita. Una descripción de la situación que
nos requiera, no como víctimas o espectadores paralizados por el terror, sino
como sujetos capaces de aprender algo nuevo y actuar. Inventar lo que era
inconcebible, maneras de escapar por la tangente de los chantajes que nos
convierten en rehenes. Como hicieron en su día, por ejemplo, los enfermos de
SIDA atrapados en la alternativa infernal entre un poder médico que los negaba
como sujetos y la muerte segura.
Una tangente entre
confinamiento vertical-policial o colapso de la sanidad pública, entre vuelta a
la normalidad o empobrecimiento general, entre paranoia o irresponsabilidad en
el cuidado, etc. Esas tangentes no son nunca simplemente críticas, sino
pragmáticas, experimentales, concretas, arriesgadas. Sí arriesgadas, porque no
hay que olvidar que los límites de la alternativa infernal están fijados en
nosotros por el terror.
El terror, como forma de
gobierno, está profundamente inscrito en la cultura occidental, según analiza
el pensador argentino León Rozitchner. En la primera inserción en el mundo de
la psique a través de amenaza de castración del Edipo, en la violencia
expropiadora que está siempre detrás de la economía capitalista, en la guerra
como recurso de la política cuando los de abajo desafían abiertamente el poder
(golpe de Estado)…
El terror penetra en los
cuerpos, rompe los vínculos, inhibe las pulsiones colectivas de resistencia,
nos disuade físicamente. Desplazar esos límites, librarse de
la marca del terror en nuestra carne y nuestro pensamiento, implica en primer
lugar un atravesamiento de la angustia, una reactivación del cuerpo singular y
colectivo. Hacer de la interdependencia una fuerza, de la incertidumbre una
potencia, del agujero un pasaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario