23/2/21

¿A cuántas cosas de nuestra vida renunciaremos para mantenernos a salvo?

LA GUERRA CONTRA LA MUERTE (IV)

¿Qué sacrificios merece la lucha contra la COVID-19? ¿Cuál es la forma correcta de vivir? ¿Cuál es la forma correcta de morir? ¿A cuántas cosas de nuestra vida renunciaremos para mantenernos a salvo?

Esta es la cuarta parte del relato “La coronación”, de Charles Eisenstein. La primera parte habla de la crisis de la COVID-19 y los primeros cambios que supuso en nuestras vidas, la segunda  sobre del desarrollo inicial de la pandemia y las cifras reales, y la tercera sobre las teorías de la conspiración y las libertades de la población.

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Mi hijo de 7 años no ha visto ni jugado con otro niño en dos semanas. Millones de otros niños están en el mismo barco. La mayoría estaría de acuerdo en que un mes sin interacciones sociales por parte de esos niños es un sacrificio razonable para salvar un millón de vidas, pero… ¿Y para salvar 100 000 vidas? ¿Y si el sacrificio no durase un mes sino un año? ¿O cinco años? Diferentes personas tendrían diferentes opiniones al respecto, según sus propios valores.

Sustituyamos las preguntas anteriores por algo más personal, por algo que cale la inhumana mentalidad utilitarista que convierte a las personas en estadísticas y sacrifica algunas de ellas por algo en concreto. La pregunta importante para mí es: ¿le pediría a todos los niños del país que dejaran los juegos a un lado durante una temporada si con eso redujera el riesgo de que mi madre se muera o, en tal caso, yo mismo? ¿Decretaría el fin de los abrazos y apretones de manos entre humanos si con eso salvara mi propia vida? No es que menosprecie la vida de mi madre o la mía propia, ambas son muy valiosas. Estoy agradecido por cada día que ella sigue aquí con nosotros. Pero estas preguntas traen a colación unas cuestiones peliagudas. ¿Cuál es la forma correcta de vivir? ¿Cuál es la forma correcta de morir?

La respuesta a estas preguntas, ya sea en nombre de uno mismo o en el de la sociedad en general, depende de cómo consideremos la muerte y de cuánto valoremos el juego, el tacto y la unión, así como las libertades civiles y la libertad personal. No hay una fórmula sencilla que equilibre estos valores.

A lo largo de mi vida he visto a la sociedad hacer un mayor hincapié en la seguridad, la protección y la reducción de riesgos. Esto ha tenido un impacto especial en la infancia: cuando éramos niños, era normal que caminásemos en torno a un kilómetro de casa sin supervisión, un comportamiento que hoy día haría que los padres se ganaran una visita de los servicios de protección de menores. También es visible en la forma de guantes de látex usados en cada vez más profesiones, el omnipresente desinfectante de manos, los centros escolares cerrados, vigilados y custodiados, la intensificación de la seguridad en fronteras y aeropuertos, la mayor conciencia de la responsabilidad legal y los seguros de responsabilidad civil, los detectores de metales y los registros antes de entrar a muchos edificios públicos y estadios deportivos, etc. A gran escala, estas medidas toman la forma de un estado de seguridad.

El mantra de que “la seguridad es lo primero” proviene de un sistema de valores que prioriza la supervivencia ante todo y que desprecia otros valores como la diversión, la aventura, el juego y el desafío de los límites. Otras culturas tenían otras prioridades. Por ejemplo, muchas culturas tradicionales e indígenas son mucho menos protectoras con los niños, como documenta el clásico de Jean Liedloff titulado El concepto del continuum. Les permiten tomar riesgos y responsabilidades que parecerían una locura para la mayoría de las personas hoy en día, pues creen que es necesario para que los niños desarrollen la autosuficiencia y un buen juicio.

Creo que la mayoría de la población actual, especialmente los jóvenes, conservan parte de esta voluntad inherente de sacrificar la seguridad para vivir una vida plena. Sin embargo, la cultura que nos rodea nos presiona de forma implacable a vivir con miedo y ha construido sistemas que personifican ese temor. En esos sistemas, permanecer a salvo es lo más importante. Por eso tenemos un sistema sanitario en el que la mayoría de las decisiones se basan en cálculos de riesgo y en los que el peor pronóstico posible (que supone el máximo fracaso del médico) es la muerte. A pesar de todo esto, sabemos que la muerte sigue estando al final del camino. Salvar una vida en realidad es aplazar una muerte. Una vida salvada es en realidad una muerte aplazada.

La culminación final del programa de control de la civilización sería el triunfo sobre la propia muerte. En su defecto, la sociedad moderna se conforma con un facsímil de ese triunfo: la negación en vez de la conquista. La nuestra es una sociedad de negación de la muerte, que esconde sus cadáveres, idolatra la juventud y almacena a las personas mayores en residencias. Incluso su obsesión con el dinero y la propiedad (extensiones del yo, tal y como indica la palabra “mío”) expresan la ilusión de que el yo impermanente puede hacerse permanente mediante sus accesorios.

Todo esto es inevitable si tomamos el relato de uno mismo que nos ofrece la modernidad: el individuo separado en un mundo de Otros. Rodeado por competidores genéticos, sociales y económicos, ese yo debe protegerse y dominar para prosperar. Deber hacer todo cuanto pueda para evitar la muerte que, en la historia de la separación, es la aniquilación total. Incluso la biología nos ha enseñado que está en nuestra propia naturaleza el maximizar nuestras posibilidades de supervivencia y reproducción.

Le pregunté a una amiga, una médica que ha pasado algún tiempo con el pueblo Q’ero en Perú, si los Q’ero intubarían a alguien (si pudieran) para prolongar su vida. “Por supuesto que no”, me contestó. “Llamarían al chamán para ayudarlo a morir bien”. Morir bien (que no es necesariamente lo mismo que morir sin dolor) no tiene mucha cabida en el vocabulario médico actual. No se guarda ningún registro hospitalario que documente si los pacientes mueren bien. No se consideraría como un resultado positivo. En el mundo del yo separado, la muerte es la catástrofe definitiva.

Pero… ¿Lo es de verdad? Reflexionemos sobre el punto de vista de la doctora Lissa Rankin: “no todos querríamos estar en la UCI, aislados de nuestros seres queridos, con una máquina que respira por nosotros y con el riesgo de morir solos, incluso si todo ello hiciera que nuestras posibilidades de sobrevivir fueran más altas. Algunos de nosotros preferiríamos estar en los brazos de nuestros seres queridos en casa, aunque eso significase que nuestra hora hubiera llegado… Recordad: la muerte no es el final. Morir es volver a casa”.

Cuando se entiende el yo como algo relacional, interdependiente e incluso inter-existente, entonces se infiltra en el otro, y ese otro se infiltra en uno mismo. Al comprender el yo como un epicentro de conciencia en una matriz de relaciones, ya no se busca un enemigo como la clave para entender cada problema, sino que se buscan los desequilibrios en las relaciones. La guerra contra la muerte da paso a la búsqueda por vivir bien y plenamente, y nos damos cuenta de que el miedo a la muerte es en realidad el miedo a la vida.

¿A cuántas cosas de nuestra vida renunciaremos para mantenernos a salvo?

El totalitarismo, la perfección del control, es el producto final inevitable de la mitología del yo separado. ¿Qué otra cosa merecería un control total que no sea una amenaza a la vida, como la guerra? Es por ello que Orwell identificó la guerra perpetua como un componente esencial del gobierno del Partido.

Con el programa de control, la negación de la muerte y el yo separado como telón de fondo, la suposición de que la política pública debería tratar de minimizar el número de muertes es casi indiscutible, un objetivo al que otros valores como el juego o la libertad (entre otros) están subordinados. La COVID-19 ofrece una ocasión para ampliar esa perspectiva. Sí, hagamos que la vida sea sagrada, más sagrada que nunca. Eso es lo que la muerte nos enseña. Hagamos que todas las personas (jóvenes o ancianas, enfermas o sanas) sean los seres sagrados, preciados y queridos que son. Y, en lo más profundo de nuestros corazones, hagamos sitio a otros valores sagrados. Sacralizar la vida no es simplemente vivir durante mucho tiempo: es vivir bien, correcta y plenamente.

Como todos los miedos, el miedo en torno al coronavirus apunta hacia lo que puede haber más allá. Cualquiera que haya sufrido el fallecimiento de alguien cercano sabe que la muerte es un portal hacia el amor. La COVID-19 ha enaltecido la muerte en la conciencia de una sociedad que la niega. Al otro lado del miedo podemos ver el amor que libera la muerte. Dejemos que fluya a través nosotros. Dejemos que empape la tierra de nuestra cultura y llene sus acuíferos de manera que se filtre por las grietas de nuestras instituciones quebradizas, nuestros sistemas y nuestras costumbres. Algunos de estos quizás también mueran.

Charles Eisenstein

Escritor y conferenciante que se describe como "narrador de historias". Además de dar conferencias en cumbres de economía alternativa, decrecimiento o incluso en festivales de música, es ensayista y publica en Reality Sandwich, The Guardian o Shareable. Bio completa

https://www.elsaltodiario.com/guerrilla-translation/charles-eisenstein-y-la-guerra-contra-la-muerte-(parte-iv)  

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