AMOR
A LA VIDA
Esto
quedará, de entre todo: Vivieron
y se esforzaron;
será ganancia esa porción del juego, aunque ya exista el oro de los dados.
será ganancia esa porción del juego, aunque ya exista el oro de los dados.
Bajaron por la costa, cojeando, doloridos, y en una ocasión el primero de los hombres trastabilló entre las rocas sembradas al azar. Estaban cansados y débiles, y sus rostros tenían la expresión tensa de la paciencia que viene con las fatigas mucho tiempo soportadas. Iban cargados con fardos envueltos en mantas y amarrados con correas a los hombros. Otra correa les pasaba por la frente, y ayudaba a sostener los bultos. Cada hombre llevaba un rifle. Caminaban en postura encorvada, los hombros bien hacia adelante, la cabeza más adelante aun, los ojos clavados en el suelo.
-Ojalá
tuviese dos de esos cartuchos que tenemos en nuestro escondrijo -dijo
el segundo.
Su
voz era total y fatigadamente inexpresiva. Hablaba sin entusiasmo; y
el primer hombre, quien se introdujo, cojeando, en la lechosa
corriente que espumeaba sobre las rocas, no ofreció respuesta.
El
otro le pisaba los talones. No se quitaron los zapatos, aunque el
agua estaba helada; tanto, que les dolieron los tobillos y se les
entumecieron los pies. En algunos lugares, el agua se les precipitaba
hasta las rodillas, y ambos hombres trastabillaban.
El
segundo resbaló en una piedra lisa, estuvo a punto de caer, pero se
recuperó con un violento esfuerzo, y al mismo tiempo lanzó una
exclamación de dolor. Parecía aturdido y con vértigos, y extendió
la mano libre mientras se bamboleaba, como buscando apoyo en el aire.
Cuando recobró el equilibrio, se adelantó, pero volvió a
tambalearse, y casi cayó. Luego permaneció inmóvil y miró al otro
hombre, quien no había vuelto la cabeza.
Se
quedó quieto durante un minuto, como si discutiera consigo mismo.
Luego exclamó:
-Oye,
Bill, me disloqué el tobillo.
Bill
continuó tambaleándose a través del agua lechosa. No miró en
torno. El hombre lo vio alejarse, y si bien su rostro siguió tan
inexpresivo como antes, sus ojos eran como los de un ciervo herido.
El
otro hombre llegó cojeando hasta la orilla opuesta y prosiguió en
línea recta, sin mirar hacia atrás. El hombre del arroyo lo
observó. Los labios le temblaban un poco, de modo que la tosca
maraña de pelo castaño que los cubría se agitó visiblemente.
Inclusive asomó la lengua para humedecerlos.
-¡Bill!
-exclamó.
Era
el grito de súplica de un hombre fuerte en apuros, pero la cabeza de
Bill no se volvió. El hombre lo miró irse, cojeando en forma
grotesca y tambaleándose hacia adelante, con pasos vacilantes, y
subir la suave cuesta hasta la blanda línea del horizonte de la baja
colina. Lo vio continuar hasta que llegó a la cima y desapareció al
otro lado. Luego desvió la mirada y poco a poco recorrió el círculo
del mundo que le quedaba, ahora que Bill se había ido.
Cerca
del horizonte, el sol ardía vagamente, casi oscurecido por informes
brumas y vapores que daban una impresión de masa y densidad sin
contornos o tangibilidad. El hombre extrajo el reloj, mientras
apoyaba su peso sobre una pierna. Eran las cuatro, y como la estación
se acercaba a finales de julio o principios de agosto -no podía
decir la fecha exacta, fuera de una aproximación de una o dos
semanas-, sabía que el sol señalaba, más o menos, el noroeste.
Miró hacia el sur y supo que en algún lugar de esas yermas colinas
se encontraba el lago Great Bear; también supo que en esa dirección
el Círculo Ártico se abría su temible paso a través de los
eriales canadienses. El arroyo en que se encontraba era un tributario
del río Mina de Cobre, que a su vez fluía hacia el norte y
desembocaba en el golfo Coronación y el océano Ártico. Nunca había
estado allí, pero una vez lo vio en un mapa de la Compañía de la
Bahía de Hudson.
Su
mirada volvió a completar el círculo del mundo que lo rodeaba. No
era un espectáculo alentador. Por todos lados, la blanda línea del
horizonte. Las colinas eran todas bajas. No se veían árboles, ni
arbustos, ni hierbas… nada más que una tremenda y terrible
desolación, que hizo que el temor se le asomara con rapidez a los
ojos.
-¡Bill!
-susurró una vez, y otra-. ¡Bill!
Se
agachó en medio del agua lechosa, como si la vastedad lo presionara
con fuerza abrumadora, aplastándolo con su complaciente atrocidad.
Comenzó a temblar como de fiebre intermitente, hasta que el arma se
le cayó de la mano con un chapoteo. Eso sirvió para despertarlo.
Luchó contra su miedo y se recobró; tanteó en el agua y recogió
el arma. Desplazó el bulto más hacia el hombro izquierdo, de modo
de eliminar una parte del peso que caía sobre el tobillo dislocado.
Luego se encaminó, con lentitud, dolorido, haciendo muecas, hacia la
orilla.
No
se detuvo. Con una desesperación que era locura, sin prestar
atención al dolor, se apresuró a subir la cuesta, hasta la cima de
la colina por la cual había desaparecido su compañero, más
grotesco y cómico, con mucho, que ese camarada que a su vez cojeaba
y se tambaleaba a sacudones. Pero en la cima vio un valle somero,
vacío de vida. Luchó otra vez contra su temor, lo superó, se
acomodó el bulto aún más hacia la izquierda y
descendió la cuesta balanceándose con violencia.
El
fondo del valle estaba cubierto de agua, que el denso musgo retenía,
como una esponja, cerca de la superficie. El agua brotaba a chorros a
cada paso, bajo sus pies, y cada vez que levantaba un pie, la acción
culminaba con un ruido de succión, cuando el musgo mojado lo soltaba
a desgana. Continuó caminando, saltando de muskeg en muskeg, y
siguió las pisadas del otro hombre, a lo largo y a través de los
salientes rocosos que se asomaban como islotes en el mar de musgo.
Aunque
solo, no estaba perdido. Sabía que más adelante llegaría a un
lugar en que abetos abedules muertos, muy pequeños y achaparrados,
bordeaban la costa de una laguna, el titchinnchilie, en el idioma de
la región, la “tierra de los palos pequeños”. Y a ese lago
afluía una reducida corriente cuyas aguas no eran lechosas. En dicha
corriente había juncos -eso lo recordaba bien-, pero no madera, y la
seguiría hasta que su principal reguero terminara en una divisoria.
Cruzaría ésta hasta el primer reguero de otro arroyo que fluía
hacia el oeste, y al cual seguiría hasta que se vaciara en el río
Dease, donde encontraría un escondrijo bajo una canoa volcada y
cubierta por muchas piedras. Y en el escondrijo hallaría municiones
para su arma descargada, anzuelos y sedales… todo lo necesario para
matar y atrapar alimentos. Y también encontraría harina -no mucha-,
un trozo de tocino y algunos fríjoles.
Bill
lo esperaría allí, y remarían hacia el sur, Dease abajo, hasta el
lago Great Bear. Y seguirían al sur, a través del lago, siempre
hacia el sur, hasta llegar al Mackenzie. Y al sur, todavía más al
sur, continuarían mientras el invierno los perseguía en vano, y se
formaba hielo en los remolinos, y los días se volvían helados y
secos, al sur, hacia algún abrigado puesto de la Compañía de la
Bahía de Hudson, donde los árboles crecían altos y había
inacabables cantidades de alimentos.
Esos
eran los pensamientos del hombre, mientras se esforzaba en continuar
su marcha. Pero así como empujaba a su cuerpo, con la misma fuerza
empujaba a su mente, y trataba de pensar que Bill no lo había
abandonado, que sin duda lo esperaría en el escondrijo. Estaba
obligado a pensar así, porque de lo contrario no habría tenido
sentido esforzarse, y se habría echado en el suelo, a morir. Y
cuando la borrosa bola del sol se hundió poco a poco en el noroeste,
repasó cada centímetro -y muchas veces- de la huida de Bill y él
hacia el sur, por delante del invierno que llegaba. Y examinó una y
otra vez los alimentos del escondrijo y los del puesto de la Compañía
de la Bahía de Hudson. Hacía dos días que no comía; y durante
mucho más tiempo no había comido lo necesario. A menudo se detenía
y recogía pálidas bayas de muskeg que se llevaba a la boca, mascaba
y tragaba. Ese tipo de bayas son un trocito de semilla cubierto por
un poco de agua. En la boca el agua desaparece, y la semilla, al
mascarla, es amarga y punzante. El hombre sabía que no contenían
alimento, pero las mascó con paciencia, con una paciencia mayor que
la experiencia y el conocimiento.
A
las nueve se golpeó los dedos de los pies en un afloramiento rocoso,
y de puro cansancio y fatiga se tambaleó y cayó. Quedó tendido
durante un tiempo, sin movimiento, de costado. Luego se quitó las
correas del atado y se arrastró con torpeza hasta quedar sentado.
Aún no había oscurecido, y en el ocaso que se demoraba tanteó
entre las rocas, en busca de mechones de musgo seco. Cuando reunió
una cantidad, encendió un fuego -un fuego que ardía sin llama,
humeante- y se puso a hervir un jarro de hojalata con agua.
Desenvolvió
su atado, y lo primero que hizo fue contar los fósforos. Tenía
sesenta y siete. Los contó tres veces, para estar seguro. Los
dividió en varias porciones, los envolvió en papel encerado, guardó
una porción en su tabaquera vacía, otra en la cinta interior de su
maltrecho sombrero, una tercera bajo la camisa, en el pecho. Hecho
eso, se apoderó de él el pánico, y los desenvolvió todos y los
contó de nuevo. Seguían siendo sesenta y siete.
Secó
junto al fuego su calzado mojado. Los mocasines eran jirones
empapados. Los calcetines de tela de manta estaban raídos en varios
lugares, y tenía los pies en carne viva y sangrantes. El tobillo le
latía, y lo examinó. Se le había hinchado hasta alcanzar el tamaño
de la rodilla. Rasgó una larga tira de una de las dos mantas y con
ella ciñó fuertemente el tobillo. Rasgó otras tiras y se envolvió
los pies, para que le sirvieran a la vez como mocasines y calcetines.
Luego bebió el jarro de agua, muy caliente, dio cuerda al reloj y se
introdujo entre las mantas.
Durmió
como un muerto. Llegó y se fue la breve oscuridad de la medianoche.
El sol se elevó en el nordeste… por lo menos el día amanecía en
ese sector, pues nubes grises tapaban el sol.
Despertó
a las seis, echado de espaldas. Miró al cielo gris y supo que estaba
hambriento. Cuando rodó para apoyarse en el codo lo sobresaltó un
fuerte bufido, y vio un caribú macho que lo miraba con despierta
curiosidad. El animal se hallaba a no más de cinco metros de
distancia, y en el cerebro del hombre surgió en el acto la visión y
el sabor de carne de caribú chirriando y friéndose sobre el fuego.
Tendió maquinalmente la mano hacia el rifle descargado, apuntó y
apretó el disparador. El macho bufó y se alejó de un salto; sus
cascos repiqueteaban y tamborileaban al huir por sobre los
afloramientos de rocas.
El
hombre maldijo y arrojó el arma. Gimió en voz alta cuando comenzó
a intentar ponerse de pie. Tenía las articulaciones como goznes
herrumbrados. Se movían con aspereza, con mucha fricción, y cada
flexión se lograba sólo mediante un puro esfuerzo de voluntad.
Cuando por fin logró levantarse, consumió un poco más de un minuto
en enderezarse, de modo de mantenerse erguido, como debe estarlo un
hombre.
Trepó
a un pequeño otero y examinó el paisaje. No había árboles, ni
arbustos, nada, salvo un mar gris, de musgo, apenas diversificado en
rocas grises, lagunitas grises y arroyuelos grises. El cielo era
gris. No había sol, ni atisbos de él. No tenía idea de hacia dónde
quedaba el norte, y había olvidado el camino por el cual llegó al
lugar la noche anterior. Pero no estaba perdido. Eso lo sabía.
Pronto llegaría a la tierra de los palos pequeños. Sintió que se
encontraba en algún lugar, a la izquierda, no lejos. . . tal vez al
otro lado de la próxima loma.
Volvió
a dar forma a su atado para el viaje. Se aseguró de la existencia de
sus tres porciones separadas de fósforos, aunque no se detuvo a
contarlos. Pero se demoró para meditar acerca de un chato saco de
cuero de alce. No era grande. Podía ocultarlo bajo las dos manos.
Sabía que pesaba siete kilos tanto como el resto de la carga-, y le
preocupaba. Por último lo dejó a un lado y se dedicó a enrollar el
bulto. Se interrumpió para contemplar el chato saco de cuero. Lo
tomó de prisa, con una mirada desafiante en derredor, como si la
desolación tratase de despojarlo de él, y cuando se puso de pie
para internarse tambaleando en el día, estaba incluido en el atado.
Se
orientó hacia la izquierda, y de vez en cuando se detenía para
comer bayas de muskeg. El tobillo se le había envarado, su cojera
era más pronunciada, pero el dolor no era nada en comparación con
el que sentía en el estómago. Los mordiscos del hambre eran
intensos. Roían y roían, hasta que no pudo mantener los
pensamientos fijos en el rumbo que debía seguir para llegar a la
tierra de los palos pequeños. Las bayas de muskeg no mitigaban esas
dentelladas, en tanto que le llagaban la lengua y el paladar con su
irritante aspereza.
Llegó
a un valle en que lagópodos de las rocas se elevaron, con
crepitantes aleteos, de los salientes y muskegs. “Quer… quer…
quer”, gritaban. Les arrojó piedras, pero no le acertó a ninguno.
Dejó su bulto en el suelo y los acechó como un gato acecha a un
gorrión. Las agudas rocas le atravesaron las perneras de los
pantalones, hasta que las rodillas dejaron un rastro de sangre; pero
la herida se perdió en la laceración del hambre. Se arrastró,
retorciéndose, sobre el musgo húmedo, se saturó las ropas y se
heló el cuerpo; pero no tenía conciencia de ello, tan grande era su
fiebre de alimentos. Y siempre los lagópodos se elevaban,
chirriando, ante él, hasta que su “quer… quer… quer…” se
convirtió en una burla contra él, y los maldijo y les gritó con el
mismo grito de ellos.
En
un momento dado se arrastró hacia uno que debía de estar dormido.
No lo vio hasta que se precipitó hacia arriba, delante de su cara,
saliendo de su
escondite entre las rocas. Estiró un brazo tan sobresaltado como el
aleteo del lagópodo, y en su mano quedaron tres plumas de la cola.
Mientras observaba el vuelo del ave, la odió como si le hubiese
hecho algún daño terrible. Luego volvió y cargó con el atado.
A
medida que pasaba el día, llegaba a valles o terrenos pantanosos,
donde la caza
abundaba
más. Pasó un grupo de caribús, de veinte y tantos animales,
atormentadoramente cerca del alcance del rifle. Experimentó un loco
deseo de correr tras ellos, la certidumbre de que podría
alcanzarlos. Un zorro negro se dirigió hacia él, llevando un
lagópodo en la boca. El hombre gritó. Fue un grito temible, pero el
zorro, que se alejó de un salto, asustado, no soltó el lagópodo.
Entrada
la tarde, siguió un arroyo, lechoso de cal, que corría entre ralos
apiñamientos de juncos. Tomó varios de éstos con firmeza, cerca de
la raíz, arrancó lo que parecía un joven brote de cebolla, no más
largo que un clavo abismal. Era tierno, y sus dientes se hundieron en
él con un crujido que prometía un delicioso alimento. Pero las
fibras eran duras. Estaba compuesto de filamentos resistentes,
saturados de agua, como las bayas, y carentes de sustancias
nutritivas. Se descargó del bulto y se lanzó hacia los juncos, de
manos y rodillas, y mordió y mascó, como una criatura bovina.
Estaba
muy fatigado, y a menudo deseaba descansar, acostarse y dormir. Pero
a cada instante se veía impulsado hacia adelante, no tanto por su
deseo de llegar a la tierra de los palos pequeños, como por el
hambre. Inspeccionó diminutos estanques en busca de ranas, y cavó
la tierra con las uñas en procura de gusanos, aunque sabía que tan
al norte no hallaría ranas ni gusanos.
Registró
en vano todos los charcos, hasta que, cuando llegaba el prolongado
ocaso, encontró un único pez, del tamaño de un foxino, en uno de
esos estanques. Hundió el brazo hasta el hombro, pero se le escapé
Introdujo las dos manos y removió el fango lechoso del fondo. En su
excitación, cayó adentro, mojándose hasta la cintura. Después el
agua quedó demasiado fangosa para permitirle ver el pez, y se vio
obligado a esperar hasta que el agua se sedimentara.
La
persecución se reanudó, y sólo se interrumpió cuando el agua
volvió a enfangarse. Desprendió del bulto el cubo de hojalata y se
puso a vaciar el estanque. Al comienzo trabajó como un enloquecido,
salpicándose y arrojando el agua tan cerca, que volvía a correr
hacia el charco. Puso más cuidado, se esforzó por mantenerse
sereno, aunque el corazón le latía contra el pecho y le temblaban
las manos. Al cabo de media hora el estanque se encontraba casi seco.
Apenas quedaba una taza de agua. Y no se veía pez alguno. Halló una
grieta oculta entre las piedras, por la cual había escapado al
estanque adyacente, más grande, que no podría vaciar en una noche y
un día. Si hubiera conocido la existencia de la grieta, la habría
tapado con una piedra al principio, y el pez hubiese sido suyo.
Así
pensó, y se derrumbó y cayó sobre la tierra mojada. Al comienzo
lloró con suavidad, casi para sí; luego el llanto se hizo más
fuerte, dirigido a la implacable desolación que lo rodeaba; y
después, durante un largo rato, lo sacudieron grandes sollozos
secos.
Encendió
un fuego y se calentó bebiendo medios litros de agua caliente, y
acampó en un saliente rocoso, tal como lo había hecho la noche
anterior. Lo último que hizo fue mirar si tenía los fósforos secos
y dar cuerda al reloj. Las mantas estaban húmedas y pegajosas. El
tobillo le palpitaba de dolor. Pero sólo sabía que tenía hambre, y
durante su inquieto sueño soñó con festines y banquetes, y con
comida servida y presentada en todas las formas imaginables.
Despertó
helado y enfermo. No había sol. El gris de la tierra y el cielo se
había acentuado, era más profundo. Soplaba un viento desapacible, y
las primeras precipitaciones de nieve blanqueaban las cimas de las
colinas. El aire se condensó y se volvió blanco mientras encendía
un fuego y hervía más agua. Era nieve húmeda, mitad lluvia, y los
copos grandes y empapados. Al principio se fundían en cuanto
entraban en contacto con la tierra, pero continuaron cayendo,
cubriendo el suelo, apagando el fuego, arruinando su acopio de musgo
combustible.
Esa
fue la señal para cargar el atado y trastabillar hacia adelante, no,
sabía a dónde. No le importaba la tierra de los palos pequeños, ni
Bill y el escondrijo debajo de la canoa volcada junto al río Dease.
Lo dominaba el verbo “comer”. Estaba loco de hambre. No prestó
atención al rumbo que seguía, siempre que lo llevase por tierras
cenagosas. Caminó a tientas, por entre la nieve húmeda, hacia las
acuosas bayas de muskeg, y se orientó por el tacto para arrancar los
juncos de raíz. Pero eran bocados insípidos, y no proporcionaban
satisfacción. Encontró unos hierbajos que tenían un sabor agrio, y
comió todo lo que pudo hallar, que no era mucho, pues eran hierbas
rastreras, que se ocultaban con facilidad debajo de varios
centímetros de nieve.
Esa
noche no tuvo fuego, ni agua caliente, y se introdujo debajo de las
mantas a dormir el espasmódico sueño del hambre. La nevada se había
convertido en una lluvia fría. Despertó muchas veces, y la sintió
caer sobre el rostro vuelto hacia arriba. Llegó el día, un día
gris y sin sol. Había dejado de llover. Ya no experimentaba las
punzadas del hambre. Se le había agotado la sensibilidad, por lo
menos en lo relativo a su ansia de alimentos. Tenía en el estómago
un dolor sordo, pesado, pero no le molestaba tanto. Estaba más
racional, y otra vez le interesó en primer lugar la tierra de los
palos pequeños y el escondrijo junto al río Dease.
Rasgó
en tiras el resto de una de sus mantas, y se vendó los pies
sangrantes. Además volvió a atarse el tobillo dislocado y se
preparó para un día de marcha. Cuando llegó a su bulto, se detuvo
largo rato ante el chato saco de cuero de alce, pero a la postre se
lo llevó consigo.
La
nieve se había fundido bajo la lluvia, y sólo las cimas de las
colinas aparecían blanqueadas. Salió el sol, y el hombre consiguió
ubicar los puntos de la brújula, aunque ya sabía que estaba
extraviado. Era posible que en sus días anteriores de vagabundeo se
hubiese desviado demasiado hacia la izquierda. Se dirigió hacia la
derecha, para contrarrestar la posible desviación respecto de su
rumbo.
Aunque
las dentelladas del hambre no eran ya tan exquisitas, se dio cuenta
de que estaba débil. Se vio obligado a detenerse con frecuencia para
descansar .y atacar las bayas de muskeg y los agrupamientos de
juncos. Sentía la lengua seca y grande, como cubierta de un fino
vello, y le dejaba un sabor amargo en la boca. El corazón le daba
muchos trastornos. Cuando caminaba unos pocos minutos, iniciaba unos
implacables golpes sordos, y luego saltaba y parecía aletear en una
dolorosa sucesión de palpitaciones que lo ahogaban y lo hacían
sentirse débil y con vértigos.
En
mitad del día encontró dos foxinos en un estanque grande. Era
imposible vaciarlo, pero ahora estaba más sereno y consiguió
atraparlos en su cubo. No eran mayores que su meñique, pero no tenía
demasiada hambre. El dolor apagado del estómago se apagaba y
atenuaba cada vez más. Casi parecía como si el estómago dormitara.
Comió los pescados crudos, masticando con minucioso cuidado, pues el
comer era un acto de puro raciocinio. Si bien no tenía deseos de
comer, sabía que debía hacerlo para vivir.
Al
atardecer pescó otros tres foxinos, comió dos y se reservó el
restante para el desayuno. El sol había secado dispersos mechones de
musgo, y pudo calentarse con el agua que hirvió. Ese día no había
recorrido más de quince kilómetros; y al siguiente, caminando
cuando el corazón se lo permitía, hizo apenas ocho. Pero el
estómago no le provocaba la menor inquietud. Se le había dormido.
Además, se encontraba en una región desconocida, y los caribús
abundaban más, y también los lobos. Muchas veces sus gañidos se
desplazaban a través de la desolación, y en una ocasión vio a tres
de ellos escurriéndose ante su senda.
Otra
noche; y por la mañana, ya más racional, desató la correa de cuero
que cerraba el chato saco de cuero de alce. De la boca abierta del
saco cayó un chorro amarillo de tosco polvo y pepitas de oro.
Dividió el oro, más o menos, en dos partes; ocultó una mitad
debajo de un saliente, envuelta en un trozo de manta, e introdujo la
otra mitad de nuevo en el saco. También comenzó a usar tiras de la
manta restante para los pies. Continuaba aferrándose al rifle, pues
había cartuchos en el escondrijo del río Dease.
Era
un día de neblina, y ese día el hambre volvió a despertar en él.
Estaba muy debilitado, y lo aquejaban vértigos que a veces lo
cegaban. Ahora no era nada extraordinario que tropezara y cayera; y
en una ocasión, al tropezar, cayó de lleno sobre un nido de
lagópodos. Había cuatro crías recién empolladas, el día
anterior… motitas de vida palpitante que apenas formaban un bocado;
y se las comió con voracidad. Se las metió vivas en la boca y las
trituró, como si fueran huevos, entre los dientes. La madre aleteó
alrededor de él, con grandes gritos. El hombre usó el arma como
porra para derribarla, pero lo esquivó y se puso fuera de su
alcance. Le arrojó piedras, y por casualidad le quebró un ala. El
ave se alejó corriendo, arrastrando el ala, perseguida por él.
Los
polluelos no hicieron más que aguzarle el apetito. Brincó y cojeó
con torpeza, con el tobillo dislocado, arrojando piedras, y en
ocasiones gritando, ronco; otras veces brincaba y cojeaba en
silencio, levantándose, hosco y paciente, cuando caía, o frotándose
los ojos con la mano cuando el vértigo amenazaba vencerlo.
La
persecución lo llevó a través de terrenos pantanosos del fondo del
valle, y encontró huellas de pisadas en el musgo empapado. No eran
las suyas, eso podía verlo. Debían de ser de Bill. Pero no podía
detenerse, pues el lagópodo hembra seguía corriendo. Primero la
atraparía, para volver luego a investigar.
Agotó
a la hembra; pero él también se agotó. El ave yacía jadeante, de
costado. Y él yacía jadeante de costado, a cuatro metros, incapaz
de arrastrarse hacia ella. Y cuando se recuperó, también se
recuperó el lagópodo, y aleteó fuera de su alcance, cuando la mano
hambrienta del hombre se extendió para tomarla. La caza se reanudó.
Cayó la noche, y el ave escapó. Él se tambaleó de extenuación y
se precipitó de bruces, cortándose la mejilla, el atado a la
espalda. No se movió durante un tiempo; luego rodó de costado, dio
cuerda al reloj y permaneció allí hasta 1a mañana.
Otro
día de niebla. La mitad de su última manta había desaparecido en
forma de vendas para los pies. No encontró la pista de Bill. No
importaba. El hambre lo impulsaba con demasiada imperiosidad… sólo
que… sólo que se preguntó si también Bill estaría extraviado.
Al mediodía, la molestia del atado se volvió demasiado oprimente.
Volvió a dividir el oro, pero esta vez no hizo más que derramar la
mitad en el suelo. Por la tarde arrojó el resto, y ya sólo le quedó
media manta, el cubo de hojalata y el rifle.
Empezó
a perturbarlo una alucinación. Estaba seguro de que le quedaba un
cartucho. Se encontraba en la recámara del rifle, y él no se había
acordado de eso. Por otro lado, sabía, al mismo tiempo, que la
recámara estaba vacía. Pero la alucinación persistía. Luchó
contra ella durante horas enteras, y luego abrió el rifle y se
enfrentó al vacío de la recámara. La desilusión fue tan amarga
como si en verdad hubiera esperado encontrar el cartucho.
Siguió
arrastrando los pies durante media hora, y la alucinación volvió a
surgir. Otra vez luchó contra ella, y sin embargo persistió, hasta
que, nada más que por el alivio que ello le daría, abrió el rifle
para disuadirse. En ocasiones sus pensamientos vagaban, y continuó
caminando trabajosamente, como un simple autómata, y extrañas
visiones y caprichos le roían el cerebro, como gusanos. Pero estas
excursiones fuera de la realidad eran de breve duración, porque
siempre los tormentos del hambre lo llamaban de vuelta a ella. En un
momento dado regresó de esas excursiones, en forma brusca y con una
sacudida, a causa de una visión que casi lo hizo desvanecerse. Se
tambaleó y bamboleó, vacilante como un borracho que trata de no
caerse. Ante él se veía un caballo. ¡Un caballo! No pudo dar
crédito a sus ojos. Había en ellos una densa bruma, salpicada de
chispeantes puntos de luz. Se frotó los ojos con furia, para aclarar
la visión, y vio, no un caballo, sino un gran oso pardo. El animal
lo estudiaba con belicosa curiosidad.
El
hombre tenía el rifle a mitad de camino hacia el hombro antes de
darse cuenta de lo que hacía. Lo bajó y extrajo su cuchillo de caza
de la vaina adornada con cuentas que llevaba a la cintura. Tenía
ante sí carne y vida. Pasó el dedo por el filo del cuchillo.
Cortaba. La punta era aguzada. Se lanzaría sobre el oso y lo
mataría. Pero el corazón inició sus sordos latidos de advertencia.
Luego siguió el loco aleteo hacia arriba, y el tamborileo, la
presión, como de una tira de hierro, en torno de la frente.
Su
desesperada valentía fue expulsada por una gran oleada de temor. En
su debilidad, ¿qué sucedería si el animal atacaba? Se irguió
hasta su estatura más imponente, apretó el mango del cuchillo y
miró con intensidad al oso. Éste avanzó con torpeza un par de
pasos, se irguió y emitió un gruñido exploratorio. Si el hombre
corría, correría tras él; pero el hombre no corrió. Ahora lo
animaba la valentía del miedo. También él lanzó un gruñido
terrible, salvaje, que exteriorizaba el miedo afín a la vida y que
se encuentra enroscado en torno de las raíces más profundas de la
vida.
El
oso se escurrió hacia un costado, entre gruñidos amenazadores,
aterrorizado él mismo por la misteriosa criatura que se presentaba
erguida e impávida. Pero el hombre no se movió. Permaneció como
una estatua hasta que pasó el peligro, y entonces se entregó a un
acceso de temblores y se dejó caer en el musgo mojado.
Se
recuperó y siguió su marcha, asustado ahora en una nueva forma. No
era el temor a morir en forma pasiva, por falta de alimentos, sino el
de ser destruido con violencia antes que el hambre hubiese agotado en
él la última partícula de empeño que lo orientaba hacia la
supervivencia. Estaban los lobos. Sus aullidos recorrían la
desolación de un lado a otro, tejían en el aire mismo la trama de
una amenaza tan tangible, que se sorprendió, los brazos en alto,
presionándola hacia atrás, como habría podido hacerlo con las
paredes de una tienda azotada por el viento.
Una
y otra vez los lobos, en grupos de dos o tres, cruzaban su senda.
Pero se apartaban de él. No se encontraban en número suficiente, y
además cazaban caribús, que no presentaban combate, en tanto que
esa extraña criatura que caminaba erguida podía rasguñar y morder.
Ya
entrada la tarde se topó con huesos dispersos, donde los lobos
habían matado a su víctima. Los restos pertenecían a lo que media
hora antes era un caribú joven, que gritaba y corría, muy lleno de
vida. Contempló los huesos, limpios y pulidos, rosados por la vida
celular que aún no había muerto en ellos. ¿Podía ser que él
terminase del mismo modo, antes que hubiera concluido el día? Así
era la vida, ¿eh? Una cosa vana y fugaz. Sólo dolía la vida. No
existía dolor en la muerte. Morir era dormir. Representaba cesación,
descanso. Y entonces, ¿por qué no se conformaba con morir?
Pero
no moralizó durante mucho tiempo. Se hallaba arrodillado en el
musgo, con un hueso en la boca, sorbiendo los fragmentos de vida que
todavía lo teñían de un rosa pálido. El dulce sabor de carne,
tenue y esquivo, casi como un recuerdo, lo enfureció. Apretó las
mandíbulas sobre el hueso y trituró. A veces se quebraba el hueso,
a veces los dientes. Luego aplastó los huesos entre piedras, los
machacó hasta convertirlos en pulpa, y los tragó. También se
machacó los dedos, en la prisa, y sin embargo encontró un momento
para experimentar sorpresa ante el hecho de que los dedos no le
dolieran tanto cuando quedaban atrapados bajo la piedra que
descendía.
Llegaron
días espantosos de nieve y lluvia. No sabía cuándo acampaba,
cuándo levantaba campamento. Viajaba de noche tanto como de día.
Descansaba donde se caía, se arrastraba cuando la vida, moribunda en
él, parpadeaba en breves chisporroteos y ardía con un poco más de
vigor. Ya no se esforzaba como un hombre. Lo que lo empujaba era la
vida que había en él, nada dispuesta a morir. No sufría. Los
nervios se le habían embotado, entumecido, en tanto que tenía el
cerebro repleto de fantásticas visiones y deliciosos sueños.
Pero
continuaba succionando y mascando los huesos triturados del caribú,
cuyos menores restos había recogido y llevado consigo. Ya no cruzó
más colinas ni divisorias, sino que siguió mecánicamente una
amplia corriente que fluía a través de un valle ancho y somero. No
vio la corriente ni el valle. No veía otra cosa que visiones. El
alma y el cuerpo caminaban y se arrastraban una al lado del otro,
pero separados, tan delgado era el hilo que los unía.
Despertó
en sus cabales, acostado, de espaldas, sobre un saliente rocoso. El
sol derramaba luz y calor. A lo lejos escuchó el grito de los
caribús más jóvenes. Tuvo conciencia de vagos recuerdos de lluvia
y viento y nieve, pero no sabía si la tormenta lo había castigado
dos días o dos semanas atrás.
Durante
un rato siguió echado sin moverse, con el sol derramándose sobre él
y saturando con su calor su desdichado cuerpo. Un hermoso día,
pensó.
Quizá
conseguiría establecer su ubicación. Con un doloroso esfuerzo, rodó
de costado. Debajo de él fluía un río ancho y perezoso. Lo intrigó
el hecho de que le resultara tan poco conocido. Lo siguió con los
ojos, poco a poco, hasta donde serpenteaba en amplias curvas, entre
las yermas colinas desnudas, más yermas y desnudas y bajas que
ninguna de las que había encontrado hasta entonces. Poco a poco, en
forma deliberada, sin excitación ni mucho más que el interés más
casual, siguió el curso de la extraña corriente hasta la línea del
horizonte, y la vio vaciarse en un mar brillante y luminoso.
Continuaba sin emocionarse. Extraordinario, pensó, una visión o un
espejismo; más bien una visión, una treta de su mente trastornada.
Así se lo confirmó el espectáculo de un barco anclado en medio del
mar refulgente. Cerró los ojos un momento, y los abrió de nuevo.
¡Resultaba extraño que la visión persistiera! Y sin embargo no era
extraño. Sabía que no había barcos ni mares en el corazón de las
tierras eriales, tal como antes supo que el rifle no contenía
cartucho alguno.
Oyó
un husmeo detrás de él… un jadeo o tos semiahogados. Muy
despacio, debido a su enorme debilidad y envaramiento, rodó hacia el
otro costado. No consiguió ver nada cerca, pero aguardó con
paciencia. Otra vez se escuchó el husmeo y la tos, y delineada entre
dos rocas dentadas, a no más de cinco metros, distinguió la cabeza
gris de un lobo.
Las agudas orejas no estaban tan levantadas como las había visto en
otros lobos; tenía los ojos legañosos e inyectados en sangre; la
cabeza parecía caer, floja y desamparada. El animal parpadeaba
continuamente a la luz del sol. Daba la impresión de estar enfermo.
Mientras lo miraba, volvió a husmear y toser.
Por
lo menos esto es real, pensó, y se volvió hacia el otro lado, para
poder contemplar la realidad del mundo que se le había ocultado
antes de la visión.
Pero
el mar continuaba brillando a la distancia, y el barco se discernía
con claridad.
¿Entonces
eran realidad, en resumidas cuentas? Cerró los ojos durante un largo
rato y pensó, y entonces se le ocurrió. Había caminado hacia el
nordeste, alejándose de la divisoria del Dease, en dirección del
valle Mina de Cobre. Ese río amplio y perezoso era el Mina de Cobre.
El mar brillante era el océano Ártico. El barco era un ballenero
que se había desviado al este, muy hacia el este, desde la boca del
Mackenzie, y se hallaba anclado en el golfo Coronación. Recordó el
mapa de la Compañía de Hudson que vio mucho tiempo atrás, y todo
le resultó claro y razonable.
Se
sentó y dedicó su atención a los asuntos inmediatos. Había
desgastado sus vendas de mantas, y sus pies eran informes trozos de
carne al rojo vivo.
Ya
no le quedaban mantas, ni el rifle, ni el cuchillo. En alguna parte
había perdido el sombrero, con el puñado de fósforos en la cinta
interior, pero los que llevaba contra el pecho estaban a salvo y
secos, dentro de la tabaquera y el papel encerado. Miró su reloj.
Marcaba las once y aún funcionaba. Resultaba evidente que lo había
mantenido con cuerda.
Se
sentía calmo y reposado. Aunque débil en extremo, no experimentaba
sensaciones de dolor. No tenía hambre. Ni siquiera le resultaba
agradable pensar en comida, y todo lo que hacía lo hacía por
imperio de la razón. Se rasgó las perneras de los pantalones hasta
las rodillas y con las tiras se ató los pies. Quien sabe cómo,
había logrado conservar el cubo. Bebería un poco de agua caliente
antes de emprender lo que preveía que sería una terrible marcha
hasta el barco.
Sus
movimientos eran lentos. Temblaba como de fiebre. Cuando se puso a
recoger musgo seco, descubrió que no podía incorporarse. Lo intentó
una y otra vez, y luego se conformó con arrastrarse a gatas. Una vez
se arrastró cerca del lobo enfermo. El animal se salió a desgana
fuera de su camino, lamiéndose los belfos con una lengua que apenas
parecía tener fuerza suficiente para enroscarse. El hombre vio que
la lengua no exhibía el acostumbrado y saludable color rojo. Era de
un color pardo amarillento, y parecía cubierta de una mucosidad
tosca y semiseca.
Después
de beber medio litro de agua caliente, el hombre descubrió que podía
ponerse en pie, e inclusive caminar como se supone que camina un
moribundo. A cada minuto, más o menos, se veía obligado a
descansar. Sus pasos eran débiles e inseguros, como los del lobo que
lo seguía; y esa noche, cuando el mar resplandeciente fue borrado
por la oscuridad, supo que no se había acercado a él en más de
seis kilómetros.
Durante
la noche oyó la tos del lobo enfermo, y de vez en cuando los gritos
de los caribús más jóvenes. Había vida en torno de él, pero era
vida fuerte, muy viva, y sabía que el lobo enfermo se pegaba a las
huellas del hombre enfermo en la esperanza de que éste muriese
primero. Por la mañana, al abrir los ojos, lo vio observándolo con
una mirada ávida y hambrienta. Se encontraba acurrucado, con la cola
entre las piernas, como un perro desdichado y angustiado. Temblaba
con el frío viento matinal, y sonrió con desaliento cuando el
hombre le habló con una voz que apenas llegaba a ser un ronco
susurro.
El
sol se elevó, brillante, y durante toda la mañana el hombre se
tambaleó y cayó con rumbo al barco anclado en el mar radiante. El
tiempo era perfecto. Era el breve veranillo de San Martín de las
altas latitudes. Podía durar una semana. O desaparecer al día
siguiente, o al otro.
Por
la tarde el hombre halló una senda. Era de otro hombre, que no
caminaba, sino que se arrastraba en cuatro patas. El hombre pensó
que tal vez fuese Bill, pero lo pensó en forma vaga, desinteresada.
Carecía de curiosidad. En rigor, ya no existían en él sensaciones
ni emociones. Ya no era susceptible al dolor. El estómago y los
nervios se le habían dormido. Estaba agotado, pero se negaba a
morir. Y porque se negaba a morir continuaba comiendo bayas de muskeg
y foxinos, bebía su agua caliente y mantenía una mirada vigilante
sobre el lobo enfermo.
Siguió
las huellas del hombre que se arrastraba, y pronto llegó al final de
ellas… unos pocos huesos recién pelados, en un lugar en que el
musgo empapado mostraba las pisadas de muchos lobos. Vio un chato
saco de piel de alce, igual al suyo, desgarrado por dientes agudos.
Lo recogió, aunque ello resultó casi superior a las posibilidades
de sus débiles dedos. Bill lo había cargado hasta el final. ¡Ja,
ja! Todavía llegaría a reírse de Bill. Sobreviviría y lo llevaría
al barco del mar radiante. Su risa era ronca y horrenda, como el
graznido de un cuervo, y el lobo enfermo lo imitó, y lanzó un
aullido lúgubre. El hombre se interrumpió de repente. ¿Cómo
podría reírse de Bill si eso era Bill; si esos huesos, tan
blanquirrosados y limpios, eran Bill?
Se
apartó. Bien, Bill lo había abandonado; pero él no tomaría el
oro, ni succionaría los huesos de Bill. Si las cosas hubiesen
sucedido al revés, Bill lo habría hecho, caviló mientras seguía
trastabillando. Llegó a un estanque. Inclinado sobre él, en busca
de foxinos, echó la cabeza hacia atrás, como si algo lo hubiese
punzado. Había visto el reflejo de su cara. Tan horrible fue la
visión, que la sensibilidad despertó lo suficiente como para
conmoverse. Había foxinos en el estanque, demasiado grande para
desagotarlo; y luego de varios intentos ineficaces para pescarlos en
el cubo, desistió. Temía, debido a su enorme debilidad, caerse
dentro y ahogarse. Por ese motivo no se lanzó al río, a caballo de
los muchos troncos encallados en los bancos de arena.
Ese
día disminuyó en cinco kilómetros la distancia que mediaba entre
él y el barco ; al día siguiente, en tres, porque ya se arrastraba
como lo había hecho Bill; y el final del quinto día encontró al
barco todavía a diez kilómetros, y a él incapaz de hacer siquiera
un kilómetro y medio diario. El veranillo de San Martín se
mantenía, y él siguió arrastrándose y desvaneciéndose en forma
alternada; y el lobo enfermo siempre tosía y estornudaba a su
espalda. Las rodillas estaban en carne viva, como sus pies, y aunque
las acolchó con la camisa, dejaba tras de sí una huella roja, sobre
el musgo y las piedras. Una vez, al mirar hacia atrás, vio al lobo,
hambriento, lamiendo sus rastros ensangrentados, y se dio cuenta con
claridad de cuál podía ser su final… a menos… a menos de que
eliminase al lobo. Entonces comenzó una tan torva tragedia de la
existencia como jamás se haya representado: un hombre enfermo que se
arrastraba, un lobo enfermo que renqueaba, dos criaturas que
empujaban su cuerpo agonizante a través de la desolación, y cada
una de las dos ansiaba la vida de la otra.
Si
hubiese sido un lobo sano, al hombre no le habría importado mucho;
pero el pensamiento de alimentar las fauces de esa cosa repugnante y
casi muerta le resultó aborrecible. Era puntilloso. Sus pensamientos
volvieron a vagar y a ser acosados por alucinaciones, en tanto que
sus intervalos lúcidos se hacían cada vez más breves y más raros.
Una
vez despertó de un desvanecimiento debido a un jadeo muy cerca de su
oreja. El lobo saltó hacia atrás, cojeando, perdió pie y cayó, en
su debilidad. Resultó ridículo, pero a él no le divirtió. Ni
siquiera sintió miedo. Estaba demasiado extenuado para eso. Pero por
el momento sus pensamientos eran claros, y continuó acostado y
pensó. El barco se hallaba a no más de seis kilómetros y medio. Lo
veía con absoluta nitidez cuando se frotaba los ojos para quitarles
la bruma, y podía ver la blanca vela de un botecillo que cortaba el
agua del mar refulgente. Pero jamás podría recorrer arrastrándose
esos seis kilómetros. Lo sabía, y aceptó el conocimiento del hecho
con suma tranquilidad. Sabía que no podía arrastrarse ni medio
kilómetro. Y sin embargo quería vivir. Era irrazonable morir
después de todo lo que había sufrido. El destino le pedía
demasiado. Y agonizante, se oponía a morir. Quizá fuese demencia,
pero en las garras mismas de la muerte la desafió, y se negó a
desaparecer.
Cerró
los ojos y se preparó con infinita precaución. Se obligó a
mantenerse por encima de la asfixiante languidez que lamía, como una
marea ascendente, todos los rincones de su ser. Se parecía mucho a
una ola, esa mortífera languidez que crecía y crecía, y le ahogaba
la conciencia poco a poco. En ocasiones quedaba casi sumergido y
nadaba a través del olvido con brazadas vacilantes; y después, por
alguna extraña alquimia del alma, encontraba otro fragmento de
voluntad y nadaba con mayor energía.
Continuó
echado de espaldas, sin moverse, y pudo oír, acercándose despacio,
cada vez más, las inspiraciones y espiraciones jadeantes del lobo
enfermo.
Se
aproximaba a lo largo de la infinitud del tiempo, y él no se movió.
Se hallaba junto a su oreja. La áspera lengua seca le raspó la
mejilla. Sus manos se dispararon… o por lo menos les ordenó
dispararse. Los dedos estaban curvados como garras, pero se cerraron
sobre el aire. La velocidad y la precisión exigen energía, y el
hombre no la poseía.
La
paciencia del lobo era terrible. La del hombre no lo era menos.
Durante medio día yació inmóvil, luchando contra la inconsciencia
y esperando a la cosa que debía alimentarlo y de la cual deseaba
alimentarse. A veces la ola lánguida se elevaba por encima de él, y
soñaba largos sueños; pero siempre, a través de todo aquello, del
despertar y el soñar, esperaba la respiración acezante y la áspera
caricia de la lengua.
No
escuchó la respiración, y se deslizó, poco a poco, fuera de un
sueño, al sentir la lengua en la mano. Esperó. Los colmillos
oprimieron con suavidad; la presión se acentuó; el lobo dedicaba
sus últimas fuerzas a clavar los dientes en el alimento que tanto
había esperado. Pero el hombre también llevaba esperando mucho
tiempo, y la mano lacerada se cerró sobre la mandíbula. Lentamente,
mientras el lobo luchaba con debilidad, la otra mano se deslizó para
aferrar. Cinco minutos más tarde todo el peso del cuerpo del hombre
caía encima del lobo. Las manos no tenían vigor suficiente para
estrangularlo, pero la cara del hombre se apretaba contra la garganta
del animal, y la boca del hombre estaba llena de pelos. Al cabo de
media hora el hombre tuvo conciencia de un cálido chorro que le caía
por la garganta. No era agradable. Parecía plomo fundido que le
penetrase por la fuerza en el estómago, y sólo su voluntad
consiguió retenerlo. Más tarde el hombre rodó hasta quedar de
espaldas, y durmió.
En
el ballenero Bedford viajaban algunos miembros de una expedición
científica. Desde la cubierta divisaron un objeto extraño en la
playa. Se movía en ésta, hacia el agua. No pudieron clasificarlo, y
como eran hombres de ciencia, treparon al bote del costado y se
dirigieron hacia la costa para investigar. Y vieron algo que estaba
vivo, pero que apenas era posible llamar un hombre. Estaba ciego,
inconsciente. Se retorcía en el suelo como un monstruoso gusano. La
mayoría de sus esfuerzos eran ineficaces, pero se mostraba
persistente, y se retorcía y reptaba, y avanzó unos cinco metros en
una hora.
Tres
semanas más tarde el hombre yacía en un camastro del ballenero
Bedford, y con las lágrimas corriéndole por las mejillas macilentas
relataba lo que había padecido y quién era. También balbuceó,
incoherente, acerca de su madre, del soleado sur de California, y de
un hogar entre naranjales y flores.
No
pasaron muchos días antes que se sentara a la mesa con los hombres
de ciencia y los oficiales del barco. Se regocijó ante el
espectáculo de tanta comida, y la observó con ansiedad mientras
desaparecía en la boca de los demás. Con la desaparición de cada
bocado se asomaba a sus ojos una expresión de profunda congoja.
Estaba muy cuerdo, pero a la hora de las comidas odiaba a aquellos
hombres. Lo perseguía el temor de que la comida no alcanzara.
Interrogó al cocinero, al grumete, al capitán, acerca de las
provisiones. Lo tranquilizaron en incontables oportunidades; pero no
les creía, y espiaba con astucia en torno del pañol de víveres,
para ver con sus propios ojos.
Se
advirtió que el hombre empezaba a engordar. Se volvía más rollizo
con cada día que pasaba. Los científicos menearon la cabeza y
teorizaron. Le limitaron las comidas, pero su cintura seguía
engrosando, y se hinchaba en forma prodigiosa por debajo de la
camisa.
Los
marineros sonreían. Ellos sabían. Y cuando los científicos se
dedicaron a vigilarlo, también se enteraron. Lo vieron dirigirse a
proa después del desayuno, y como un mendicante, con la palma
extendida, abordar a un marinero. Éste le sonrió y le pasó un
fragmento de galleta. El hombre la tomó con codicia, la miró como
un avaro contempla su oro, y se la guardó debajo de la camisa. Las
donaciones de otros marineros sonrientes eran similares.
Los
hombres de ciencia se mostraron discretos. Lo dejaron en paz. Pero
examinaron su camastro a hurtadillas. Estaba forrado de galleta; el
colchón estaba relleno de galleta; cada rincón se hallaba repleto
de galleta. Y sin embargo el hombre estaba cuerdo. Adoptaba
precauciones en prevención de otro posible período de hambre… eso
era todo. Ya se recuperaría, dijeron los científicos; y se recobró
antes que el ancla del Bedford cayese con estrépito en la bahía de
San Francisco.
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