LA PRUEBA DEL CIELO
El viaje de un neurocirujano a la vida después de la vida
Doctor Eben Alexander
Nuestro cerebro modela la realidad exterior cogiendo la
información que recibe a través de los sentidos y transformándola en un rico
tapiz digital. Pero nuestras percepciones son sólo un modelo, no la propia
realidad. Una ilusión.
Como es natural, ésta era también mi visión de las cosas.
Cuando estaba en la Facultad de Medicina, recuerdo haber asistido a debates
sobre la conciencia en los que se afirmaba que no es más que un programa informático
de gran complejidad.
Según estas argumentaciones, los aproximadamente 10.000 millones de neuronas que están constantemente activándose en nuestro cerebro son capaces de producir una vida entera de conciencia y recuerdo.
Para comprender cómo podría nuestro cerebro bloquear nuestro
acceso al conocimiento de los mundos superiores, antes tenemos que aceptar —al
menos como hipótesis de partida— que no es el cerebro el que produce la
conciencia. Que en realidad es algo así como una válvula de control o un filtro
que transforma la capacidad de percepción superior, no física, que poseemos, en
una capacidad más limitada mientras duran nuestras vidas mortales.
Desde el punto de vista terrenal, esto supone una gran
ventaja. Al igual que nuestros cerebros trabajan constantemente para filtrar el
bombardeo de información sensorial que llega hasta nosotros desde nuestro
entorno físico, y seleccionan el material que necesitamos para sobrevivir,
olvidar nuestras identidades ultraterrenas nos permite estar presentes «aquí y
ahora» de manera mucho más eficaz.
Del mismo modo que la vida normal contiene demasiada
información como para absorberla toda a la vez sin quedar paralizados, un
exceso de conciencia sobre los mundos que hay más allá de éste sería aún más
difícil de asimilar. Si supiésemos más de lo que sabemos sobre los reinos
espirituales, la vida que tenemos que llevar en la Tierra se tornaría un reto
aún más grande de lo que ya es (y con esto no pretendo decir que no debamos ser
conscientes de los mundos que hay más allá, sólo que una percepción excesiva de
su grandeza e inmensidad nos impediría actuar aquí en la Tierra).
Si hablamos sobre el propósito (y ahora creo que no hay nada
en el universo que no lo tenga), el hecho de tomar las decisiones correctas
frente al mal y la injusticia en la Tierra sería menos significativo si
recordáramos toda la belleza y la luz de lo que nos espera cuando salgamos de
aquí.
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Vi la Tierra como una mota azul pálido en la inmensa negrura
del espacio físico. Pude constatar que era un lugar en el que se entremezclaban
el bien y el mal, lo que constituía una de sus características únicas. Incluso
en la Tierra hay mucho más bien que mal, pero es un lugar en el que se permite
que el mal adquiera influencia de un modo que sería completamente impensable en
los niveles superiores de la existencia.
El hecho de que a veces triunfase era algo conocido y
permitido por el Creador, como necesaria consecuencia del libre albedrío que
había concedido a seres como nosotros.
Por todo el universo flotaban dispersas pequeñas partículas
de mal, pero la suma total de él era como un grano de arena en una playa
enorme, comparado con la bondad, la abundancia, la esperanza y el amor incondicional
de los que, en esencia, está el universo impregnado.
El auténtico tejido que conforma esa dimensión alternativa
está hecho de amor y aceptación y cualquier cosa que no posea estas cualidades
parece en aquellos reinos completamente fuera de lugar.
Pero el libre albedrío conlleva el riesgo de alejarse de
esta fuente de amor y aceptación. Somos seres libres; pero a nuestro alrededor,
el entorno conspira para hacernos sentir lo contrario. El libre albedrío es fundamental
para nuestra existencia en el reino terrenal: Una existencia que, descubriremos
algún día, sirve a un fin mucho más importante, el de permitir nuestro ascenso
en la dimensión alternativa, ajena al tiempo.
Nuestra vida aquí abajo puede parecer insignificante porque
es minúscula en relación con las otras vidas y con los otros mundos que pueblan
incontables los universos visibles e invisibles. Pero también es de una
importancia mayúscula, porque nos permite crecer hacia lo divino y ese crecimiento
es objeto de estrecha vigilancia por parte de los seres de los mundos
superiores, las almas y los orbes esplendentes (aquellos seres que vi
sobrevolarme en el Portal y que, según creo, constituyen el origen del concepto
cultural de los ángeles).
Nosotros —los seres espirituales que habitamos en nuestros
cuerpos y cerebros mortales y evolucionados, producto de la Tierra y de sus
exigencias— somos los que tomamos las auténticas decisiones. El auténtico pensamiento
no es obra del cerebro. Pero nos han acostumbrado de tal modo —en parte por el
propio cerebro— a asociar nuestro cerebro a lo que pensamos y a nuestra
identidad que hemos perdido la capacidad de comprender que, en todo momento,
somos algo mucho más grande que nuestros cerebros y cuerpos físicos (que a fin de
cuentas hacen —o deberían hacer— nuestra voluntad).
El verdadero pensamiento es algo anterior a lo físico. Es el
«pensamiento-anterior-al-pensamiento» responsable de todas las decisiones que
tomamos en el mundo. Un pensamiento que no es lineal, deductivo, sino que se mueve
veloz como el rayo y puede realizar y combinar conexiones a distintos niveles.
Comparado con esta inteligencia libre e interior, nuestro
raciocinio ordinario es irremisiblemente torpe y lento. El superior es el pensamiento
que remata la jugada, el que crea la idea científica inspirada o la hermosa
canción. El pensamiento subliminal que está siempre ahí, cuando realmente lo necesitamos,
pero en el que, por desgracia, hemos perdido la capacidad de creer y acceder
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Han tratado de convencernos de que la visión científica del
mundo está acercándose rápidamente a una teoría del todo en la que apenas
quedaría espacio para nuestra alma, para el Cielo ni para Dios.
Mi periplo por las profundas regiones del coma, más allá del
tosco reino de lo físico, me llevó hasta la esplendorosa morada del Creador
todopoderoso y me reveló el abismo indescriptiblemente dilatado que separa
nuestro humano conocimiento del asombroso reino de Dios.
Cualquiera de nosotros está más familiarizado con la conciencia
que con cualquier otra cosa y, sin embargo, sabemos más sobre el resto del universo
que sobre los mecanismos que rigen su funcionamiento. Está tan cerca de
nosotros que se encuentra casi fuera de nuestro alcance.
No hay nada en los fundamentos físicos del mundo material
(quarks, electrones, fotones, átomos, etc.), y más concretamente, en la
intrincada estructura del cerebro, que nos aporte la menor pista sobre el funcionamiento
de la conciencia.
De hecho, el indicio más sólido que existe sobre la realidad
del reino espiritual es el profundo misterio de nuestra existencia consciente.
Es una revelación mucho más misteriosa que todas las que nos han mostrado los físicos
o los expertos en neurociencias, cuyo fracaso ha dejado sumida en la oscuridad
la íntima relación que existe entre la conciencia y la mecánica cuántica, y a través
de ella, la realidad física.
Para estudiar de verdad el universo a un nivel profundo,
debemos reconocer el papel fundamental que desempeña la conciencia a la hora de
retratar la verdad.
Los descubrimientos de la mecánica cuántica asombraron a los
brillantes pioneros de este campo, muchos de los cuales (Heisenberg, Pauli, Bohr,
Schrödinger o Jeans, por nombrar sólo unos pocos) acabaron recurriendo a
visiones místicas del mundo en busca de respuestas.
Comprendieron que era imposible separar a quien realiza el
experimento del propio experimento y explicar la realidad prescindiendo de la
conciencia. Lo que yo descubrí en el más allá es la indescriptible inmensidad y
complejidad del universo, así como el hecho de que la conciencia es la base de
todo cuanto existe. Estaba tan completamente conectado a ella que muchas veces
no existía diferencia entre el «yo» y el mundo por el que me desplazaba.
Si tuviese que resumir todo esto, diría una serie de cosas.
En primer lugar: que el universo es mucho más grande de lo que puede parecer si
nos limitamos a examinar sus partes más visibles de manera inmediata (una
afirmación nada revolucionaria, en realidad, dado que ya la ciencia
convencional reconoce que el 96 por ciento del universo está compuesto de «materia
y energía oscuras». ¿Qué son estas entidades? Nadie lo sabe.
Pero lo que transformó mi experiencia en algo inusual fue la
pasmosa inmediatez con la que experimenté el papel esencial de la conciencia,
del espíritu. Cuando lo descubrí allí arriba, no fue en forma de teoría, sino
como un hecho, tan abrumador e inmediato como una bocanada de aire glacial en
la cara.
En segundo lugar: que todos —cada
uno de nosotros— estamos íntima e
inextricablemente conectados a ese universo mayor. Ése es nuestro verdadero
hogar y creer que lo único que importa es el mundo físico es como encerrarse en
un pequeño armario e imaginar que no existe nada más allá.
Y en tercer lugar: que el poder de la fe tiene una importancia
crucial para facilitar el triunfo de la mente sobre la materia. Cuando era
estudiante de Medicina, solía divertirme el sorprendente poder del efecto
placebo, el hecho de que en todos los estudios hubiese que superar el 30 por
ciento de eficacia atribuible a la fe del paciente en la medicina que se le
estaba administrando, aunque fuese una sustancia inocua.
Pero en lugar de aceptar el subyacente poder de la fe y su
capacidad de influir en nuestro estado de salud, la ciencia médica prefería ver
el vaso «medio vacío» y tomar el efecto placebo como un obstáculo para la
demostración de la eficacia de un tratamiento.
En el corazón mismo del enigma de la mecánica cuántica
reside la falsedad de nuestra idea de ubicación en el espacio y en el tiempo.
En realidad, el resto del universo —es decir, su inmensa mayoría— no
está separado de nosotros en el espacio. Sí, el espacio parece físico, pero ésta
es una visión limitada. Toda la altura y la longitud del universo físico no
significan nada en el reino espiritual del que ha brotado éste, el reino de la conciencia
(que algunos podrían definir como «la fuerza vital»).
Este otro universo, mucho mayor, no está «lejos», en modo
alguno. De hecho, está aquí, aquí mismo, donde yo escribo esta frase y allí
mismo, donde tú la lees. No está lejos desde el punto de vista físico.
Simplemente, existe en una frecuencia distinta. Está aquí mismo y ahora mismo,
pero no somos conscientes de ello porque estamos casi cerrados a las
frecuencias en las que se manifiesta.
Vivimos en las dimensiones familiares del espacio y el tiempo,
constreñidos por las peculiares limitaciones de nuestros órganos sensoriales y
por nuestro alineamiento perceptual con el espectro de los cuantos subatómicos
que se extienden por todo el universo. Y estas dimensiones, aunque contienen
muchas cosas, nos aíslan de otras, que contienen muchas más.
El universo no tiene principio ni fin y Dios está completamente
presente en todas sus partículas. Buena parte —la
mayoría, de hecho— de lo que la gente ha querido decir sobre Dios y
los mundos espirituales superiores tiene que ver con traerlos a nuestro nivel,
en lugar de elevar nuestras percepciones al suyo. Y con nuestras insuficientes
descripciones contaminamos su naturaleza reveladora y asombrosa.
Pero aunque no comenzó en un momento y nunca terminará, el
universo sí tiene «signos de puntuación», cuyo propósito es otorgar existencia
a las criaturas y permitir que participen de la gloria de Dios. El Big Bang que
creó nuestro universo es uno de estos «signos de puntuación» de la creación.
Pero Om lo ve todo desde fuera, con una mirada que engloba toda su creación, más
amplia incluso que aquella perspectiva de las dimensiones superiores que yo
conocí. Allí, ver era saber. No había distinción entre experimentar algo y comprenderlo.
Las palabras «estaba ciego pero ahora veo» cobran un nuevo
sentido al comprender lo ciegos que estamos en la Tierra a la naturaleza plena
del universo espiritual, sobre todo aquellos que, como yo antes, creen que la
materia es la esencia de la realidad y todo lo demás —el pensamiento,
la conciencia, las ideas, las emociones y el espíritu— es
fruto de ella.
Esta revelación me inspiró enormemente, porque me permitió
percibir las deslumbrantes cimas de comunión y comprensión que nos esperan
cuando dejamos atrás las limitaciones de nuestros cuerpos y cerebros físicos.
El sentido del humor. La ironía. Las emociones. Siempre había
pensado que los humanos desarrollábamos estas cualidades para sobrevivir a un
mundo doloroso y muchas veces injusto. Y así es. Pero además de consuelos, estas
cualidades representan momentos de lucidez —breves, fugaces como destellos,
pero esenciales— en los que reconocemos que, sean cuales sean
nuestros trabajos y pesares en este mundo, no pueden llegar a tocar a los seres
eternos, mucho más grandes, que somos en realidad.
La risa y la ironía son los medios que utiliza nuestro corazón
para recordarnos que no somos prisioneros en este mundo, sino viajeros de paso.
Otro aspecto de la buena nueva es que no hace falta estar a
punto de morir para vislumbrar lo que hay al otro lado del velo aunque sí es
necesario trabajar para conseguirlo.
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Eternea es una organización sin ánimo de lucro que he
fundado en colaboración con mi amigo y colega John Audette. Representa un
esfuerzo apasionado por servir al bien común y tratar de construir el mejor de
los futuros posibles para la Tierra y sus habitantes.
La misión de Eternea es impulsar programas científicos,
educativos y de aplicación práctica sobre experiencias espiritualmente
transformadoras y fomentar el estudio de la física de la conciencia y la relación
entre ésta y la realidad (es decir, entre la materia y la energía).
Es un esfuerzo concertado, no sólo para aplicar los conocimientos
obtenidos a través de las experiencias cercanas a la muerte, sino también para
ejercer como biblioteca de experiencias espirituales.
Si quieres avanzar en tu despertar espiritual o compartir tu
historia sobre alguna experiencia que te haya transformado desde el punto de
vista espiritual (o si lloras la pérdida de un ser querido o tú o algún
familiar afrontáis una enfermedad terminal), visita www.eternea.org .
Además, Eternea quiere servir como fuente de información útil
para aquellos científicos, académicos, teólogos y sacerdotes que tengan interés
por este campo de estudio.
EBEN ALEXANDER, doctor
en Medicina
Lynchburg, Virginia - 10
de julio de 2012
(Extractos del libro
La Prueba del Cielo)
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