SOBRE EL PODER DE UNA CREENCIA
Las creencias son fuerzas
metafísicas poderosas que, independientemente de su origen espiritual,
político, ideológico o ético, rigen nuestras vidas y nos dan dirección para
navegar en este universo.
Al creer apasionadamente en algo que aún no existe, lo creamos. Lo no-existente es aquello que no ha sido deseado suficientemente. Franz Kafka
De
la misma manera en que nombrar algo es crearlo, creer en algo implica hacer que
exista. Así, la fuerza de las creencias, de las ideas, es probablemente lo más
valioso que tenemos, la fuente y potencia de todo a lo que podemos aspirar en
este mundo.
Incluso procurando eludir una retórica “trascendental” para argumentar el poder de la creencia, tenemos múltiples muestras fácticas de este penetrante fenómeno. Por ejemplo, el largamente documentado poder de los placebos: si yo creo que una sustancia me va a ayudar a sentirme mejor, sea una aspirina o un terrón de azúcar disfrazado de aspirina, mi mente, a través del ejercicio de creer, infundirá en mi una sensación de bienestar que terminará siendo palpable. Otra muestra la tenemos en uno de los ingredientes más cotidianos, y a la vez más poderosos, de nuestra realidad: el lenguaje.
Nombrar para creer (y crear)
El
lenguaje, como vehículo y materialización de nuestra convicciones, está lleno
de palabras que se usan de una manera descuidada o imprecisa; así, una revisión
cuidadosa de la naturaleza de nuestras palabras podría generar reflexiones
imprescindibles sobre el poder que tienen tanto sobre aquello en lo que
creemos, como en la manera en que esto afecta todos los niveles de nuestra
vida. Por ejemplo, el polaco Alfred Korszybski, considerado padre de la
semántica moderna, desarrolló una terapia que curaba enfermedades
psicosomáticas simplemente aclarando el significado de ciertas palabras en el
diccionario. Tal es el poder de las palabras, tal es el poder de lo que
consideramos verdadero, de lo que creemos.
La confianza
En
un universo soportado en posibilidades y no en hechos absolutos, el creer es un
radical voto de confianza que alguien deposita en algo. Resulta prácticamente
imposible comprobar, desde todos los ángulos posibles, la veracidad de
cualquier cosa en la que crees –incluso si tu creencia es respaldada por la
ciencia–. Por eso, no hay que descartar que toda creencia tiene una dosis de
fe. Y esta confianza se transfiere directamente al creyente, lo empodera: la
voluntad mueve montañas, dice un popular adagio, y la sustancia prima de la
voluntad es, evidentemente, la creencia en algo, independientemente de su
evaluación racional o analítica.
Basta
revisar la historia humana, en especial la actitud de figuras sobresalientes
–revolucionarios, pensadores e innovadores–, de aquellos que han ido modelando
la realidad al trascender los límites supuestos hasta ese momento, y sin duda
notaremos que la solidez de sus creencias es común denominador entre ellos; en
pocas palabras, la confianza en lo que creemos.
El acto de creer
El
paso primero y primario para creer en algo (cualquier cosa) es la simple
disposición, colectiva o individual, de validarlo: que hay cosas que son, que
existen, que consideramos como verdaderas o, acaso, como reales. Así, la
realidad se construye a partir de un acuerdo colectivo y un sistema de
creencias que van desde las más íntimas y personales, hasta las que agrupan a
grupos, países, regiones, y el mundo entero. Si lo pensamos bien, estas
creencias mueven al mundo, quizá incluso son el motor fundamental de nuestra
especie. Una vez dispuestos, entonces viene la confianza, la apuesta de
respaldar esa disposición con la voluntad, y con todo lo que esto conlleva:
intención, energía y acción.
El mundo finalmente está determinado
por un acto de voluntad humilde y poderoso, sencillo y monumental: la acción
de creer. Porque creer así es también crear al mundo.
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