INVENTAR EL FUTURO
Si queremos inventar
el futuro no debemos tener el objetivo de hacerlo
El modelo ChatGPTo3 de OpenAI, lanzado a finales de 2024, representa un salto cualitativo en el campo de la inteligencia artificial. Sus resultados en pruebas estandarizadas han superado a sus predecesores en áreas como matemáticas, programación y razonamiento avanzado.
Sorprendentemente, en
la prueba de razonamiento ArcAGI, que evalúa la capacidad de una inteligencia
artificial para resolver problemas complejos mediante razonamiento avanzado y
adaptativo al estilo humano, el
modelo alcanzó una puntuación superior al 85%, rebasando incluso el
promedio humano en esta métrica específica.
No obstante, la excelencia técnica del ChatGPTo3 no debe confundirse con un avance hacia la inteligencia artificial general (AGI). Este modelo sigue anclado en el ámbito de la inteligencia artificial estrecha (ANI), con capacidades específicas y limitaciones evidentes, como su incapacidad para modificar su estructura interna o almacenar información de forma duradera.
Si bien ChatGPTo3 demuestra que los sistemas actuales pueden
acercarse a habilidades humanas, aún está lejos de cumplir con los requisitos
de la AGI: la capacidad de aprendizaje autónomo, la adaptación flexible a
contextos completamente nuevos y la integración de múltiples dominios de
conocimiento.
De hecho, ni siquiera sabemos si estamos yendo en la
dirección correcta o no. Porque la única forma de inventar el futuro ambicioso
consiste en no tener ninguna
meta u objetivo ambicioso.
Lo que no es la innovación
La innovación no trata de imaginar un futuro e ir a por él.
No trata de imaginar robots futuristas, viajes espaciales o curas para
enfermedades. A veces sí, pero normalmente no. De hecho, ambicionar cosas muy
alejadas de nuestro horizonte acostumbra a socavar la propia búsqueda. Porque
la verdadera innovación trata de aprovechar los hallazgos fortuitos, las
serendipias, e ir construyendo hacia donde nos lleven esas innovaciones.
Es algo que también pasó con los hermanos Wright.
En Why
Greatness Cannot Be Planned, Kenneth Stanley y Joel Lehman explican que el primer motor no se inventó con
los aviones en mente, pero por supuesto los hermanos Wright necesitaban un
motor para construir una máquina voladora. También necesitaron que otra persona
inventara algo previamente: la bicicleta. Por su parte, la tecnología de
microondas no se inventó primero para hornos, sino que era parte de los tubos
de potencia del magnetrón que impulsan los radares. Solo cuando Percy Spencer notó por primera
vez que el magnetrón derretía una barra de chocolate en su bolsillo en 1946,
quedó claro que las microondas eran los peldaños hacia los hornos.
Estas historias de revelaciones tardías y descubrimientos
fortuitos exponen el peligro de los objetivos: si tu objetivo fuera inventar un
horno microondas, no estarías trabajando en radares. Si quisieras construir una
máquina voladora (como hicieron innumerables inventores fallidos a lo largo de
los años), no dedicarías las siguientes décadas a intentar inventar un motor.
Si fueras como Charles
Babbage, considerado el «padre de la informática» por
diseñar la máquina analítica, un precursor mecánico del ordenador moderno en la
década de 1820, y quisieras construir un ordenador, no dedicarías el resto de
tu vida a refinar la tecnología de los tubos de vacío.
Pero en todos estos casos, lo que nunca harías es exactamente lo que deberías haber hecho. La paradoja es que los peldaños clave de la innovación fueron perfeccionados solo por personas sin el objetivo final de construir microondas, aviones u ordenadores. La estructura del espacio de búsqueda (la gran sala de todas las cosas posibles) es sencillamente contraintuitiva. ¡Es tan mala que el objetivo puede distraerte de su propio camino!
Si piensas demasiado en ordenadores,
nunca pensarás en los tubos de vacío. Si piensas demasiado en las alas, nunca
pensarás en las bicicletas. El problema es que los objetivos ambiciosos suelen
ser engañosos. Ofrecen una falsa promesa de logro si los perseguimos con
determinación. Al final, a menudo debemos renunciar a ellos para tener la
oportunidad de alcanzarlos.
Esta paradoja no se limita a hechos técnicos o científicos. Se aplica, tanto hoy como siempre, a todo, desde los mayores desafíos de la sociedad hasta las ambiciones personales. Es probable que si planificamos un camino en función de nuestro objetivo, no vislumbremos los peldaños adecuados. Esta idea plantea algunas preguntas inquietantes relacionadas con la naturaleza complicada de los peldaños:
¿El aumento de las puntuaciones en los exámenes
realmente conduce al dominio de la materia? ¿La clave de la inteligencia artificial está realmente relacionada con la
inteligencia? ¿Aceptar un trabajo con un salario más alto realmente
nos acerca a ser millonarios? ¿Se curará el cáncer con la idea de alguien que
no es un investigador del cáncer? ¿Las mejoras en la tecnología de la
televisión nos están acercando a la televisión holográfica?
Las metas ambiciosas frustran las metas ambiciosas
Como hemos visto, el progreso y la innovación (incluso la
vida misma) rara vez transitan por senderos predecibles. No podemos trazar de
antemano las baldosas amarillas del futuro, y pretender hacerlo suele ser una
trampa que limita la creatividad. Por ello, las ideas verdaderamente ambiciosas
no deberían someterse al corsé de objetivos rígidos, pues estos encauzan la
exploración hacia rutas preestablecidas. En lugar de ello, deberíamos acoger la serendipia: avanzar un paso, aprender
del trayecto, y solo entonces decidir cuál será el próximo.
Ir trampeando, sobre la marcha, abierto a la novedad, al
hallazgo y, sobre todo, a la reformulación continua de metas.
El ejemplo del iPhone ilustra esta dinámica con claridad.
Su concepción original no pretendía revolucionar el mundo,
sino más bien perfeccionar tecnologías ya existentes. No obstante, al
materializarse, desató un torrente de posibilidades insospechadas:
aplicaciones, formas de conexión y usos inéditos que redefinieron la vida
moderna. Nadie anticipó el alcance transformador del iPhone, y nadie podría haberlo
diseñado desde el principio con escuadra y cartabón, del mismo modo que no se
previó el impacto de la bicicleta, la lavadora, la píldora anticonceptiva o la
imprenta. Cada una de estas innovaciones, en su contexto, fue disruptiva en una
magnitud que supera incluso muchas de las predicciones actuales sobre la
inteligencia artificial.
Aquí radica una paradoja: si alguien hubiera intentado
deliberadamente crear algo tan trascendental como el iPhone o la imprenta,
seguramente habría fracasado. Los objetivos fijos y las visiones preconcebidas
a menudo conducen a callejones sin salida, precisamente porque simplifican en
exceso la complejidad del futuro. Esta obsesión por imaginar lo que vendrá,
frecuentemente moldeada más por la literatura de ciencia ficción que por la
realidad, entorpece la espontaneidad del descubrimiento. Llegar al futuro exige menos una obsesión con
lo lejano y más una atención cuidadosa al mañana inmediato y al ayer.
No se trata, claro está, de caer en el cortoplacismo.
Pero incluso el largoplacismo solo resulta útil si mantenemos
la flexibilidad de ajustar el rumbo, replantear expectativas y redefinir metas
a cada paso. Los objetivos demasiado ambiciosos tienden a eclipsar esta
capacidad, cerrando puertas que no sabíamos que estaban allí. Soñar con
escenarios de ciencia ficción no es más fiable que consultar a un adivino con
una bola de cristal: es un ejercicio de azar disfrazado de prospectiva. La
verdadera revolución tecnológica rara vez se anuncia; simplemente irrumpe,
inesperada, cuando dejamos espacio para lo imprevisible.
Cambiar el mundo o dejar que el mundo se cambie por sí
solo
Deberíamos inquietarnos por la creciente brecha entre cómo
asumimos que opera el mundo y cómo lo hace en realidad. En la narrativa
convencional, alcanzar nuestros sueños requiere identificarlos con claridad y
perseguirlos con pasión y compromiso. Sin embargo, esta visión, tomada al pie
de la letra, conduce a paradojas y absurdos.
La inteligencia, por ejemplo, no se desarrolla en una placa
de Petri simplemente midiendo inteligencia. Construir un ordenador no es
cuestión exclusiva de determinación e intelecto; requiere los peldaños
intermedios, los insumos invisibles que sostienen el progreso. De igual manera,
uno no puede hacerse rico simplemente buscando salarios más altos: un aumento
hoy no garantiza prosperidad sostenida en el tiempo. En definitiva, hay metas
que parecen inalcanzables si se persiguen de manera directa.
No se trata aquí de declarar la imposibilidad de ciertos
objetivos: el verdadero motivo de reflexión es otro. Muchos de los logros más
extraordinarios de la humanidad ocurrieron sin que mediara un objetivo claro o
explícito. La inteligencia humana, por ejemplo, no fue el fin consciente de la
evolución, sino un subproducto inesperado de procesos ciegos y azarosos
impulsados por la selección natural. Este hecho sugiere que lo sublime y lo
asombroso suelen nacer en ausencia de una intención deliberada.
En última instancia, la brújula más precisa puede
conducirnos al extravío, mientras que una cierta forma de
ignorancia—misteriosa, inadvertida—puede resultar ser una fuente de poder
insospechado.
Según una antigua leyenda, Confucio y Lao
Tse se encontraron en un remoto lugar del Celeste Imperio y
dialogaron sobre sus filosofías. Confucio, más joven, explicó que su doctrina
se basaba en la justicia y el humanitarismo, entendidos como el amor
desinteresado hacia todos los seres y el gozo en todas las cosas. Lao Tse, por
su parte, cuestionó esa visión, argumentando que el amor universal era una
intromisión en el orden natural. Con metáforas sobre la naturaleza, defendió su
doctrina de la no acción, según la cual los seres prosperan en libertad, sin
necesidad de intervención: «Mira el cielo, el sol, la luna, las plantas y los
animales. No necesitan que nadie se interese por ellos, ni que los ame, ni que
los ordene. Buscar el humanitarismo y la justicia es como perseguir a golpes de
tambor a un fugitivo que siempre se escapa. El cisne no necesita lavarse cada
mañana para ser blanco, ni el cuervo teñirse para ser negro. Los peces fuera
del agua se asfixian tanto si los ayudas como si no. Lo que necesitan es la
profundidad del río, su libertad y sus sombras».
La leyenda ilustra dos maneras opuestas de entender la vida
y la sociedad: la organización meticulosa de Confucio frente a la fluidez y el
desapego de Lao Tse. En la mentalidad china, ambas visiones coexisten, como se
refleja en su historia moderna: el confucianismo pudo haber favorecido la
ascensión del comunismo, mientras que el taoísmo podría explicar su progresivo
desmantelamiento. Esta complementariedad, propia de la cultura china, invita a
apreciar ambas posturas sin necesidad de escoger entre ellas.
Tal vez deberíamos
ambicionar el cambiar el mundo, pero a la vez ambicionar no hacerlo. Por
el bien de todos.
Sergio Parra
https://yorokobu.es/inventar-el-futuro-2/?utm_campaign=twitter
No hay comentarios:
Publicar un comentario