PRODUCCIÓN DE AFECTOS Y VIDA INTELECTUAL
LA ALEGRÍA COMO SUBVERSIÓN
La coincidencia entre vocación y profesión es una aspiración
muy difícil de cumplir. Incluso se le llega a llamar “privilegio”. Por eso
llama tanto la atención, especialmente en la vida académica, el contraste de
quien alcanza esa situación con las pasiones tristes. Pero, ¿por qué se nos
vuelve tan rara la alegría?
La alegría es un elemento que tiende a brillar por su ausencia en los análisis y discusiones que solemos tener en torno a las profesiones culturales en general y al mundo académico o universitario en particular. Dicha ausencia refleja algo que hemos asumido con demasiada naturalidad: lo que hacemos no tiene que ver con la alegría, preocuparse por ella está fuera de lugar y hasta tiene algo de impertinente.
Si esto es así, ¿no habría de resultar extraño y digno de mayor reflexión el hecho de que cuando por fin una vocación se concreta en profesión la alegría nos resulte extemporánea y prevalezca la frustración? ¿No nos dice eso algo de cómo está organizada nuestra vida profesional? ¿No habla también de nuestra resignación a que “las cosas son así” y no pueden ser de otra manera?
En este artículo propongo que nos ocupemos de este asunto, en apariencia menor y de naturaleza estrictamente privada, y veamos por qué la alegría importa.Parto de una percepción que puede ser matizada por la
experiencia personal de cualquiera, pero que me parece suficientemente
compartida como para tomarla en serio y pensar sobre ella: la falta de alegría
en la vida intelectual y, más en concreto, en la vida académica. No quiero
decir que la alegría no exista, que no se pueda dar y de hecho se dé, sino que,
como indican investigaciones sobre el malestar y el deterioro de la salud
mental en este ámbito, y podemos ver en artículos como “Crisis de salud mental y laboral en la ciencia: las causas”,
empieza a convertirse en un fenómeno residual. Las causas son múltiples, pero
la precariedad y la hipercompetitividad están íntimamente relacionadas con la
vulnerabilidad, el temor y la incertidumbre ante cualquier cosa que pueda
ocurrir. Algo difícilmente compaginable con la alegría. Al cabo, alegría y
miedo, alegría y percepción de una debilidad especial y de duración indefinida,
tienen mala vecindad.
Si entendemos la alegría como una emoción que resulta de la
conciencia de un bien, esta será tanto más improbable cuanto peores sean las
condiciones no sólo para que acontezca, sino para que pueda darse esa
conciencia. La dimensión ética de la alegría tiene mucho que ver con la
ponderación de aquello que nos sucede. La sana alegría fortalece y acrecienta
el impulso de perseverar en la vida y también el deseo de hacer. Pero, tal y
como la etimología de contento nos recuerda, dicha alegría
se contiene, permanece en una escala de la que nos podemos hacer
cargo, o sea, donde nos podemos hacer responsables con sosiego (no con la
exhibición de una euforia exaltada y sin proporción ante la mirada ajena) de
nuestra propia satisfacción por lo conseguido.
En semejantes condiciones es cuando la alegría puede
compartirse, seguramente el grado más perfecto de alegría al que puede
aspirarse: que los demás acompañen mi alegría la incrementa también
cualitativamente, pues me beneficio tanto de su afecto como de su juicio, que
ratifica el valor positivo de ese bien. Dicho de otro modo: se alegran por mí
porque consideran que me ha ocurrido algo bueno, y eso significa un afecto
favorable hacia mí, de modo que mi propia alegría compone y se compone de la de
los otros. Mis cosas, mi bien, producen asimismo un beneficio en los demás que
incrementa un afecto recíproco. A todo esto es a lo que cabe llamar sana
alegría. Por el contrario, como veremos al hablar de melancolía, también nos
ocurre que hay bienes cuya ponderación no puede producir alegría en el prójimo
ni en nosotros mismos. Pero antes, para entender la importancia de esta
cuestión, demos algún paso atrás.
Vocación y tiempo
En principio, la profesión científica tiene un componente
vocacional muy poderoso. A su vez, la pasión por el conocimiento conlleva
también la satisfacción en la insatisfacción de un deseo que
se vuelve así inagotable, atendible e insaciable al mismo tiempo: hay goce en
su imposibilidad. Probablemente desde la infancia, la persona siente ya una
curiosidad o un interés por aprender que le proporciona deleite y bienestar,
además de una inquietud que la motiva a continuar estudiando. Desde luego, esto
no significa ni que la profesión intelectual se reduzca a vocación ni que la
alegría sea la pasión motora del conocimiento, pero creo que hay una potencia
transformadora en el reconocimiento del papel de ambas y de su relación. No se
trata únicamente, con ser esta importante, de la satisfacción propia o
sensación de plenitud interior de dedicarnos a lo nuestro o de
hacer lo que queremos.
La alegría que siento al cultivar una actividad, al
perfeccionarme en su dominio, al aprender acerca de ella y de mí con ella, es
índice íntimo de que estoy llamado a esa actividad y sirve para reconocer la
vocación. También para que otros ojos la reconozcan. La alegría es un afecto
que me comunica con los otros a partir de un bien que entonces ya no es sólo
cosa mía. En efecto, y siempre en principio, con respecto a la vocación me hago
un bien a mí mismo siguiéndola, y parte de la satisfacción que siento brota de
la conciencia de que su cumplimiento redunda asimismo en algún bien para otros.
Tal consonancia, producto de mi actividad, aumenta mi alegría y, con ello, mi
deseo de continuar cultivando esa vocación. Ahora bien, en un contexto de
productivismo competitivo, ¿podemos decir que es esto lo que caracteriza
nuestro día a día?
La alegría, la pasión concreta de la alegría, requiere sus
propias coordenadas, su contexto: la alegría pide tiempo. Una alegría sin
tiempo es poco más que una sensación placentera, el resultado agradable de un
automatismo que vendrá enseguida a ser sustituido por otro, pero de efectos tan
efímeros que no da lugar a un auténtico goce, a tomar conciencia de él y
hacernos cargo. Por el contrario, esta sensación cotidiana de no poder parar,
de no tener tiempo para disfrutar nada, produce cansancio, hastío e
indiferencia por el propio destino de nuestros actos: indiferentes porque, en
efecto, en un flujo constante y sin pausas, cada vez nos cuesta más distinguir
unas cosas y otras.
Decimos que la alegría reclama su tiempo, pero reclama
también su momento. Un aspecto de lo que conocemos como “sociedades del
rendimiento” es que los instantes de satisfacción se constriñen al
resultado (alcanzado o anticipado). De este modo, el goce, el disfrute, el
placer, el deseo, el bienestar, todo ese campo semántico relacionado con la
alegría, muestran una apariencia básica de expectativa y tendemos a marginar el
proceso para centrarnos en los frutos que arroje este una vez concluido. El
paradigma productivista en el que se insertan nuestras vocaciones y profesiones
nos conmina a extraer el máximo rendimiento posible. Cuando lo logramos y
obtenemos algún grado de reconocimiento por ello, eso nos produce satisfacción,
pero esta cada vez se halla más desligada de las mediaciones y de aquello que
hacemos para llegar a ese punto anhelado.
Así se explica nuestra aceptación de carreras y vidas
marcadas por ímprobos esfuerzos que, en algún momento, y la expresión es clave,
merecerán la pena. Sufro ahora (en un ahora que nadie sabe a ciencia cierta
cuánto puede durar, tal vez años) para alegrarme después (un después que, con
toda seguridad, no durará demasiado, pues la rueda nunca se detiene). En
definitiva, en estos esquemas de producción intensiva pero extendida y
competencia sin fin, la alegría es diferida. Entonces, ¿qué ocurre cuando
resulta que esa alegría, tanto tiempo diferida, llega demasiado tarde? ¿Cómo no
sentirla como algo ajeno al yo del presente? ¿Y qué ocurre cuando ni siquiera
llega?
Melancolía
El precio que demasiadas veces hay que pagar en cada peaje
profesional es tan alto que podría decirse que incluye la alegría. La
inocencia, la espontaneidad, la imaginación, el sentido de libertad intelectual
y de coherencia, la relación desacomplejada con el error, la confianza en los
demás, la ilusión, otras vidas posibles, todo esto, son suplementos que el
desarrollo curricular y el progreso en la escala jerárquica se llevan por
delante con demasiada facilidad. Cuando eso ocurre, aunque se consigan logros
importantes por los que se ha trabajado mucho y bien, de pronto advertimos que
la alegría no quiere brotar.
Melancólico es el estado en que notamos que la alegría es
algo que sólo les ocurre a otros, algo que podemos percibir, de lo que
constatamos su existencia, pero que no somos capaces de sentir ni nos
concierne. Podría decirse que, en realidad, lo que sentimos es justamente esa
incapacidad, que además la alegría ajena puede venir a recordarnos. En la
melancolía sentimos un agujero que lo ocupa todo, como si desalojara nuestra
capacidad de interesarnos por las cosas y nos vaciara de deseo. De ahí la indiferencia
ante las cosas, incluidas las propias, a excepción del propio vacío.
No en vano, la despersonalización de la propia experiencia
es una de las características de los estados melancólicos o depresivos. No me
puedo alegrar de esto bueno que me ha sucedido, porque ni siquiera siento que
me haya pasado verdaderamente a mí. Sé que me ha pasado, pero no lo siento. Una
etapa prolongada de sufrimiento no sólo ocasiona un cansancio que entumece la
sensibilidad, sino que, como mecanismo adaptativo de autopreservación, produce
también disociación y convierte más en espectador que en protagonista de la
propia peripecia. Cuando en teoría llega el momento de alegrarse, no es fácil
levantarse de la butaca.
Sigamos un poco más con esta metáfora del espectador de sí y
su relación con la melancolía. Mirar hacia atrás para hacer balance requiere
también haber llegado en ciertas condiciones y con la energía suficiente. De lo
contrario, sólo se puede mirar al suelo. Del mismo modo, echar cuentas de lo
que ha costado alcanzar algo nos pone en la tesitura de tener que reconsiderar
nuestras viejas decisiones y ver si, en efecto, valió o no valió la pena tanto
sufrimiento y sacrificio. Contemplar los puntos del propio currículum es de
alguna manera transitar con la memoria por todos esos hitos que ya no volverán:
algunos gozosos, otros un padecimiento, los hubo que sirvieron para algo y
otros para nada, o así lo experimentamos. Un currículum es, entre otras
definiciones posibles, un recuento de cosas que una vez creímos que merecía la
pena hacer, una suerte de registro de ilusiones, de proyectos que habrían de
reportar algún bien. Por lo mismo, un currículum es una lista de malas
decisiones, de esfuerzos que pudieron dirigirse en otra dirección, de una vida
que pudo vivirse de otro modo. No importa lo extenso que sea ni lo brillante,
el currículum, que es un resumen de lo más importante de nosotros mismos, nunca
podemos sentir que nos haga en verdad justicia, pues lo que más nos importa,
todo ese esfuerzo y sacrificio, todo aquello que se ha perdido, por su
naturaleza permanece oculto. Se exponen resultados, no procesos. Por eso, por
lo que tiene de reflexivo, de pliegue sobre sí, es difícil enfrentarse en serio
al propio currículum y no caer en la melancolía, por más que el objetivo sea
justamente el contrario: expandir una imagen lo más plena de uno mismo que dé
cuenta de una trayectoria de éxitos lo más lineal y previsible que pueda
proyectarse, pues prometemos que habrá de continuar en el futuro.
Final: por la sana alegría
Si bien es cierto que la crítica del presente pasa por el
análisis de las estructuras y condiciones materiales de la vida social,
requiere también interesarse por los modos en que se conforman y manifiestan
sus afectos. Más aún si tenemos en cuenta la producción de subjetividad como
uno de los rasgos distintivos del neoliberalismo. El (des)orden vigente es un
fabuloso promotor de las pasiones tristes, al punto que se llega a dar por
descontado que tales sean las emociones predominantes incluso en contextos en los
que se supone que la gente llegó allí orientada por la vocación y el deseo. Así
las cosas, cabe explorar la relación entre la pasión alegre y la subversión.
Incluso, en el límite, la alegría, además de expresar una voluntad de
resistencia, es un afecto subversivo.
Contrapunto y a menudo antesala de la melancolía, la euforia viene a ser hoy la alegría convertida en espectáculo según un paradigma en el que hasta las más íntimas satisfacciones deben capitalizarse con vistas al futuro. En cambio, la sana alegría implica celebrar el saberse afectados por las cosas que le ocurren al prójimo y la capacidad de considerarlas buenas, así como la disposición a que el prójimo pueda experimentar algún tipo de beneficio por las propias.
La sana alegría presupone un nicho común en el que las
relaciones basadas en un principio de igualdad son factibles. Por tanto, su
reivindicación no es un asunto de índole individual, sino político: es la
reivindicación por formas de vida (por formas de organizar socialmente la vida)
donde poder compartir la alegría con y por los otros a causa de un bien que
apreciamos favorable y justo, vale decir, que no acontece a costa de la
explotación del prójimo ni de uno mismo.
Javier López Alós Doctor en Filosofía
y escritor. Autor de El intelectual plebeyo. Vocación y resistencia del
pensar alegre (Taugenit, 2021)
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