LA CRISIS ECOSOCIAL
Ni catastrofismo apocalíptico ni techno-optimismo
¿Priorizamos
los carriles bici o los puentes de Calatrava?
¿El
biodiseño o el falo-ego-diseño?
Ambas posturas
desmovilizan políticamente y empeoran la situación. Existen otras
maneras mucho más maduras, prometedoras y eficaces de canalizar
nuestra energía emocional, mental, espiritual y física para
contribuir a una transición socialmente deseable y ecológicamente
viable: aprender a perder el miedo (a nosotras mismas, a los otros, a
la muerte) y aumentar la empatía, cohesionar la comunidad,
desacelerar en todos los sentidos y reducir la desigualdad son
estrategias mucho más prometedoras.
Ni
los problemas sociales y ecológicos son debidos a que el ser humano
es inevitablemente malo, egoísta, competitivo o idiota por
naturaleza, ni se pueden resolver solamente con mejoras tecnológicas.
Pensar lo primero tiende a fomentar la pasividad, el cinismo, el
miedo, el hedonismo
triste y
un nihilismo político que –obsesionado con la seguridad personal,
el riesgo y la protección individual– acaba polarizando a la
sociedad y exacerbando las condiciones para su colapso. Afirmar lo
segundo es creer que un instrumento puede resolver problemas
estructurales sin necesidad de cambiar la estructura.
El
mayor obstáculo para una transformación ecosocial deseable radica
en la desigualdad y la asimetría de poder existentes en el marco de
un sistema de explotación generalizada. En los últimos cuarenta
años tanto la desigualdad como la degradación medioambiental no han
hecho más que aumentar. En este contexto la innovación tecnológica
corporativa acelera y hace
más eficiente las tendencias existentes,
es decir, la desigualdad, la asimetría de poder y la destrucción
ecológica.
Cuanta
más desigualdad, más desproporcionado es el poder
político de los ricos y
más capacidad tienen para diseñar el sistema económico, legal y
financiero –también mediático y cultural– a su favor y adquirir
así más riqueza y más influencia política en un bucle de
retroalimentación.
Obviamente,
esta dinámica no solo no resuelve los problemas reales (crisis
ecológica y de desigualdad), sino que los empeora al tiempo que
genera una creciente frustración y desconfianza social que, mal
canalizada, suele desembocar en populismos autoritarios
y nacionalismos
xenófobos.
Así
se llega a la absurda situación actual en la que, mientras
ocho personas acumulan
más riqueza que la mitad de la población global, proliferan los
discursos xenófobos y racistas que claman que los refugiados e
inmigrantes salen caros a la sociedad. Estos discursos que promueven
el miedo y enfrentan a las víctimas del sistema sirven para desviar
la atención del problema real: la sociedad se endeuda y precariza
subvencionando a los superricos, no a los ultra-pobres. Lo que sale
caro socialmente es mantener a las ocho personas que acaparan más
riqueza que el 50% de la población global y cuyas estrategias
históricas de acumulación por desposesión han contribuido a las
disfunciones geopolíticas y socioecológicas que exacerban las
migraciones actuales.
Confundir
las causas de los problemas con sus síntomas es peligrosísimo,
sobre todo cuando se culpa de los problemas de un sistema
estructuralmente injusto a las personas que más lo sufren en lugar
de a las asimetrías de poder que generan su sufrimiento. En otras
palabras, el problema radica en la asimetría de poder y la
desigualdad que el sistema perpetúa, no en sus víctimas. Estudios
en epidemiología demuestran
que cuanta más desigualdad hay, más empeoran todos los problemas
sociales (obesidad, criminalidad, inseguridad, enfermedades mentales,
reducción de esperanza de vida y movilidad social, etc.) y más
difícil resulta implementar medidas eficaces para revertir la
destrucción ecológica. Por ello, implementar políticas económicas
que favorecen la acumulación de capital –es decir, que aumenten la
desigualdad– es contraproducente.
Entre
algunos círculos de multimillonarios se sabe muy bien que la actual
inercia económica y política (sin la cual su acumulación de
capital hubiese sido impensable) desemboca en un colapso
civilizatorio inminente. De hecho, varios están usando su inmensa
riqueza no para intentar enmendar la situación, sino para
construirse bunkers
de lujo de alta tecnología.
Con una mezcla de catastrofismo resignado y tecno-optimismo infantil,
algunos de ellos se preocupan de qué tecnología usarán para evitar
que los guardianes de sus bunkers se rebelen cuando llegue el colapso
civilizatorio. Ante esta actitud es difícil no percibir una
patología megalómana, egocéntrica y atormentada propia de una
cultura inmadura y disfuncional que no ha asumido su propia
mortalidad y no ha reflexionado sobre algo obvio: nuestra
interdependencia radical, donde la única manera de vivir bien pasa
por vivir sin miedo en una comunidad cohesionada (léase igualitaria)
en el contexto de un medio ambiente saludable.
El
actual sistema de explotación, injusticia y destrucción
generalizada se mantiene –aunque ya renqueante al haber chocado con
los límites
del planeta y
alcanzado una deuda
global histórica–
mediante el miedo y las fantasías (miedo manufacturado hacia
enemigos inexistentes y fantasías tecnológicas de crecimiento
económico ilimitado). Para poder transicionar hacia una prosperidad
serena para todas las personas es esencial liberarnos de dichos
miedos y fantasías. Ello requiere una inteligencia colectiva
clarividente, que deje de regurgitar tanto los pensamientos tóxicos
del miedo manufacturado como las irreflexivas letanías
techno-optimistas y sea capaz de desacelerar y reflexionar.
Las
soluciones a la crisis ecosocial son técnicamente simples y
socialmente complejas: requieren adoptar tecnologías apropiadas de
bajo impacto ya existentes (lo que Ivan Illich llamaba convivial
tools)
y cohesionar nuestras comunidades para que fomenten la inteligencia
emocional, social y ecológica. Ya sabemos –lo hemos sabido
siempre– cómo vivir bien y cuidar del suelo y de las personas
usando una fracción de la energía y los materiales (si no me creen
visiten Caña
Dulce),
pero ello se invisibiliza porque no fomenta el crecimiento económico
y ralentiza la acumulación de capital (es decir, no genera
desigualdad ni exacerba las asimetrías de poder existentes).
Lo
más eficaz para generar una sociedad segura y sana no es el
crecimiento económico, la construcción de muros, el extractivismo
necrótico, la inteligencia artificial o la militarización de
fronteras, sino la agricultura regenerativa, la reducción de la
desigualdad y la promoción de cohesión social. Para ello conviene
promover la deceleración, la frugalidad alegre y la simplicidad
próspera mediante una pedagogía
para el decrecimiento,
una filosofía permacultural que libere del miedo,
una socialización en la interdependencia y algunos cambios
significativos en los modelos de masculinidad dominantes. Se trata de
promover imaginarios menos espectaculares y más sobrios que los que
se fomentan desde el catastrofismo y el tecno-optimismo, pero mucho
menos arriesgados, más justos y muchísimo menos costosos
(económica, social y ecológicamente).
En
otras palabras, nos encontramos en un punto de inflexión crítico en
el cual debemos elegir entre continuar implementando políticas
catastróficas y carísimas basadas en el miedo y la fantasía o
proponer soluciones sistémicas y ecológicamente regenerativas
basadas en la inteligencia colectiva, la igualdad y la empatía. Hay
que decidir entre llenar las escuelas de caros aparatos tecnológicos
y publicidad corporativa para costearlos o enseñar en ellas técnicas
de meditación e inteligencia ecológica con huertos escolares;
subvencionar masivamente a las macro-corporaciones agroindustriales y
biotecnológicas o dar prioridad a prácticas socioecológicamente
benignas como la permacultura, la biomímesis y la agricultura
regenerativa; plantar bosques comestibles cerca de las ciudades o
construir aeropuertos sin aviones, estadios olímpicos y
urbanizaciones sin personas; llenar nuestras ciudades de parques,
arquitecturas efímeras y bioconstrucciones bien integradas o de
carísimas macro-construcciones socialmente disfuncionales y
ecológicamente devastadoras. En otras palabras, ¿priorizamos los
carriles bici o los puentes Calatrava, el biodiseño o el
falo-ego-diseño?
Incluso
se podría diseñar –por qué no– un sistema
monetario y financiero que
no haga el mundo inhabitable e incentive modelos urbanos y
agroecológicos a escala humana que faciliten la convivialidad, la
regeneración del suelo y la paz interior. Lo interesante es que las
opciones más deseables requieren poquísima inversión en
comparación con la inercia dominante y, además de reducir la deuda
pública, generan espirales sociecológicamente virtuosas. Dichas
alternativas desatan procesos que empoderan a las comunidades,
reducen fricción social, regeneran ecosistemas, mejoran la salud
pública y evitan canalizar la riqueza hacia las élites. ¿Quién en
su sano juicio podría oponerse a estas transformaciones y preferir
en cambio continuar con la acumulación de deuda y especulación, el
incremento de la desigualdad, la crispación social y el colapso
ecológico? Nadie, creo yo, que no sea presa del miedo (que activa
el pensamiento conservador)
o del tecno-optimismo (que promueve la aceleración irresponsable y
se olvida del principio de precaución).
En la península
ibérica ya está emergiendo una sensibilidad cultural que ha dejado
de alimentar miedos y fantasías para atreverse a imaginar y
materializar otros mundos posibles.
Luis
I. Prádanos (Iñaki)
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