LAS CBDC: Armas de destrucción masiva de derechos y libertades
El nacimiento o el descubrimiento de la energía nuclear, o sea, la generación artificial de energía eléctrica, térmica y mecánica a partir de reacciones atómicas controladas supuso un gran avance en la evolución tecnológica y ha contribuido a la expansión industrial y económica de gran parte de las sociedades desarrolladas tras la Segunda Guerra Mundial.
Ahora bien, como ha
sucedido a lo largo de la Historia, grandes logros científicos y tecnológicos,
a pesar de su contribución al progreso humano y de ser objetivamente deseables,
también han propiciado desarrollos o usos perniciosos, frecuentemente,
contrarios a sus nobles fines iniciales.
En el caso de la física nuclear, el impulso de su investigación y desarrollo se debe, en gran medida, a la carrera armamentística en los albores y durante el gran conflicto bélico, llevando al desastre de su utilización como arma de destrucción masiva. Precisamente, estas vinculaciones y objetivos indeseados dieron lugar a notables controversias éticas.
Recordemos, por ejemplo, la polémica entre Niels Bohr y su discípulo Werner Heisenberg sobre la participación de este último en el Proyecto Uranio de la Alemania Nazi, magníficamente retratada en la serie noruega “Operación Telemark”, o las advertencias de varios científicos, entre ellos Einstein, sobre el posible empleo de la energía nuclear para fines bélicos y su potencial destructor.Lo cierto es que el
desarrollo de la energía nuclear, aparte de sus beneficiosos usos civiles, ha
traído consigo uno de los más terribles engendros técnicos, la bomba atómica,
un engendro que ha alterado y condicionado las relaciones políticas, económicas
y sociales desde los estallidos de Hiroshima y Nagasaki. Tristemente, en la
actualidad, gran parte de los objetivos y retos no pasan tanto por ampliar el
conocimiento y extender sus usos civiles, sino, precisamente, en controlar y
garantizar su adecuada utilización. Nosotros mismos hemos creado nuestra
principal amenaza.
Pues bien, a las
criptomonedas les está sucediendo algo parecido.
Con ocasión de la
crisis financiera y económica del año 2007, surgió Bitcoin. Basándose en
ciertas ideas de política monetaria y financiera inspirados en la Escuela
Austríaca y revestidos de nobles ideales libertarios (Rand, Rothbard, etc.), la
criptomoneda pretende establecer un nuevo sistema financiero, independiente de
instituciones de control y supervisión (que habían demostrado una clara
ineficacia y una evidente corrupción), basado en el libre intercambio directo
entre personas.
La tecnología actual
permite la interacción directa entre personas de cualquier parte del mundo. En
estas, Bitcoin surgió como solución tecnológica para facilitar las
transacciones financieras entre personas (peer-to-peer), creando una red
colectiva, abierta y totalmente descentralizada, sin que nadie pueda controlar
y alterar el uso de la criptomoneda.
Bitcoin y la gran
mayoría de las criptomonedas (de red descentralizada) buscan convertirse en el
dinero del Siglo XXI, en el sentido estricto, restituyendo la soberanía
financiera en los individuos. El teórico y aparente anonimato de la red (el uso
de claves criptográficas) son la garantía de que cada usuario de la red pueda
utilizar sus recursos en libertad, manteniendo sus reservas de valor alejadas
de las decisiones de unos órganos de supervisión e instituciones financieras de
dudosa credibilidad y con opacos intereses.
En un primer
momento, la respuesta de los Estados, esas bandas de depredadores económicos y
gestores de los distintos monopolios de la coacción, ha sido sembrar dudas
sobre el origen y usos de las criptomonedas, arguyendo que, en Bitcoin y gran
parte de las criptomonedas, se refugian los peores personajes de nuestras
sociedades.
Es innegable que, en
los primeros años, algunos de los pioneros en las redes de Bitcoin, pertenecían
a ese extracto social (por ejemplo, los usuarios del portal Silk Road), de la
misma forma que aún hoy existirán siniestros personajes en la red y como
titulares de criptomonedas. Ahora bien, nada nuevo o muy diferente al perfil de
los usuarios de billetes y monedas físicas o los titulares de cuentas
bancarias. Sin embargo, esta circunstancia es normal o lógica; son los más
adversos al riesgo, los más necesitados o los más próximos, los que están más
predispuestos a utilizar las novedades tecnológicas (los early
adopters).
No obstante, pese a
los miedos e infundios vertidos, Bitcoin y las criptomonedas, no sólo han sobrevivido,
sino que se han reforzado y consolidado, como lo demuestra su actual expansión,
su popularidad y la multiplicación de redes e iniciativas.
A las criptomonedas
(basadas en redes descentralizadas), como al dinero efectivo, les sucede que
confieren a sus titulares una libertad de movimientos, circulación,
disposición, acumulación, etc. que a los Estados les pone nerviosos. Eso de
tener ciudadanos libres que puedan hacer cosas e interactuar sin estar
sometidos a la férrea disciplina de las ordenanzas estatales y administrativas
es algo que genera noches oscuras de insomnio a sus gobernantes.
Pues bien, a la
vista de que los mensajes y propaganda sembrando dudas sobre las criptomonedas
apenas ha calado en la ciudadanía, de forma sutil, los Estados han optado por
“aliarse” y adoptar la tecnología para su propio beneficio subvirtiendo los
fines originarios de las mismas. Es aquí donde surgen los actuales proyectos e
iniciativas de desarrollo para la sustitución del dinero efectivo y electrónico
de curso legal por monedas fiduciarias digitales, las conocidas como CBDC (Central
Bank Digital Currency).
El hito definitivo
para este cambio de perspectiva se produjo a raíz de la presentación del
proyecto Libra por parte de Facebook y un consorcio de empresas (entre otras,
Visa, Paypal o Mastercard), una especie de criptomoneda vinculada a una reserva
monetaria (stablecoin) que, gracias a su baja volatilidad, sea propicia
para su uso como medio de pago generalizado.
Aunque parece que el
proyecto Libra ha quedado varado definitivamente, lo cierto es que generó tal
revuelo en el sistema monetario y financiero, que muchos Estados y
organizaciones políticas internacionales (en especial, la Unión Europea)
comprendieron que no podían seguir enterrando la cabeza en la arena y debían
afrontar los retos de las criptomonedas. Es más, Libra les abrió los ojos para
implementar sus propias stablecoins, las CBDC, y un mundo de
oportunidades abierto.
En la actualidad, no
sólo China y su inminente yuan digital, sino que países democráticos como
Suecia y su e-krona, el Banco de Inglaterra o el Banco Central de
Israel tienen trabajos avanzados, obligando al Banco Central Europeo (BCE) y la
Reserva Federal estadounidense a acelerar en su desarrollo e implantación.
La principal diferencia
de las CBDC respecto de Bitcoin y otras criptomonedas descentralizadas es,
precisamente, que las redes y, por tanto, el libro mayor de registro de
transacciones, están centralizadas y son controladas directamente por una
institución oficial (Banco Central).
Por supuesto que hay
distintas variantes y combinaciones (acceso universal o restringido, cuentas
anónimas o identificadas, cuentas remuneradas o no, etc.), sin embargo, las
iniciativas oficiales parece que optan, mayoritariamente, por establecer CBDC
que, aunque parcialmente abiertas o universales, no admiten el anonimato y
exigen una identificación completa de los usuarios de la red.
Así pues, si, como
pretenden, las CBDC reemplazan y sustituyen el efectivo metálico, así como las
cuentas bancarias tradicionales, los Estados conseguirán implantar la
herramienta perfecta para el control y monitorización de su población:
conocerán los recursos financieros de que disponen sus ciudadanos (o, mejor
dicho, súbditos), sabrán dónde y cuándo consumen, qué compran, con quién
transaccionan y en qué momentos, etc. Más aún, en la medida que tengan a su
disposición, en todo momento, el registro de las criptomonedas del conjunto de
la población, directamente, podrían restringir y limitar operaciones y
transacciones, cobrar los tributos, recargos y sanciones, aplicar tasas y
precios públicos, controlar remuneraciones, etc.
Por supuesto, ya os
anticipo que este control exhaustivo y total se justificará apelando al mantra
recurrente de combatir y prevenir el fraude fiscal y el blanqueo de capitales,
así como perseguir la delincuencia y evitar la comisión de delitos. Todos ellos
fines loables y justificados. Ahora bien, ¿a qué precio?
Ya anticipo que
aparecerán los tontos útiles de siempre que predicarán que, si no tenemos nada
de ocultar, nada debemos temer, que deberíamos confiar en la bondad de los
Estados (per se) y en las presuntas regulaciones garantistas, como si la
Historia no nos hubiese demostrado con creces que los gobernantes (sea del
color que sea) siempre tienden a la expansión de su poder, a utilizar todos los
medios a su alcance para ejercer su dominio y su perpetuación, a la corrupción
y al saqueo de recursos ajenos.
A día de hoy, la
mejor garantía de que las CBDC no acaben convirtiéndose en nuestra propia soga
es conseguir alcanzar un ecosistema de criptomonedas descentralizadas y libres,
con una amplia variedad de proyectos y desarrollos competitivos, que permitan
garantizar espacios financieros y monetarios de libertad.
Las CBDC son el reverso más oscuro y siniestro de las
criptomonedas originarias. Mientras
que Bitcoin (y otras criptomonedas descentralizadas) nacieron como un anhelo de
libertad y con el objetivo de restablecer y reforzar la soberanía de los
individuos frente los Estados e instituciones oficiales, las CBDC pueden
convertirse en un arma de destrucción masiva de derechos y libertades
ciudadanas.
*** Emilio
Pérez Pombo. Economista y Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología.
https://disidentia.com/las-cbdc-armas-de-destruccion-masiva-de-derechos-y-libertades-civiles/
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