DESENMASCARADOS
Llevamos dos años con la cara tapada. Aparte de incómoda, la
mascarilla es una alteración drástica de
nuestra imagen personal y nuestra forma de comunicarnos. Esconde nuestras
facciones y nos obliga a levantar la voz o redoblar los gestos. Tiene un efecto
ansiógeno, porque nos recuerda permanentemente que el prójimo es contagioso, y
porque genera un ambiente deshumanizado y lúgubre. Extiende un manto de
higienismo que esteriliza y deserotiza la sociedad. Es un luto prescrito por el Estado.
Al igual que muchas medidas sanitarias adoptadas contra la pandemia en España, la obligación de usar mascarilla se ha caracterizado por su falta de proporcionalidad. El “furor enmascarador”, como lo ha llamado el doctor Juan Gérvas, se ha impuesto en todos lados y a todas horas, desde las playas hasta los colegios.
Desde hace unas semanas se habla de retirar las mascarillas en las escuelas, pero
se insiste en hacerlo por cursos, en nombre de la precaución. ¿Por qué? ¿Acaso
no bastaría ver qué ha pasado en otros países donde los escolares jamás han
tenido que usar mascarilla en clase, como Dinamarca o Suecia? Quizá ya no haga
falta ir tan lejos, porque un estudio
catalán con 600.000 niños revela que las mascarillas en la escuela no
han comportado una menor incidencia de covid, por lo que concluye que ha sido
una intervención ineficaz. ¿A qué esperamos entonces?
La mascarilla se ha defendido como uno más de los
sacrificios que tendríamos que asumir para aplanar la curva y salvar vidas. Y
sin embargo, la epidemia ha seguido su curso impasible, con sus sucesivas olas,
picos y valles, sin diferencias notables con los territorios donde el uso de la
mascarilla fue mucho más racional e incluso donde no fue nunca obligatorio.
Pocos han llamado la atención sobre este dato obvio.
¿HA SIDO EN VANO?
En España, hubo epidemiólogos que advirtieron enseguida
que no
estaba demostrada la eficacia de las mascarillas para contener virus
respiratorios, por lo que no tenía sentido enmascarar a la población entera a
todas horas. Estos expertos argumentaban que sería más prudente emitir
recomendaciones flexibles que imponer una medida restrictiva de las libertades
personales. La OMS decía lo
mismo.
Ese consenso científico se desechó a raíz de sucesivas
revisiones y estudios biofísicos de laboratorio. Sin embargo, no hubo ensayos
comparativos en población real hasta más adelante, en concreto el estudio
danés Danmask-19,
que no detectó diferencias significativas entre el grupo de las mascarillas y
el grupo de control, cada uno compuesto por cerca de tres mil sujetos. Este
estudio, que contradecía la obsesión creciente con las mascarillas, fue
ninguneado. El otro
gran ensayo, realizado en Bangladés, sí apunta a una diferencia más
sustancial, por lo que cosechó, en cambio, grandes elogios.
El periodista Ian Miller acaba de publicar el libro Unmasked, en
el que analiza en detalle los datos de incidencia y mortalidad de distintos
territorios, relacionándolos con el uso de mascarillas. Estados Unidos ofrece
la oportunidad única de comparar territorios muy parecidos entre sí e incluso
colindantes, ya que las medidas sanitarias se toman a nivel local, por lo que no
vale rebatir los resultados alegando disparidades demográficas o climáticas,
como ocurre en Europa cuando se habla de los países nórdicos. Miller llega una
y otra vez a la misma conclusión: que las mascarillas no han influido de manera
significativa en la evolución de la epidemia. Destaca el caso de California y
de Los Ángeles, cuyas cifras son mucho peores que las de otros distritos donde
las mascarillas nunca fueron obligatorias. En el capítulo dedicado a Europa no
se dice nada de España, pero cualquiera puede hacer las comparaciones por su
cuenta, con datos públicos como los que recopila la web Our World in Data.
Es cierto que estas comparaciones tienden a ser simplistas,
porque el efecto de una medida puede verse ofuscado por el de las otras. Aun
así, los gobiernos se han servido de ellas reiteradamente a la hora de defender
sus actuaciones, por lo que es legítimo que los ciudadanos también las hagamos.
Y es que un gran sacrificio requiere de una gran justificación.
No es mi intención analizar a fondo la eficacia de la
mascarilla, pero no importa; basta con que haya dudas razonables. En todo caso,
conste que no pretendo negar la eficacia teórica de las mascarillas, es decir,
su capacidad filtrante, pero sí cuestionar el uso generalizado en
circunstancias reales. Todo apunta, de hecho, a que los expertos no se
equivocaban en la primavera de 2020: el uso
universal de la mascarilla no estaba justificado.
PRINCIPIOS Y PROTOCOLOS
Uno de los principios éticos que deben guiar las
intervenciones gubernativas contra las epidemias, tal como indica la OMS, es el
de utilidad; para determinar si una intervención es útil, los responsables
políticos deben fundamentar sus decisiones en los datos científicos sobre
beneficios y riesgos. Los datos sobre beneficios no eran suficientes; no lo
eran en 2020 y parece que siguen sin serlo ahora. Por lo que respecta a los
efectos negativos, estos han sido menospreciados; la mascarilla no es inocua,
es una medida gravosa y tiene consecuencias psíquicas importantes, sobre las
cuales han hablado, por ejemplo, la psicoterapeuta Susana
Volosín o el filósofo Franco
Berardi.
Otro de los principios es el de respeto por las personas. Aquí
cabe incluir la necesidad de tratar a
los ciudadanos como adultos, capaces de tomar decisiones respecto a su propia
salud y su bienestar. Es un principio
ligado a las nociones de dignidad y autonomía elementales en una sociedad que
se dice democrática. La mascarilla obligatoria en todos lados, así, sería
no sólo una medida desproporcionada y poco fundamentada, sino eminentemente
paternalista.
Paradójicamente, el paternalismo ha ido acompañado de un
vuelco de responsabilidades sobre la ciudadanía, fomentando el señalamiento y
la culpabilización. Los medios han sido cómplices de estas ideas, con su
alarmismo constante sobre fiestas ilegales, botellones, reuniones, etc.,
siempre con la coletilla del escándalo: «sin
mascarillas ni distancia de seguridad». Con toda franqueza, pretender que
un grupo de adolescentes —después de desafiar los controles policiales vigentes
durante el toque de queda— acabasen pasando la noche enmascarados y sin
rozarse, en escrupulosa obediencia de las normas sanitarias, era pura ilusión.
Contra este discurso de la culpa se ha manifestado la Sociedad
Española de Medicina de Familia y Comunitaria (SemFyC): “Contagiarse o contagiar un virus
respiratorio no es culpa de nadie. Si los casos suben, no es porque “nos
hayamos relajado” o porque “nos portemos mal”. Como se ha visto, la dinámica de
una epidemia es mucho más compleja y en ella influyen multitud de factores”.
Queda por comentar la cuestión del protocolo
higiénico. Al principio se hizo hincapié en que la mascarilla sólo era
eficaz en unas condiciones muy precisas: lavarse las manos a conciencia antes
de ponérsela y después de quitársela; ajustarla bien a la cara, de forma que
cubra toda la boca y toda la nariz; no tocarla ni bajársela en ningún caso, así
que nada de un traguito de agua o un cigarrillo; lavarla a diario o cambiarla
cada cuatro horas si es de tipo quirúrgico. Qué rápido se olvidó todo aquello.
En definitiva, sin
eficacia demostrada, hemos montado un verdadero teatro de la profilaxis,
con una fuerte carga simbólica de corrección cívica pero poco fundamento
científico. Este teatro se caracteriza por una
serie de ritos, algunos de los cuales rozan la humillación. Ocurre por
ejemplo en los restaurantes: debemos colocarnos la mascarilla para cruzar la
puerta, bajo el escrutinio atento del empleado de turno, pero nos la quitamos
luego en la mesa, donde pasaremos varias horas respirando el mismo aire que
nuestros comensales y los demás clientes; luego, de nuevo nos tenemos que
enmascarar, no sea que nos riñan, para recorrer unos metros hasta el baño o
salir a fumar.
Los rituales, además de ridículos, pueden ser dañinos: en
los gimnasios todavía hoy es obligatorio llevar la mascarilla bien ceñida
incluso en actividades aeróbicas, en
contra de lo que dice la OMS. Y aún peor, pueden ser innecesariamente
crueles: en octubre de 2021, leíamos un
reportaje sobre las mujeres a las que se obligaba a parir con la
mascarilla puesta, aún con una PCR negativa.
ES HORA DE QUITARSE LA MASCARA
Giorgio Agamben ha dicho que un país que decide renunciar a
su propio rostro es un país
que ha borrado de sí toda dimensión política.
Como ciudadanos
adultos y racionales, no es tolerable que nos traten como si fuésemos menores o
incompetentes, sometiéndonos a actitudes paternalistas y rituales
simbólicos. Si estos sacrificios no están avalados por unos datos sólidos, que
demuestren sin lugar a dudas que sirven para salvar vidas, su justificación se
desvanece y debemos exigir que se retiren ya mismo. En este sentido, la SemFyC
hacía un llamamiento a eliminar la mascarilla “cuanto antes” en el citado
editorial de enero, hace casi tres meses.
La obligación será levantada. Pero, por lo pronto, ya hay
quien vaticina que las mascarillas formarán parte de nuestra cotidianeidad, con
invocaciones espurias al civismo de los japoneses o a la ausencia de la gripe
en los últimos dos años. Además, por descontado habrá más pandemias.
Si nos hemos equivocado, reconozcámoslo; es así como
funciona la ciencia. Con miras a esos previsibles futuros, debemos exigir a las
autoridades que hagan un ejercicio de humildad, que depongan el triunfalismo y
que examinen con sinceridad el resultado de sus acciones, no sólo de las
mascarillas sino de todas las medidas coercitivas que se han adoptado en la
pandemia de covid.
Debemos exigir que no
vuelvan a cruzarse más líneas rojas de la ética en nombre de la precaución y
del valor supremo de la seguridad.
Es hora de desenmascararnos, en todos los sentidos.
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