POST-PLAST. El súbito e inesperado final de la era del plástico
Aunque no se sabría hasta bastante tiempo después, todo comenzó en el vertedero de Pilsworth South en Manchester durante la ola de calor del mes de mayo de aquel mismo año. La primera generación de esporas del hongo comenzó a extenderse por el distrito de Bury, y transportada tanto por los vehículos que salían de la zona como por el viento y en una semana había alcanzado ya todo el área del Gran Manchester. Las primeras imágenes mostradas por la TV local mostraban manchas amarillentas de origen desconocido que, siempre en forma de círculos de diversos tamaños, habían aparecido sobre todo tipo de superficies plásticas, en la ropa de los transeúntes, en la pintura de las casas, en el mobiliario urbano, y en el exterior de coches y autobuses.
En seguida se comprobó que sólo afectaba a los objetos elaborados con algún compuesto orgánico sintético, y tras los primeros análisis se descartó algún posible defecto de fabricación en los polímeros o un deterioro térmico de los mismos debido a las inusitadas temperaturas de aquel verano. Las pruebas biológicas fueron concluyentes: sobre los plásticos se estaba instalando un hongo de tipo filamentoso hasta entonces desconocido, que se bautizó con el nombre de Aspergillus staudingeris.
Durante los primeros días, y mientras el hongo seguía
extendiéndose a un ritmo exponencial por otras zonas de Gran Bretaña, la
preocupación se limitaba al aspecto estético y, como mucho, al temor ante las
posibles pérdidas de propiedades que pudiesen experimentar los plásticos
atacados por el moho. Si eso sucedía, afirmaban algunos ingenieros, podría
llegar a causar algún accidente, sobre todo por los elementos plásticos
omnipresentes en los vehículos a motor, coches, autobuses, motos, camiones…,
puesto que en algunos de los más modernos llegaban a constituir hasta el 20% de
su peso, comenzando por el contenido de poliéster de los neumáticos, uno de los
materiales atacados por el nuevo Aspergillus. Estas eran todas las
preocupaciones… hasta que los primeros plásticos que habían sido colonizados se
comenzaron literalmente a deshacer.
Tras las fases iniciales de germinación de las esporas y de
extensión de las hifas, el hongo comenzaba a liberar enzimas específicas al
sustrato polimérico concreto sobre el que asentaba y que descomponían las
cadenas de hidrocarburos para alimentarlo con el carbono que contenían, un
proceso que se realizaba a una velocidad que sorprendió incluso a los
especialistas en micología. Entre 13 y 20 días después de comenzar su ataque,
dependiendo de la temperatura y de la humedad ambiental, los hongos reducían
cualquier elemento plástico a una masa gelatinosa y pegajosa, cuyo color
variaba en función de los aditivos y el tipo de polímero, y cuyo olor era
invariablemente insoportable.
La biología ya tenía en aquella época identificados algunos
hongos que era capaces de descomponer determinados tipos de plástico, como
el Aspergillus tubingensis o el Pestalotiopsis
microspora, pero no se conocía ninguno que fuese capaz de hacerlo con
cualquier clase de plástico, ni a esa velocidad y con semejante capacidad de
reproducción. Cuando se había descubierto que algunos hongos podían degradar el
plástico rompiendo sus moléculas, la comunidad científica se había alegrado,
así como los gobiernos y el movimiento ecologista, porque creyeron que podría
contribuir a eliminar los residuos considerados hasta entonces no
biodegradables.
La sorpresa fue descubrir que el reino Fungi no sabía
diferenciar entre lo que los humanos consideraban desecho y lo
que suponía un elemento útil: para los hongos todo constituía una
nueva fuente riquísima en carbono, y su misión biosférica era descomponerlo
para reintegrar ese elemento básico para la vida al ciclo natural. En cuanto al
origen de aquella nueva especie de hongo no pudo ser determinado, pero algunas
investigaciones apuntaban a la posibilidad de que hubiera llegado al vertedero
de Manchester procedente de un área deforestada del Amazonas donde se abastecía
de soja una empresa local de piensos para cerdos.
A partir de aquella constatación, y teniendo en mente el
precedente de la pandemia provocada por el SARS-Cov-2 en 2020, se dio
rápidamente la alarma en todo el mundo. Se establecieron cuarentenas muy
rígidas en las áreas donde iban surgiendo los primeros casos, de las que no se
permitía salir a ninguna persona ni objeto, así como un bloqueo comercial
absoluto con el Reino Unido, que resultó del todo inútil en cuanto los vientos
cambiaron de dirección y comenzaron a llevar billones de esporas del Aspergillus
staudingeris hacia el sureste, los cuales dieron origen a los primeros
casos en el continente tan solo un mes después de haberse identificado el
hongo.
Las autoridades de la UE aprobaron el empleo de todo tipo de
fungicidas, con los que se rociaban todos los elementos en cuya composición
entrase algún derivado del petróleo. Incluso se llegó a proponer fumigar desde
helicópteros ciudades enteras, pero los escasos helicópteros, aviones y drones
que se había logrado mantener volando estaban dedicados a traslados urgentes de
personas heridas o enfermas. Se aconsejó a la ciudadanía proteger sus objetos
plásticos más necesarios en cajas de madera o metálicas con cierres herméticos
a base de gomas de caucho natural, pero había muy pocos recipientes de este
tipo en el mercado y las cadenas de fabricación enseguida se vieron
desbordadas.
Las fumigaciones se demostraron efectivas para detener el
avance del hongo. Por supuesto salvaban momentáneamente los objetos rociados
pues las colonias de hongos morían, pero en cuanto desaparecía de la superficie
la sustancia fungicida y llegaban nuevas esporas, la descomposición de los
plásticos se reanudaba, para desesperación de las autoridades, que se veían
atrapadas en una monumental tarea inútil digna de Sísifo. Por todas partes la
gente veía cómo la mayoría de su ropa se deshacía en una masa viscosa, a
excepción de aquella compuesta 100% de algodón y los viejos jerseys y mantas de
lana, las chaquetas y zapatos de cuero y alguna otra ropa antigua, ya muy
escasa. Las tiendas de ropa de segunda mano se quedaron sin existencias de este
tipo de prendas en cuestión de pocos días. Las fábricas textiles no daban
abasto, y la producción de materia prima textil de origen natural se mostró
totalmente insuficiente para suplir la destrucción inexorable de las prendas de
poliéster y otros tejidos sintéticos.
Comenzaron a producirse problemas de abastecimiento también
con numerosos productos alimenticios que venían envasados en plásticos. Las
distribuidoras rápidamente prescindieron de estos materiales e improvisaron
sistemas de abastecimiento a granel de la mayoría de productos, agotando en
pocas semanas todas las existencias de cajas de madera, botellas de cristal con
tapa metálica o de corcho, los sacos de arpillera y otros tipos de soporte para
los alimentos a granel. Pero, con todo, el mayor problema lo constituía la
falta de vehículos para transporte de cualquier tipo de mercancía: la mayoría
de camiones y camionetas modernos tenían piezas plásticas que, al
descomponerse, causaban todo tipo de averías.
Se calcula que en los países de la UE el 80% de los
vehículos de reparto dejó de funcionar en las áreas más afectadas por el hongo.
La mayoría de neumáticos no aguantaba la descomposición de sus fibras
sintéticas y la velocidad máxima en carretera fue drásticamente reducida en la
mayoría de países como manera de hacer menos graves los constantes accidentes
que estas averías producían, lo cual ralentizaba enormemente el transporte y
obligaba a buscar cadenas cortas de suministro.
A la vista de que aquello no tenía vuelta atrás, los
gobiernos aprobaron innumerables medidas extraordinarias, aprobando decreto
tras decreto. Al cierre de fronteras para minimizar la entrada en cada país de
esporas adheridas a personas, vehículos o mercancías, le siguió la interrupción
casi total del comercio internacional excepto para determinadas materias primas
no plásticas que se consideraban críticas y que debían pasar un riguroso
proceso de desinfección en las fronteras. Uno de los primeros métodos que se
intentaron fue la radiación ultravioleta, pero el 90% de las esporas lograban
sobrevivir. Se probaron posteriormente métodos de inmersión de las mercancías
en líquidos fungicidas, que eran más efectivos, pero tenían la desventaja de
que no todas las mercancías los admitían y producían un deterioro y
contaminación inadmisible, especialmente en los alimentos.
A los dos meses de su extensión fuera de Gran Bretaña, todo
el hemisferio norte estaba afectado por el hongo plastívoro y comenzaba a
colonizar numerosos países del hemisferio sur, que pese a haber interrumpido el
tráfico aéreo y marítimo con los países afectados, no pudieron mantenerse
estancos ante esporas de un tamaño de apenas unas micras, tan ligeras que
podían ser trasportadas literalmente por cualquier objeto y, por supuesto, por
el aire. En los países tropicales la germinación de las esporas era
prácticamente instantánea y la descomposición de los plásticos se producía en
cuestión de apenas una semana. Sin embargo, en muchos de ellos el uso social
del plástico era menor o, al menos, menos vital, y se vieron menos afectados en
su vida diaria que los países más industrializados, donde la petroquímica era
ubicua.
Las medidas adoptadas inicialmente por el Reino Unido y
posteriormente por la UE, fueron replicadas con ligeras adaptaciones en todos
los países a medida que se iba extendiendo la infestación, en algunos incluso
de manera preventiva, lo cual se demostró muy efectivo a la hora de reducir
daños. Las primeras medidas se dirigieron a los sectores más críticos:
alimentación, transporte, energía, sanidad… Todos los vehículos que eran
capaces de circular sin piezas de plástico fueron requisados, dotados de
neumáticos de caucho natural y dedicados a abastecer hospitales, farmacias,
gasolineras, explotaciones agroganaderas, tiendas de alimentación y otras instalaciones
que fueron declaradas críticas. También se reservó una parte de estos vehículos
para transporte de personas enfermas o heridas.
Los accidentes en empresas y hogares aumentaron de manera
dramática, sobre todo los debidos a descargas eléctricas al descomponerse los
plásticos de los aislamientos en las instalaciones y el cableado. Los incendios
por la misma causa eran constantes. Por suerte, buena parte de las conducciones
eléctricas, al no estar expuestas al aire, no eran fácilmente accesibles para las
esporas de aquel hongo aerobio y, según se descubrió, los campos
electromagnéticos inducidos por el paso de la corriente también dificultaban la
colonización de los termoplásticos utilizados en los dispositivos eléctricos y
electrónicos. Esto también salvó parte de los elementos informáticos con un
amplio uso de plástico en chips y placas base, aunque sí que se produjeron
importantes pérdidas de información en soportes como CD, DVD y en aquellos
tipos de discos duros menos herméticos.
Un grave problema, sobre todo en áreas urbanas, surgió
cuando las tuberías de cloruro de polivinilo, polipropileno o polietileno que
trasportaban el agua potable y formaban el alcantarillado, se comenzaron a
descomponer en los tramos expuestos al aire. Algunas áreas fueron completamente
desalojadas y sus habitantes instalados en pabellones deportivos y campamentos
improvisados mientras se reparaban de urgencia las conducciones dañadas o
directamente se sellaban, dejando zonas completas sin suministro y sin
saneamiento. Su sustitución se demostró demasiado costosa en muchos lugares, y
se optó por realizar empalmes con tuberías cerámicas, metálicas o de cemento en
los puntos más críticos, como eran los hospitales. En numerosos lugares la
población debía recorrer diariamente distancias importantes hasta los puntos de
la ciudad donde aún había suministro de agua potable, la cual debían trasportar
en garrafas de vidrio y botellas metálicas proporcionadas por las autoridades.
El calor y las tuberías rotas de saneamiento produjeron no
pocos brotes de enfermedades gastrointestinales en numerosas ciudades, que
incrementaron el número de víctimas colaterales del hongo. Precisamente los
hospitales fueron otro foco de incremento de la mortalidad indirecta, pues el
uso de plásticos era ubicuo, incluyendo los elementos de intubación, goteros y
todo tipo de material de un solo uso que había ido sustituyendo al material
desinfectable que se había utilizado durante buena parte del siglo XX. En estos
centros se intentó en un primer momento usar purificadores de aire que
impidiesen el acceso de las esporas a las áreas más críticas, pero estos
aparatos también contenían no pocas piezas plásticas, así que fue un intento
inútil y el hongo también colonizó la plastisfera sanitaria. Las muertes se dispararon
y tan solo se comenzaron a reducir cuando la reintroducción de material
esterilizable y las nuevas piezas hechas con bioplásticos especiales comenzaron
a suplir parcialmente los elementos de uso más crítico.
Dentro de una economía de guerra, decretada en numerosos
países, se puso en marcha una reconversión de numerosas fábricas, puestas bajo
el control del Estado, para producir en masa elementos críticos con materiales
no plásticos: botellas de vidrio y de metal, cajas de cartón, cajas y barriles
de madera, ropa de algodón, lino, cuero y lana, bolsas de fécula, cuerdas de
esparto y otras fibras y un largo etcétera. Las fábricas que ya se dedicaban a
producir con este tipo de materiales fueron declaradas “industria protegida”,
sus instalaciones y plantillas ampliadas y su gestión intervenida por el Estado
para asegurar el suministro a los puntos decretados vitales. Las pocas
instalaciones que realizaban bioplásticos se pusieron a pleno rendimiento,
enfocándose a sustituir piezas para todo tipo de vehículos y elementos médicos,
puesto que al no estar basadas en hidrocarburos las piezas hechas con
biopolímeros no eran atacados por el hongo.
Las personas que quedaron sin trabajo en las numerosas
empresas que se vieron obligadas a cerrar, bien por carecer de sustitutos al
plástico o por depender de clientes o proveedores extranjeros, fueron
recolocadas en estas nuevas instalaciones o contratadas por el Estado y
trasladadas a localidades rurales para aumentar la producción local de
alimentos y suplir las importaciones, para lo cual en algunos países hubo que
expropiar tierras productivas infrautilizadas. Este traslado masivo de
población llegó a afectar en algunos países a más de la mitad de la población
urbana y ocasionó numerosos problemas de logística, especialmente en aquellos
países cuyos gobiernos contaban con menos recursos y capacidad de organización.
Las protestas sociales que estallaron por estos cambios forzosos de trabajo y
ubicación se extinguieron por sí solas al poco tiempo, a medida que la gente se
iba quedando sin alternativas para satisfacer sus necesidades más básicas,
aunque en algunos países las autoridades aplicaron métodos altamente
coercitivos y una nivel de represión que si no fue mayor fue simplemente porque
los Estados necesitaban concentrar sus escasos recursos en otros puntos.
Afortunadamente, el hongo no mostró efectos directos sobre
la salud humana, ni producía toxinas en su metabolización de los plásticos.
Algunas personas mostraban ligeros síntomas alérgicos en lugares cerrados con altas
concentraciones de esporas, como irritación de ojos y fosas nasales, pero los
casos graves fueron escasos. Aunque hubo médicos que alertaron sobre la
posibilidad de que los hongos atacasen los microplásticos que ya para aquel
entonces contaminaban el interior del cuerpo de casi todos los seres humanos,
la falta de aire parecía evitar que le sirviesen de alimento al hongo. Las
únicas personas que sufrieron alteraciones de cierta importancia y un deterioro
de algún aspecto de su funcionalidad corporal fueron aquellas que tenían
implantes plásticos en contacto con el exterior, como implantes cocleares y
prótesis en sus extremidades, puesto que estos plásticos eran también atacados
por el hongo.
El mayor impacto que produjo el Aspergillus
staudingeris sobre la gente fue, sin duda, en sus modos de vida,
especialmente en los países más industrializados. En un primer momento mucha
gente intentó proteger del hongo sus enseres hechos de nylon, poliéster, PVC,
metacrilato y otros tipos de plásticos y gomas sintéticas (ropa, dispositivos
electrónicos, muebles, juguetes y todo tipo de cachivaches) pero cuando tomaban
consciencia de que era prácticamente imposible impedir que se contaminasen por
las ubicuas esporas, comenzaron a desembarazarse de ellos para evitar las
desagradables consecuencias de su descomposición, llenando las calles de
objetos plásticos abandonados.
Los gobiernos respondieron a esta práctica imponiendo
sanciones y ofrecieron como alternativa la recogida en camiones de todo tipo de
elementos plásticos, estuvieran contaminados o no, que en algunos países eran
arrojados al fondo de lagos y pantanos para evitar que se convirtieran en focos
de extensión del hongo, lo cual fue duramente criticado por las organizaciones
ecologistas. En otros lugares con una legislación ambiental aun más laxa, los
plásticos recogidos eran incinerados, lo cual aumentó de manera aguda la
polución por dioxinas, furanos y otros elementos carcinógenos. En la mayoría de
países, sin embargo, optaron simplemente por abandonarlos en vertederos y dejar
que allí fueran descompuestos por el hongo, aunque esto creaba a su vez
problemas por la lixiviación de los restos de su descomposición. Hubo elementos
plásticos de los que era imposible deshacerse, como las pinturas acrílicas que
recubrían las paredes de las viviendas y que se convirtieron en pátinas
viscosas y malolientes que hubo que limpiar penosamente y sustituir
posteriormente por encalados y otros recubrimientos de origen natural.
Tras esta fase de biodestrucción y abandono del material
plástico, aquellas sociedades que habían llegado a producir más de 50 kilos de
plástico al año per cápita iban entrando una tras otra en la nueva normalidad
pospetroquímica, la era post-plast como se dio en bautizar. En
cuestión de poco más de un año la mayoría de sociedades habían logrado una
relativa estabilización en su funcionamiento socioeconómico con un uso más
frugal de materiales de origen no fósil, con un alto grado de autosuficiencia
en aspectos básicos como la producción de alimentos, con una movilidad mucho
más reducida y, por supuesto, con una reconversión de una escala jamás vista en
tan breve espacio de tiempo en los empleos y en los ciclos productivos.
La gente no tuvo más remedio que acostumbrarse de nuevo a
vestir con prendas hechas con tejidos naturales de origen vegetal o animal, a
lavarse los dientes con cepillos de madera y cerdas naturales, a dormir en
colchones rellenos de lana de oveja, a ir a la compra con capachos y
recipientes reutilizables para trasportar los alimentos a granel, y en general
desapareció la costumbre de usar-y-tirar tan propia de la era del plástico,
pues ahora todo era reutilizable una y otra vez hasta que se caía de viejo y
era repuesto entonces por algo igual de duradero.
“Vivir sin plástico es fácil: ¡tú también puedes lograrlo!”,
era uno de los lemas de campaña que algunos gobiernos utilizaron para motivar a
la población. Aquellas campañas estaban repletas de consejos para el cambio de
hábitos, combinados habitualmente con documentales y películas clásicas que
mostraban cómo las sociedades hasta mediados del siglo XX eran capaces de vivir
muy dignamente sin usar absolutamente nada de plástico. El gran número de
empresas dependientes del plástico dio paso a un número más reducido de
empresas que utilizaban exclusivamente materiales de origen natural y local,
aunque poco a poco, al desaparecer el plástico también desapareció la
preocupación por el nuevo hongo y se volvió a reanudar un comercio
internacional más centrado en materiales críticos, y ya no se importaba más que
aquello que resultaba imposible producir en el país y solamente en el caso de
que fuera realmente necesario para la economía y el bienestar de sus
poblaciones.
El sector primario volvió a ser la base de todas las
economías, puesto que a un sector agroalimentario que se había multiplicado
para sustituir los alimentos importados, se le sumaba ahora una importante
producción de materiales de origen natural que constituían la única materia
prima disponible para todos los sectores económicos. Se calcula que en los
países de la OCDE tres cuartas partes de la población cambiaron de trabajo con
respecto a la época previa a la aparición del hongo, cuyo nicho ecológico a
partir de aquel momento quedó circunscrito a los vertederos, con brotes
esporádicos en determinados puntos cuando salían a la luz (y al aire) masas de
plástico por demoliciones o por sustituciones planificadas, como las que se
siguieron realizando durante la década siguiente en las infraestructuras y
redes de saneamiento. La crisis del nuevo Aspergillus dejó el PIB mundial en un
30% de su nivel previo, aunque algunos economistas auguraban modestos
crecimientos una vez que la economía había logrado sustituir la mayoría de sus
insumos poliméricos.
Pero fue precisamente entonces cuando, en un pequeño
laboratorio de Azerbayán, se identificó una cepa mutada de la bacteria Ideonella
sakaiensis que le permitía alimentarse de la gasolina y otros
hidrocarburos, deteriorando sus propiedades hasta volverlos incombustibles. A
la semana de conocerse la noticia, dos de cada tres vehículos del país
caucásico tenían ya sus depósitos de combustible contaminados por las esporas
bacterianas, y se había confirmado la presencia de esporas en numerosos lugares
de Armenia, Rusia y Turquía.
Nota: Este
relato estaba ya escrito en diciembre 2020, unos meses antes de que llegasen a
mí las primeras noticias que apuntaban al comienzo del fin del plástico en el
mundo real, aunque por razones diferentes a las que presenta esta ficción. Vio
la luz en la revista El
Coloquio de los Perros con posterioridad a aquellas noticias sobre
el Peak Plastic. Agradezco a Carlos de Castro y Rodrigo Osorio sus
comentarios sobre versiones preliminares del cuento.
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