¿Tiene
sentido reivindicar la utopía? Más que nunca. En tiempos de
indigencia política en los que el progreso social corre el riesgo de
estancarse, e incluso de invertirse, y donde el pensamiento único
campa a sus anchas, es la única opción coherente.
La
utopía secularizada relata cómo los avances sociales se consiguen
únicamente mediante la protesta social y la movilización ciudadana,
a veces tras décadas o siglos de insistencia. El mundo no mejora por
sí solo.
Francisco Martorell. “Soñar de otro modo”.
Francisco Martorell. “Soñar de otro modo”.
Corren
malos tiempos para la utopía política, esto es, para la concepción
de modelos sociales que aspiren a construir un mundo más justo
reorganizando nuestras instituciones. La esperanza social se ha
reducido a un esqueleto de ilusión: son Google y las grandes
compañías las que nos prometen ahora la sociedad de la abundancia.
Mientras la utopía política desaparece, las distopías, creadas en
el periodo de entreguerras del siglo pasado, se adueñan de la
cultura entera. Moviéndose entre obras inquietantes y de alta
calidad a otras, la mayoría, dirigidas al disfrute sensacionalista
de las masas, el éxito de la distopía denota que la fe ilustrada en
un futuro mejor ha dado paso al miedo postmoderno a un futuro peor.
Da igual que nos fijemos en la ciencia ficción o en la filosofía,
en el activismo o en el arte: un estado de ánimo distópico
monopoliza el ambiente, extendiendo la pasividad y el derrotismo,
actitudes muy del gusto del establishment.
Francisco
Martorell Campos, doctor en Filosofía y miembro del grupo de
estudios Histopía, explica en Soñar de otro modo. Cómo
perdimos la utopía y de qué forma recuperarla (La
Caja Books, 2019) cómo llegamos a esta situación. Fue con el
nacimiento del neoliberalismo cuando se declaró de forma definitiva
la impertinencia del
pensamiento utópico y se propagó el dogma, apuntalado en 1989, de
que “no hay alternativa”. Desde entonces, todo queda en manos del
individuo, y buscar la transformación social de manera programática
se contempla como un objetivo absurdo, anticuado y peligroso.
Vivimos, se dice, en el mejor, o menos malo, de los mundos posibles.
El argumento de base es que la historia demuestra que siempre que las
utopías trataron de convertirse en realidad terminaron en tragedia.
Como antídoto, el neoliberalismo invita a fijar en las
“preferencias” y “esfuerzos” individuales el camino hacia la
felicidad. Eso implica, entre otras cosas, la progresiva degradación
de lo público y el auge simultáneo de lo privado, la sustitución
del nosotros por el yo y la reducción de la existencia a un juego
solitario atravesado por el riesgo y la incertidumbre.
Pese
al empeño neoliberal de blanquear el orden dominante, es fácil
descubrir trazos distópicos en sus dominios. La crisis de 2008 y su
multitud de secuelas perniciosas, el ascenso de la extrema derecha o
el desastre medioambiental prueban la necesidad de luchar por un
futuro distinto, libre de los males vigentes. Pero no actuamos en
consecuencia. De una forma u otra, hemos interiorizado la cosmovisión
neoliberal. Nos hemos acostumbrado a vivir en una distopía light y a
pensar distópicamente. O lo que es lo mismo, a contemplar con
resignación a las víctimas –parados, emigrantes, trabajadores
precarios, ancianos o niños desamparados- que genera. Lo máximo a
lo que ambicionamos es a rescatarlas, a impedir este o aquel
despropósito concreto (un desahucio, un vertido ilegal, etc.), a
defender los logros heredados.
Desutopizados por
completo, actuamos y meditamos a corto plazo, a pequeña escala y a
la defensiva, huérfanos de alternativas globales al sistema
imperante, sin iniciativa ni proyectos de transformación a largo
plazo. Al morder el anzuelo de que la utopía es necesariamente
tóxica, renunciamos a forjar el porvenir y olvidamos que, aunque
abrigó cuantiosos aspectos totalitarios durante la modernidad,
inspiró, de igual manera, los aspectos más edificantes del mundo en
el que vivimos. Pocos recuerdan que el sufragio universal fue en su
día una medida utópica, por no hablar de los derechos de la mujer.
Y menos aún los que se hacen cargo de que el programa tipo de las
formaciones socialdemócratas de los cincuenta y sesenta parecen hoy
revolucionarios.
Deseoso
de revertir la situación, Francisco Martorell propone una renovación
de la utopía política capaz de alejarla de cualquier forma de
autoritarismo y de reinstaurar el impulso utópico en la teoría y la
práctica transformadoras. Para ello, recorre la historia de la
utopía literaria, desde Tomas Moro hasta Kim Stanley Robinson,
pasando por H. G. Wells y Úrsula K. Le Guin. Este periplo, que
incorpora un recorrido análogo alrededor de la distopía, se
desarrolla en torno a tres áreas: la naturaleza, la historia y la
sociedad. Partiendo de las transformaciones recientes producidas en
cada una de ellas y desenmascarando los aspectos ideológicos de
fenómenos como el ecologismo, el transhumanismo, el
conservacionismo, la nostalgia sistémica, las políticas de la
memoria, las redes sociales y las políticas de la diferencia,
Martorell sugiere cómo debería desplegarse la utopía para
desprenderse de sus nocivos fetiches modernos (la naturaleza pura, la
historia dotada de sentido intrínseco, la sociedad
armónica-totalizada), para sortear las trampas postmodernas de lo
políticamente correcto y colmar las necesidades emancipatorias
actuales.
¿Tiene
sentido reivindicar la utopía? Más que nunca. En tiempos de
indigencia política en los que el progreso social corre el riesgo de
estancarse, e incluso de invertirse, y donde el pensamiento único
campa a sus anchas, es la única opción coherente. La propuesta de
Martorell de una utopía secularizada, que apueste por políticas
concretas como la renta básica o el reparto del trabajo, nos permite
recuperar cierta esperanza, no en el porvenir por sí solo, tal como
nos anuncian los tecnólogos, sino en la capacidad de imaginar,
planear y construir juntos un mañana mejor. Nos sacude la parálisis,
el victimismo y el entontecimiento letárgico procedente de la
sociedad actual, rendida a la distopía del “no hay alternativa”.
Nos
enseña, de paso, cómo renunciar a la utopía es el síntoma
principal de que el neoliberalismo nos ha derrotado, por muy
anti-neoliberales que nos guste exhibirnos…
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