¿APAGAN LOS RELATOS DISTÓPICOS LAS UTOPÍAS?
En los últimos tiempos nos abruma la proliferación de relatos distópicos que inundan las pantallas y las librerías de las ciudades. Aunque la narrativa distópica se hace relevante en el siglo XX (George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury y José Saramago), ha sido entrado el siglo XXI cuando este “género” se ha instalado definitivamente entre nosotros.Todos reconocemos series y películas de ficción recientes que reproducen un futuro deshumanizado y carente de esperanza: Black Mirror, Los juegos del hambre, Los 100, Humans, El cuento de la criada, Years & Years, El juego del calamar, etc.
El contrapunto utópico
Pero las expresiones distópicas se pueden entender mejor como fruto de una cierta deconstrucción de su opuesta, la utopía. Históricamente, el pensamiento utópico se ha relacionado con la imaginación de un escenario ideal en el que se dibujan aquellos deseos a los que aspiran los seres humanos, individual y colectivamente, para ser más felices o sentirse mejor.
Este concepto se puede rastrear desde las narrativas de las
primeras civilizaciones en Mesopotamia o Grecia –representadas por la
democracia en la República de Platón, por ejemplo–,
atravesando los relatos de los libros sagrados, hasta Tomas Moro. El
pensador inglés recrea en su libro la isla de Utopía, en la que sus habitantes
comparten los bienes y conviven de forma pacífica, fraterna y armoniosa.
Posteriormente, la profundización en el concepto de utopía
la asume el pensamiento socialista de finales del XIX, con autores como Charles
Fourier, Étienne Cabet y Robert Owen.
El historiador de la filosofía Antonio
Chazarra ha analizado la importante aportación que la obra de
Cabet El viaje a Icaria supone para la literatura utópica, con
su enumeración de propuestas encaminadas a crear comunidades de bienes,
vinculadas a la justicia y a la equidad, no solo de carácter político,
económico o social, sino también con implicaciones en el ámbito de la
educación.
En el siglo XX, el debate entre pragmáticos y utópicos se
visibiliza muy especialmente en la obra Apocalípticos
e integrados de Umberto Eco, que ahonda en la influencia que los
medios de comunicación tienen sobre la cultura de masas. Si aplicamos a la
tecnología la esencia de la discusión que formula Eco, estamos probablemente
abriendo la brecha que existe entre sus bondades y peligros. El enfrentamiento
dialéctico entre tecnofílicos y tecnofóbicos, entre ciberutopía y apocalipsis
tecnológico, se cuela en muchos de los debates sociales que surgieron hace
décadas y sostenemos en la actualidad.
Aunque el politólogo estadounidense Francis Fukuyama
pronosticó el final de la historia con la derrota del socialismo y la
victoria del capitalismo, el debate sigue en carne viva. Y la diatriba entre
distopías y utopías es una de sus ramificaciones más intensas. Las utopías
están encaminadas a enarbolar un modelo de sociedad en el que la equidad y la
búsqueda del bien común imperan para todos sus individuos.
Mientras, las distopías reflejan un futuro en el que han
triunfado el egoísmo, el interés particular y la dominación de unos sobre
otros. Son la estación final de un capitalismo cuyo propósito desemboca en
sociedades en las que el individualismo extremo se ha apoderado del paisaje a
través de la violencia, la tecnología y el poder.
En cierto sentido, las narrativas distópicas se pueden
convertir en un arma muy útil del capitalismo salvaje. En Los juegos
del hambre las clases más humildes están sometidas a través de la
pobreza, la violencia y unos juegos en los que las nuevas generaciones se ven
enfrentadas a luchas a vida o muerte para sobrevivir.
Cuando se desactiva la esperanza
Para desarrollar esa conclusión, habría que preguntarse si
la generalización de los relatos distópicos en nuestra cultura posmoderna y
mercantil diluye las luchas y desactiva la esperanza. Como señala el sociólogo
alemán Heinz Bude en su libro La
sociedad del miedo, el poder que han adquirido las emociones genera un
clima de inestabilidad que nos pone en guardia ante una posible crisis,
haciéndonos sentir consternados y provocando que perdamos la idea de utopía.
Las distopías nos hacen
imaginar un futuro, permiten canalizar el miedo y nos ponen en guardia.
Pero a la vez pueden atrofiar, o más bien, intimidar nuestro deseo de buscar
otras alternativas, modelos diferentes y más humanos. La contaminación
distópica promueve las teorías conspirativas y resulta demoledora para el
pensamiento crítico. Las distopías esparcen la sensación de miedo y de que no
hay un futuro mejor. En su último libro, Doppelganger,
Naomi Klein se refiere a la pandemia del covid-19 como el “multiplicador de
amenazas”.
En 2020, la escritora Layla Martínez publicó el ensayo Utopía no es una isla. En esta obra se
repasan algunos de los episodios históricos más relevantes que dan soporte
ideológico a la idea de “utopía”. Uno de los conceptos abordados para darle
forma es el de “futuro”. Éste ha sufrido un cierto desgaste en los últimos
tiempos, como consecuencia de un progreso que ya no controlamos, o que por lo
menos se presenta de forma incierta y no tan optimista. El realismo capitalista
nos sitúa en el presente y produce la cancelación del futuro. Para Martínez, la
cultura distópica acrecienta ese desasosiego y es conservadora: contribuye a la
parálisis colectiva y proclama que no hay alternativa.
Sin embargo, la autora recuerda que en el pasado hubo
también futuros oscuros que consiguieron superarse. Por ejemplo, tras la
resistencia en la reserva Standing Rock, los pueblos originarios en EE.UU. impidieron
la construcción de varios oleoductos y terminales de extracción de
carbón y petróleo. Martínez apostilla que la esperanza sobre el futuro es, en
sí misma, revolucionaria: debemos ser “ferozmente optimistas y a la vez
radicalmente pragmáticos”
Decía Eduardo Galeano en una de sus frases más
célebres: “La utopía está en el
horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre
diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para
caminar”.
Seguramente, si abandonamos la senda de la utopía y nos
dejamos llevar por el espíritu depresivo de las distopías que asoman
constantemente a nuestras pantallas habremos perdido la pulsión para seguir
manteniendo la esperanza. El futuro solo es mejor si nos creemos que puede
serlo. La utopía no sólo dibuja el horizonte, sino que nos permite iluminar el
camino por el que vamos transitando día a día.
https://theconversation.com/apagan-los-relatos-distopicos-nuestras-utopias-224907
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