LA VIDA PASA POR HABLAR DE LA MUERTE
Hay temas tabú. Y la muerte es uno de ellos. A veces se rechaza su abordaje en público por una especie de superstición: no hables de ella, a ver si la vas a llamar. Otras se teme herir a alguien que haya vivido o esté viviendo un duelo. En la mayoría de ocasiones, el motivo es más sencillo: no es un tema alegre. No es algo divertido ni cómodo, ni resulta nunca fácil de abordar.
No encaja en el negocio de la felicidad, en la convivencia con una sociedad donde se habla del éxito y se esconde el fracaso. Hablar de la muerte es recordar que hay un fin, que es inevitable y que puede ser inesperado. Pero, ¿qué tiene exactamente de malo tener presente que la vida acaba? ¿En qué momento un asunto tan natural como lo es la propia vida se relegó al ostracismo y al ámbito puramente individual? ¿Qué consecuencias tiene?
“Hasta el siglo
XVIII, en Europa, las personas estaban familiarizadas con la idea de su
propia muerte y era uno mismo quien organizaba una ceremonia pública donde los
familiares y amigos, incluido niñas y niños, se ponían alrededor de la cama del
moribundo”, señala la socióloga Laura Arnez Vargas en su trabajo Cómo socializamos la muerte y el duelo. Una comparativa entre
culturas: Bolivia y España. No hace falta irse tan lejos en el tiempo
—cuatro siglos— ni geográficamente —Bolivia— para ser consciente de la manera
en la que ha cambiado la socialización del duelo. “Aquí en Galiza, en los
pueblos, hasta hace no mucho se velaba a los cadáveres en las casas, eran
jornadas en las que todo el vecindario acudía a atender a las familias que
estaban en duelo”, introduce María Jesús Taboada, psicóloga especializada en
trauma.
Eso, dice, ayudaba a
digerir la muerte del ser querido: los rituales son los grandes facilitadores
del duelo. Aunque la individualización del duelo es un fenómeno que lleva años
dándose, la pandemia lo ha acusado de manera excepcional. Miles de familias han
visto negada la posibilidad de celebrar rituales, de despedirse de sus seres
queridos. Como Clara, cuyo abuelo murió en abril de 2020. No pudo ir a verlo al
hospital, ni visitarlo en su casa antes del ingreso, ni estar presente en su
incineración. No hubo velatorio ni funeral entonces. “Mi historia será la
historia de tanta otra gente”, reflexiona, en alusión a las muertes durante el
periodo más crítico de la pandemia.
Tabú vs mitos
Laura Campo Martín
tiene 23 años. Su madre murió el 29 de enero por un linfoma, un tipo de cáncer
en la sangre. Tenía 55 años y todo sucedió muy rápido: “Yo en Navidad estaba
comiendo tranquilamente con ella y de repente en un mes ya no está”. Para
Laura, la manera en la que está llevando su duelo tiene mucho que ver con la
forma en la que acompañó la muerte de su madre, que empezó a encontrarse muy
débil a finales de diciembre. En aquel momento los médicos no pensaron que
fuera nada grave hasta que, después de acudir en repetidas ocasiones a
urgencias y conseguir ingresarla en un hospital privado, la médica le comunicó
a Laura y su familia que su madre tenía una metástasis en el hígado y podría
fallecer en cualquier momento. Laura estuvo presente en todo el proceso.
Acompañó a su madre desde el momento en el que empezaron los síntomas hasta su
muerte, pasó largas jornadas en el hospital, la cuidaba y compartía su día a
día con ella “como si estuviéramos en casa”. “No quería que notara una mala
energía mía, quería que dentro de lo malo estuviera bien, que viera que estoy
ahí”. Tras un intento fallido de recurrir a la quimioterapia, las pulsaciones
de su madre cesaron mientras ella y su hermano recordaban anécdotas de su
infancia en la habitación del hospital.
Hay mil formas de
pasar el duelo, opina Laura. Y aunque ninguna es más válida que otra, el hecho
de no educar en la muerte dificulta los procesos: “Hay un tabú tan grande
sobre el sufrimiento que se hace complicado que la persona pueda pasar un duelo
lo menos tóxico posible, por decirlo de alguna manera, sobre todo si la muerte
toca cuando no tendría que tocar de manera natural”. Claudia Pradas, que
trabaja atendiendo la salud mental de jóvenes, recuerda que, cuando estudiaba
psicología, una profesora le contó que un duelo conlleva siempre un trauma, aun
cuando la muerte sea previsible o fuera sosegada. “Esa persona deja de existir
en este plano, y tu cerebro tiene que hacer un esfuerzo por ubicarla en uno
nuevo”. Para Pradas sí se habla de la muerte pero, de la misma forma que ocurre
con el suicidio, no se aborda con la suficiente profundidad ni sensibilidad.
Más que un tabú,
teoriza, existen mitos alrededor del duelo: “El mito de las fases, como si
fuera la Luna, como si fuera algo espontáneo que hace tu cerebro y ya está”,
ejemplifica. Según la teoría de las fases, toda persona que tiene un duelo
experimenta cinco cosas: negación, ira, negociación, depresión y
aceptación. “Eso tiene que frustrar mucho, puedes cuestionarte si estás
haciendo algo mal con tu duelo, cuando cada pérdida es única y hay un montón de
variables que interfieren hasta que consigues ubicar al ser querido en el nuevo
plano”, expone Pradas. La forma de sobrellevar el duelo depende de muchas
cosas: el tipo de muerte, la relación que se tenía en vida con la persona
fallecida, si ha habido despedida en vida o no, y las funciones que asumía en el
día a día ese ser querido.
Taboada alerta de la
importancia de la forma en la que se afronte el primer duelo por fallecimiento,
pues esta condicionará el resto de muertes que se vivan: “No asumir el cambio
de una forma adaptativa puede derivar en problemas de salud mental, siendo lo
más suave una depresión”. La tristeza no es siempre, en contra de lo que se
suele pensar, la única emoción ante una muerte. Tampoco la protagónica. A
veces, de hecho, el enfado, la incomprensión, la culpa e incluso el alivio son
los sentimientos principales. Cada duelo, repite Taboada, es diferente. Pero
para evitar el bloqueo y poder aceptar la pérdida, la psicóloga insiste en la
importancia de dos cosas: naturalizar la muerte y celebrar rituales.
Rituales negados
De su comparativa
entre la manera de socializar la muerte en la cultura española y la boliviana,
Arnez saca la conclusión que ninguna de ellas es idónea. En el contexto
español, la muerte ha quedado relegada al ámbito hospitalario, y socialmente
solo se acepta en caso de vejez o enfermedad. De hecho, Clara y su familia no
querían que su abuelo muriera en el hospital, querían que muriera en casa, en
su cama. Pero cada vez son menos los fallecimientos que no se producen en los
centros médicos en países europeos. Sin embargo, en Bolivia, según el trabajo
académico de la socióloga, es un proceso que se hace más público y resulta más
duradero a través de rituales repetidos, vestimentas y discursos; y resulta más
común que la muerte suceda en el hogar que en un hospital.
A juicio de Arnez,
el número de rituales debe estar condicionado a la forma en la que los
dolientes deseen llevar el fallecimiento del ser querido. De hecho, para Laura,
el velatorio y el entierro era casi un trámite obligado, pero no siente que sea
algo que a ella le sirviera. “Habrá gente a la que le venga bien, pero yo
después de estar una semana y media acompañando en el proceso a mi madre solo
quería empezar mi vida cuanto antes, llorar lo que tuviera que llorar y ser
consciente del vacío, pero no alargar el empezar el duelo”.
La percepción de los
rituales tiene un punto subjetivo y uno más social. A ello hacen alusión las
expertas cuando introducen el factor de la laicidad en la sociedad española: el
cambio generacional está trayendo una desvinculación de las creencias
religiosas, y con ello de los ritos que se han vinculado tradicionalmente a
estas. Pero más allá del principio religioso, la realidad es que los rituales,
sean del tipo que sean, favorecen la integración de la pérdida. Sin embargo, en la sociedad actual los rituales se han ido
acortando, simplificando e individualizando, pero no solo eso: el entorno
exige, consciente o inconscientemente, que pases tu duelo lo antes posible. La
muerte es vista como un castigo y el duelo es percibido casi como una
enfermedad. “Te van preguntando todos los días cómo te sientes, si ya estás
mejor, como si te hubieras puesto enfermo. Y no es una enfermedad, es un
sentimiento”, resume Arnez.
Este concepto de la
muerte explicaría el motivo de que se receten pastillas para sobrellevar el
duelo, una táctica desaconsejada por la Organización Mundial de la Salud porque
“bloquea el duelo”, explica Taboada. También se podría justificar por el
rechazo a la no funcionalidad del sistema capitalista: “Entra en el saco de la
sobremedicalización en salud mental; te mando una pastilla para que vuelvas a
ser productivo lo antes posible”, expone Pradas.
El Estatuto de los
Trabajadores establece el derecho para la población asalariada de dos días
libres por fallecimiento de un familiar. Para Clara, más que un tabú de la
muerte y el duelo, hay un tabú a mostrar tristeza. “Y también hay repartidores
de carnés de qué te puede poner triste y qué no te puede poner triste. Y
durante cuánto tiempo es aceptable que estés triste”, reflexiona. “Creo que,
involuntariamente, casi todas las personas emitimos un juicio de valor sobre
por qué es lícito ponerse triste y durante cuánto tiempo: un padre seis meses,
un abuelo tres meses, si muere tu perro ni siquiera te puedes sentir
triste. Hay un tabú a mostrar tristeza y espero que esto cambie, porque
también se está mal en la vida, lo que pasa es que para producir viene mal
estar mal”. Laura concuerda con la percepción de Clara, y pide igualmente que
no se juzgue un duelo: tan mal te miran por pasar “demasiado tiempo triste”
como por reír con tus amigos si acabas de sufrir una pérdida.
Educar en duelo
Tanto Clara como
Laura han sentido el apoyo de su círculo a la hora de acompañarles en el duelo,
pero no siempre es fácil hacerlo. Para Arnez, es habitual sentir como doliente
que tu entorno te presiona para que estés bien: “Si alguien de tu entorno ha
perdido a un ser querido, tú quieres ayudarle, pero a menudo no sabes qué
hacer. Lo primero que se te viene a la cabeza es distraer a esa persona, y la intención
es buena, pero es que es imposible; por negar la muerte, o evitar hablar de
ella, no va a desaparecer”.
Esta es la premisa
de la que parten las expertas cuando abordan la necesidad de educar en la
muerte desde las etapas más tempranas. “Si no se incluye la muerte en
educación, no se está educando para la vida”, sentenció en 2008 la experta en
didáctica Mar Cortina. En el contexto de pandemia, y mientras hacía prácticas
para finalizar su formación como futura maestra infantil, Andrea Loureiro se dio
cuenta de que en la escuela no existía ningún protocolo para abordar la muerte
en clase. Y si a un adulto le resulta difícil abordar y digerir la muerte,
¿cómo sería en el caso de un infante?
Percibió que el
personal docente no había recibido ningún tipo de formación en duelo, y el
currículo educativo no contempla nada parecido al abordaje en muerte dentro de
las aulas. Decidió hacer su Trabajo de Fin de Grado sobre eso: una revisión de
literatura y una propuesta práctica para aplicar en su escuela —pero adaptable
a otros centros— con la que abordar el duelo en los primeros cursos de
infantil. Realizó encuestas a profesores y familiares del alumnado: en este
segundo grupo, la inmensa mayoría reconoció que evitaba hablar de la muerte a
sus criaturas a no ser que fuera totalmente imprescindible.
Para las expertas en
salud mental, es una estrategia perfectamente comprensible pero errónea. “La
idea es ‘hacer que los niños no se enteren’, pero los niños se enteran
absolutamente de todo”, defiende Taboada. Una criatura, explica, es como una
caja de resonancia: “La vinculación es como la melodía que se genera entre la
mamá o el cuidador principal y la criatura. Esa melodía puede estar afinada,
puede estar desafinada o puede tener cortes”, metaforiza la profesional. “Vivimos
con el miedo a que el niño sufra, pero realmente es más el sufrimiento de los
progenitores de tener que admitir la pérdida, de tener que digerir su duelo y
el de sus hijos”.
Loureiro explica: el
ser humano nace sin miedo a la muerte, lo va adquiriendo conforme pasa el
tiempo, por eso es importante ser consciente de que la muerte existe, de que
nadie está a salvo, pero que eso no debe impedir vivir. “En edades tan
tempranas, los niños y niñas tienen una serie de características que les impide
adquirir ciertos conocimientos que tiene un adulto. Por ejemplo, no comprenden
el principio de irreversibilidad, no son capaces de entender que la muerte no
sea algo temporal”. Las criaturas, defiende la joven maestra, tienen derecho a
entender lo que pasa en tu entorno.
Por eso, desde la
sensibilidad y con las herramientas, discursos y materiales acordes a su
desarrollo, se les debe explicar la muerte. “Es una etapa crítica en el
aprendizaje, por eso hay que evitar la construcción del discurso a través de la
fantasía”, expone Pradas. Loureiro lo detalla: “Si le decimos que su abuelo se
va a ir al cielo, el niño lo que va a pensar es que el abuelo está volando y
que va a volver. Si le decimos que está en un lugar mejor, se va a plantear
dónde se está mejor que en casa. También hay que hacerles entender que no todas
las personas enfermas mueren. Partimos de la premisa de que hay que contarles
siempre la verdad, con unos recursos pedagógicos acordes a su edad, pero la
verdad”. Y no hay que evitar la palabra muerte, por mucho que cueste
pronunciarla, añade Taboada.
Para Arnez, la falta
de educación en muerte durante la infancia es uno de los motivos que explican
la transformación social de los duelos, su pérdida de colectivización. “Si
desde pequeño no has vivido ningún tipo de duelo, y tampoco te han querido
explicar la muerte porque se ve como algo negativo, como algo traumatizante e
incómodo, no vas a saber cómo abordar el tema”. La socióloga habla de una
especie de “censura social” —“a excepción de los eventos institucionalizados
como el 1 de noviembre”— que se traduce en que en el momento de adolescencia o
preadolescencia, cuando suele tocar afrontar los primeros duelos, no sepas muy
bien qué sentir ante un fallecimiento. “No te lo han explicado en casa ni en el
colegio, solo lo has visto en productos audiovisuales, en videojuegos; y no se
asemejan a la realidad”. “La despedida con mi madre en el hospital no tuvo nada
que ver con el rollo del discurso superprofundo que sale en las películas. Tú
estás ahí y a tu cerebro le está costando asimilar eso”, cuenta Laura.
Los pasos que vienen
después tampoco salen en las películas: llamar a la funeraria, abrir los
nichos, incinerar el cuerpo, pedir la partida de defunción, preparar la placa,
buscar el documento de últimas voluntades, recoger el hogar de la persona
fallecida. Las personas a las que entrevistó Laura Arnoz para su trabajo
académico subrayaron lo frívolo de los tanatorios: “Me dijeron que era como
tener un menú y ver el precio, llegar a la conclusión de que morir también sale
caro”. Por eso, para la socióloga hablar de la muerte es también “una especie
de forma de prevención, de planificar cómo hay que actuar, qué voy a sentir, a
qué problemas me voy a enfrentar”.
Después de un largo
proceso sin poder hacer un ritual colectivo a su abuelo, la familia de Clara
por fin pudo abrir el nicho, casi dos años después, para depositar las cenizas
de su abuelo. Ella quiso informarse del procedimiento, pagar las tasas de
inhumación y encargar la placa conmemorativa que colocarán en el cementerio:
“Me hace muy feliz poder encargarme de estas cosas porque me conecta con que mi
abuelo se murió, con que le echo de menos y que le he querido”.
La única certeza
Todas las personas
que han participado en este reportaje coinciden en una cosa: vivir de cerca una
muerte ayuda a ser más consciente de la vida. Que la muerte existe y es
ineludible es una de las pocas certezas que tenemos, pero le damos la espalda.
“Como si todo el mundo tuviera que ser feliz todo el rato, y eso no es verdad.
En la vida hay un cierto grado de sufrimiento, y el sufrimiento tiene también
un potencial; del sufrimiento salen cosas buenas también”
Taboada utiliza una
metáfora: transitamos, vamos caminando todos los días hacia la muerte, no
sabemos cuándo va a llegar pero sabemos que va a hacerlo. El problema, dice, es
cuando vivimos como si no fuéramos a morir, algo que no permite tampoco vivir
el momento presente. También con recorridos, y reafirmando el discurso de la
psicóloga, ejemplifica Laura su experiencia: “Me he dado cuenta que hay un
montón de gente que sigue aquí en el camino de la vida, que me ayuda y me
quiere, aunque a mi madre le haya tocado bajarse del tren ahora”.
“Cada vez hay
más personajes públicos que cuentan sus vivencias, y creo que eso puede
servir a mucha gente a sentirse menos sola, más comprendida, darte cuenta que
no te está pasando solo a ti”
https://www.elsaltodiario.com/salud-mental/la-vida-pasa-por-hablar-de-la-muerte
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