AVALANCHA DE INDIGNACIÓN
Una fantasía pospandémica
No tenemos la rodilla
de un policía asesino sobre nuestro cuello, pero tampoco podemos respirar. No
podemos porque el capitalismo nos está matando.
Las puertas se abren. Puedes sentir la energía contenida
incluso antes de que aparezcan sus caras. El confinamiento ha terminado. Ha
estallado una presa, dando paso a un torrente de ira, ansiedad y frustración,
sueños, esperanzas y miedos. Sentimos como si no pudiéramos respirar.
Todos hemos estado confinados. Aislados físicamente del
mundo exterior, hemos intentado entender lo que está ocurriendo. Los expertos
llevan muchos años advirtiéndonos de la probabilidad de una pandemia, aunque no
supieran lo rápido que podría extenderse.
Ahora un extraño virus ha cambiado nuestras vidas, pero ¿de dónde vino? Apareció por primera vez en Wuhan, China, pero cuanto más leemos, más nos damos cuenta de que podría haber sido cualquier lugar, pues su origen radica en la destrucción de la relación que guardamos con nuestro entorno natural. Algunas pruebas de ello son la industrialización de la agricultura, la destrucción del campesinado a escala global, el crecimiento de las ciudades, la destrucción de los hábitats de los animales salvajes o la comercialización de estos animales con ánimo de lucro.
Y si no cambiamos radicalmente nuestra manera de
relacionarnos con otras formas de vida, es muy probable que se avecinen más
pandemias. Es una advertencia: o nos deshacemos del capitalismo o nos
encaminamos hacia la extinción. Deshacerse del capitalismo, toda una fantasía.
En nuestro interior surge cierto miedo e ira, e incluso la esperanza de que
pueda haber alguna forma de conseguirlo.
A medida que el confinamiento continúa, nuestra preocupación
cambia de rumbo y pasamos de centrarnos en la enfermedad a las consecuencias
económicas que arrastra. Se dice que nos adentramos en la peor crisis económica
desde, al menos, los años 30 y la peor de los últimos 300 años en Gran Bretaña.
Más de cien millones de personas se verán abocadas a la pobreza extrema,
informa el Banco Mundial. Otra década perdida para América Latina. Millones y
millones de personas sin trabajo en todo el mundo. Gente que muere de hambre,
que mendiga, más delitos, más violencia, esperanzas rotas y sueños destrozados.
No habrá una recuperación rápida, lo más probable es que cualquier recuperación
que se alcance sea frágil y débil.
Pensamos: ¿y todo esto porque tuvimos que quedarnos en casa
durante un par de meses? Sabemos que no puede ser solo por eso. Claro que
seremos un poco más pobres si la gente deja de trabajar un par de meses, pero
¿miles de millones de personas sin trabajo y muriendo de hambre? No puede ser.
Un par de meses de descanso no puede tener tanto impacto. Al contrario,
deberíamos volver descansados y cargados de energía para hacer todo lo que haya
que hacer.
Pensamos un poco más allá y nos damos cuenta de que
obviamente la crisis económica no es consecuencia del virus, aunque podría
haberla provocado. De la misma forma en que la pandemia se vio venir, la crisis
económica se predijo aún con más claridad. La economía capitalista ha vivido de
prestado literalmente durante treinta años o más, ya que su crecimiento se ha
basado en el crédito. Todo un castillo de arena a punto de derrumbarse.
Casi colapsó todo en 2008, con unas consecuencias funestas,
pero se produjo una expansión renovada y gigantesca del crédito, aunque los
analistas económicos sabían que no podía durar mucho tiempo. “Dios mandó una
señal a Noé con el arco iris. No habrá más agua, la próxima vez será fuego”: la
crisis financiera de 2008 fue la inundación, pero la próxima vez será el fuego,
y no parece que quede mucho para que llegue ese momento.
EL CAPITALISMO DESENMASCARADO
Eso es precisamente lo que estamos viviendo: el fuego de la
crisis capitalista. Tantas esperanzas hechas añicos, hambre y miseria no por
causa de un virus, sino para recuperar la rentabilidad del capitalismo. ¿Y si
simplemente nos deshiciéramos del sistema basado en los beneficios? ¿Y si tan
solo saliéramos a la calle con energías renovadas e hiciéramos lo que sea sin
preocuparnos por los beneficios, como limpiar las calles, construir hospitales,
fabricar bicicletas, escribir libros, plantar verduras o tocar música? Sin
desempleo, sin hambre, sin sueños rotos.
¿Y qué hacemos con los capitalistas? Los podemos colgar del
poste de luz más cercano (algo que siempre resulta ser una tentación) o
simplemente nos olvidamos de ellos. Mejor nos olvidamos de ellos. Otra
fantasía, aunque más que una fantasía es una necesidad urgente. Y nuestros
miedos, enfados y esperanzas crecerán de nuevo en nosotros.
Hay más, pero muchos más elementos que han alimentado
nuestra indignación durante el confinamiento. La pandemia del coronavirus ha
conseguido desenmascarar el capitalismo. Rara vez había quedado expuesto de la
manera en que está ahora. De muchas formas diferentes. Para empezar, la gran
diferencia en la forma en que se vive un confinamiento depende del espacio que
se tiene, por ejemplo, si se tiene un jardín o una segunda vivienda donde
refugiarse.
El impacto del virus entre personas ricas y pobres también
ha sido extremadamente desigual, algo que se ha evidenciado a medida que
progresaba la enfermedad. Al igual que la gran diferencia en los índices de
contagios y muertes entre la población blanca y negra.
La lista de evidencias es larga: la lamentable ineptitud de
los servicios médicos después de 30 años de abandono y la terrible
incompetencia de tantos estados, la flagrante expansión de la vigilancia y los
poderes policiales y militares en casi todas partes, la exposición de muchas
mujeres a una violencia aterradora, o la discriminación de la oferta educativa
entre quienes tienen acceso a Internet y quienes no; por no hablar del
aislamiento integral de los sistemas educativos de los cambios que están
teniendo lugar en el mundo en el que viven los niños.
Todo esto y mucho más tiene lugar al mismo tiempo que los
propietarios de Amazon, Zoom y tantas otras empresas tecnológicas y grandes
multinacionales obtienen unos beneficios descomunales y el mercado bursátil,
rescatado una vez más por la actividad de los bancos centrales, sigue
transfiriendo descaradamente la riqueza de los pobres a los ricos. Nuestra
indignación crece, así como nuestros miedos, desesperación y determinación de
que esto no debe ser así, de que no debemos dejar que esta pesadilla se haga
realidad.
LA FURIA QUE ARDE EN NUESTRO INTERIOR
Entonces las compuertas se abrieron y la presa estalló.
Nuestros enfados y esperanzas irrumpieron en las calles. Escuchamos a George
Floyd, sus últimas palabras, “No puedo respirar”, que resuenan una y otra vez
en nuestras cabezas. No tenemos la rodilla de un policía asesino sobre nuestro
cuello, pero tampoco podemos respirar, porque el capitalismo nos está matando.
Nos sentimos violentados, sentimos la violencia que emana de nosotros. Pero ese
no es nuestro camino, sino el suyo.
Aun así, nuestra ira, rabia y esperanza tienen que respirar.
Tienen que respirar. Y así lo hacen en las manifestaciones masivas contra la
brutalidad policial y el racismo en todo el mundo, en el lanzamiento de la
estatua del traficante de esclavos Edward Colston al río de Bristol, en la
creación de la Zona Autónoma de Capital Hill en Seattle, en el incendio de la
comisaría de policía de Minneapolis, en tantos puños alzados.
El torrente de indignación, esperanzas, temores, anhelos,
sueños y frustraciones se precipita, de un enfado a otro, viviendo cada ataque
de cólera, respetando cada enfado y desbordándose sobre el siguiente. La furia
que arde en nuestro interior no nace únicamente contra la brutalidad policial,
contra el racismo o contra la esclavitud que dio lugar al capitalismo, sino
también contra la violencia machista y todas las formas de sexismo, por eso las
multitudinarias marchas del 8M surgen de nuevo alzando sus cantos.
La población chilena vuelve a salir a las calles y retoma su
revolución. El pueblo kurdo hace retroceder a los estados que no pueden tolerar
la idea de una sociedad apátrida, y la ciudadanía de Hong Kong anima al pueblo
chino a repudiar la parodia del comunismo. “¡No más comunismo!”, gritan,
“¡Practiquemos el procomún!”
Los zapatistas conciben un mundo conformado por diversos
mundos y los campesinos abandonan sus barrios de chabolas, regresan a las
tierras y comienzan a reconectar con otras formas de vida. Los murciélagos y
los animales salvajes vuelven a sus hábitats naturales mientras los
capitalistas se arrastran de vuelta a los suyos, a las alcantarillas.
Y el trabajo, el trabajo capitalista, esa maquinaria
detestable que genera riqueza y pobreza, y que destruye nuestras vidas, llega a
su fin. Empezamos, así, a hacer lo que queramos hacer, a crear un mundo
diferente basado en el reconocimiento mutuo de las dignidades.
Será entonces cuando no habrá más décadas perdidas, ni
desempleo, ni cientos de millones de personas abocadas a la pobreza extrema, ni
nadie morirá de hambre. Y entonces, sí, entonces podremos respirar.
Abogado, sociólogo y
filósofo. Profesor de sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y
Humanidades de la Universidad de Puebla
No hay comentarios:
Publicar un comentario