“Hay que entender
las cosas que están dentro y fuera de nuestro alcance, y como diferenciar
semblanzas de las cosas reales” EPICTETO
Que las nuevas tecnologías y los nuevos inventos cambian
nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos no es algo de ahora. Cambios
tecnológicos se han enlazado continuamente con nuevas escuelas de pensamiento y
así, no sin resistencias y violencias, el mundo ha ido evolucionando.
Ahora debería ser igual, pero el volumen de cambios, la forma en que estos impactan en nuestra capacidad para discernir lo real de lo virtual, la sensación que generan de “entender” la realidad de nuevas formas, el poder de sugestión de los discursos simplistas y la enorme cantidad de personas implicadas de una forma u otra en su dinámica, nunca antes se había producido.
Ni siquiera en la era de las maravillas que tuvo lugar a
finales del XIX iba todo tan deprisa como para que las rupturas generacionales
fuesen tan abruptas como son ahora en que los hermanos menores se sienten
diferentes de sus hermanos mayores. Hasta ahora las rupturas eran de los hijos
con sus padres. O con sus abuelos.
La revolución de las tecnologías de la información está
alterando de tal forma nuestra realidad que todo lo que tenga más de treinta
años ha quedado completamente desfasado y obsoleto.
Como es bien sabido, uno de los pilares de la sociedad
tradicional que antes se comenzó a tambalear ante el empuje de lo digital fue
el de la propiedad que se tuvo que enfrentar al vértigo iluminado de los que
defienden que en las redes, “todo es de todos” y que en la sociedad de la
información, la información debe ser gratuita.
Otra de las cosas que más ha sufrido con este ritmo salvaje
de innovación es el principio de autoridad. Ser mayor no supone tener
experiencia y conocimiento. Ahora es estar desfasado y ser incompetente.
Los niños no aprenden nada de sus padres o si lo hacen es
por un periodo muy corto de tiempo. Enseguida están en disposición de aprender
de las redes cosas que sus padres no solo no saben, sino que ni siquiera saben
que existen.
Cualquier cosa que un adulto afirma es inmediatamente puesta
en cuestión y comparada con lo que dice la red al respecto.
Como las redes son tan abiertas y superficiales, los
procesos de verificación no requieren demasiada investigación. Así que la
autoritas académica tampoco es necesaria. Otras autoritas la sustituyen. Lo que
piensan los míos es más importante que lo que piensan los sabios. Además
¿quiénes son esos sabios? Conocemos a los que salen en los medios y buscamos a
los que ya piensan como nosotros.
Junto al principio de autoridad está pereciendo lo formal y
factual, lo científico, (que no se expresa bien en las redes). Lo que se lleva
es lo banal. Nuestra banalidad encuentra su espejo en los líderes de opinión
que se nos representan.
Influencers, famosillos, actores, etc. sustituyen a sabios y
filósofos (que son unos pesados). El esfuerzo intelectual es mucho esfuerzo y
además consume mucho tiempo. Y no hay tiempo. Todo va muy deprisa.
Los medios de comunicación tradicionales se quejan de que la
información en la red no está contrastada. Pero es que contrastar lleva tiempo
y el día no tiene suficientes horas para enterarse de todos los chismes de la
red. Y eso es porque junto a la autoridad, y lo contrastado, otra víctima de
las redes es la privacidad.
Todo el mundo quiere compartir su privacidad con sus
seguidores, y como cuantos más seguidores mejor o mucho mejor, ya que todo el
mundo sueña en convertirse en un/una influencer y vivir de ello y tiene
que alimentar la curiosidad de sus seguidores proporcionándoles información
íntima sobre sus comidas, su anatomía, creencias, gustos, fobias, y demás.
(Cobran por foto).
Eso no se llama exhibicionismo. Se llama transparencia.
Compartición amorosa. Liderazgo.
Finalmente, en un mundo de relaciones tan extensas y tan
superficiales, la familia queda convertida en un puesto de aprovisionamiento y
hotel gratuito. Eso la de los padres. La propia, si se llega a constituir,
sufre continuamente la competencia de los mundos virtuales, cuyas tentaciones
carecen de contrapartidas en términos de obligaciones, compromisos y deberes.
Es un mundo de seres solitarios hiperconectados. Un mundo
que prefiere la realidad virtual a la realidad real.
Un mundo que se acomoda perfectamente a una narrativa de que
lo bueno es la satisfacción de los deseos ahora, la realización personal pasa
por delante del deber, y de que no existe nada que pueda oponerse a nuestra
diversión, sea una pandemia, una nevada histórica o leyes y conveniencias
sociales.
La madurez se postpone indefinidamente. La infantilización
es la norma.
Las ideas infantiles son las que triunfan: las buenistas y
las malistas. Las de todo para todos y las de todo para nosotros. Cualquier
activista o grupo de acción coloca en la red sus productos mucho mejor que la
gente razonable. Como dijo Marshall McLuhan, “en el ambiente de la información
eléctrica, los grupos minoritarios no pueden ser contenidos ni ignorados”.
Las nuevas tecnologías han llevado la rebelión de las masas
a un nuevo nivel jamás imaginado por Ortega y Gasset: los intelectuales y las
élites son ahora completamente irrelevantes. Las masas eligen a sus
representantes no porque los consideren mejores y más preparados, sino porque
son como ellos, ignorantes, fatuos y groseros.
Cualquier respeto que pudiese haber en el pasado por las
élites del pensamiento, ha desaparecido. La única élite que se reconoce es la
del dinero.
Las redes hacen muy fácil la intoxicación de las masas a
favor de los “relatos” que hilan los acontecimientos y los temores de unos
tiempos de inquietud inevitable como consecuencia del propio impacto de las
tecnologías en los sistemas productivos y económicos en general.
Como la gente se ha acostumbrado a las explicaciones
fáciles, a su medida, y como los antiguos relatos que daban sentido a la vida,
desde los religiosos hasta los políticos, han dejado de tener validez,
cualquier demagogo sin escrúpulos o sin cabeza pueden armarla en un momento,
incluso más allá de lo que pretendiese en un principio. (Como acaba de pasar en
USA).
No se acepta la realidad real. Es demasiado real. La gente
quiere vivir películas o videojuegos en los que si se muere se vuelve a
empezar. Por eso no se siguen las medidas de la pandemia, por eso a pesar del
aviso de la nevada se sale con el coche, o se abren las terrazas y la gente
está tomando cerveza en la calle encima de nieve helada y sin mascarilla.
Así que en resumen, la sociedad post revolución digital,
padece: rechazo a la autoridad, rechazo a la sabiduría, rechazo a la realidad,
rechazo a los deberes, rechazo a los esfuerzos (que no sean en el gimnasio),
pasión por la transparencia, pasión por la moda, pasión por la belleza física,
pasión por el placer, todo adobado por unas gotas de miedo al futuro, al compromiso
y a todo lo que parezca medio o largo plazo…
La ampliación de los sentidos que proporcionan los medios
digitales ha fomentado una sociedad que va del hedonismo al nihilismo en un
totum revolutum que es lo que denominamos populismo y que luego se descompone
en lo que unos dicen que son “nuevos” partidos de derechas y otros “nuevos”
partidos de izquierdas.
Y no es que los medios digitales no hayan cumplido con los
objetivos que parecían sugerirse desde su comienzo, es decir, poner en manos de
cualquier persona todo el conocimiento y las herramientas para transformarlo en
formas nuevas de producir riqueza, inventos maravillosos, o nuevas formas de
fraternidad universal. Eso también ha sucedido y sigue sucediendo.
Muchos jóvenes se verán retratados mucho mejor entre los que
utilizan las redes como un medio frio, (aquel en el que quien recibe el mensaje
tiene que completarlo), que como un medio caliente o sencillamente narcótico.
Muchos jóvenes siguen (aunque no lo sepan) la idea de
Epicteto de que la felicidad es un producto de la virtud definida mediante una
vida acorde a la razón. (O a lo mejor quieren tener una vida mejor, sencilla y
legítimamente).
Dado que las realidades de la vida económica, social o
incluso biológica van a seguir imponiendo su inclemente dictado, son ellos los
que ocuparán los mejores puestos de trabajo y estarán en condiciones de imponer
un poco de cordura en el desbarre político de los otros. (Por lo menos de
intentarlo).
Pero los avisos de que los bárbaros están a las puertas se acumulan
y es hora de reflexionar sobre qué clase de sociedad queremos. Sobre el hecho
de que los ninis de hoy son los sintecho de mañana. Que los aprobados generales
no van a traer más igualdad sino lo contrario. Que las democracias liberales y
los estados de derecho nos han proporcionado el periodo de bienestar más largo
de la Historia. Y que todos los experimentos sobre “nuevas” y “más justas”
formas de gobierno han acabado siempre en grandes tragedias.
Las nuevas tecnologías han traído nuevos tiempos. Para una
parte de la sociedad son herramientas de creación y transformación. Para otra
parte un mundo artificial y estupefaciente. Para unos una posibilidad de
ampliar la libertad y la autonomía personal. Para otros la posibilidad de
enredar y dominar mediante el engaño. Para unos despertar a nuevos niveles de
conocimiento. Para otros perderse en banalidades sin fin.
La ética de los nuevos tiempos aún no se ha escrito. Mucha
gente nos explica lo que pasa en las redes y sus efectos, pero pocos hablan de
como deberíamos comportarnos y menos aún de lo que significaría la virtud y la
buena vida en estos nuevos contextos. Y es cada vez más necesario porque la
demasiada virtualidad está alterando nuestra capacidad para percibir la
realidad.
Tenemos que aprender a distinguir semblanzas de realidades, como decía el viejo filósofo estoico o al menos recordar la advertencia de MacLuhan; “Una vez que hayamos supeditado nuestros sentidos y sistemas nerviosos a la manipulación privada de quienes intentaran beneficiarse a través de nuestros ojos, oídos e impulsos, no nos quedará ningún derecho”.
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