4/7/23

¿Por qué no sabemos, o no sabemos que sabemos, resolver los conflictos?

DE LA POLICÍA A LA POLÍTICA         

SIN POLI: Cómo hacerse cargo del conflicto

Una investigación militante explora las formas de gestión vecinal de problemas y conflictos sociales colonizados por el poder policial

En octubre de 2022 comenzó un curso titulado Policía vs. Política. De la policialización de lo social a unas políticas de confianza, impartido desde el eje formativo de la Fundación de los Comunes a partir de su particular propósito de co-crear conocimiento crítico y políticamente posicionado.

El curso partía de una propuesta reflexiva sobre experiencias cotidianas cada vez más normalizadas, como la de la presencia policial constante en la calle o el recurso al teléfono de emergencias para resolver cualquier problema en el vecindario.

Una cotidianeidad asimismo relacionada con la extensión del aparataje policial y sus lógicas a otros ámbitos de nuestras vidas, como las escuelas, los servicios sociales o las instituciones de salud mental.

Estas experiencias ordinarias terminan de consolidar la permeación del sentido común securitario en nuestras vidas, así como la entrega de nuestra capacidad para la gestión de nuestros problemas a una institución que impone su interés político. Es lo que ocurre cuando se aumenta el número de policías en un barrio en lugar de plantear una redistribución de las riquezas o cuando se construye a ciertos colectivos desde el peligro y la amenaza en lugar de abrir puentes de convivencia y diálogo. En este sentido, las medidas policiales y el derecho penal están ocupando el vacío que el neoliberalismo deja en su ataque a lo colectivo y a las medidas sociales para atajar las desigualdades políticas y económicas.

Esta tendencia es una cuestión palpable en la mayoría de los contextos urbanos del Estado español, donde, con sus matices y particularidades territoriales, las formas de gestión de problemáticas sociales son construidas cada vez más desde la lógica de la prevención policial del riesgo y de la inseguridad ciudadana. Estos marcos de sentido nos despojan de toda capacidad de enfrentar y gestionar nuestros conflictos y nos imponen modos de hacer basados en la desconfianza, la rivalidad y la construcción del “otro” como enemigo, algo que tiene consecuencias nefastas en forma de división y enfrentamiento entre los sujetos, grupos y poblaciones que componen el cuerpo social.

Saberes comunes sobre lo policial

Sabemos que el poder policial cada vez ocupa más espacio y tenemos cada vez más herramientas para detectarlo e identificar sus efectos. El curso Policías vs. Política se propuso con el objetivo de enfrentar esta tendencia a la securitización de nuestros espacios y problemas, con una voluntad de repensar y co-construir una posición propia ante ella.  

Con estas premisas, durante algo más de un mes, participaron en el abordaje de la problemática distintas personas y colectivos que fueron presentando la particularidad del fenómeno en su ámbito —las escuelas, los barrios, los espacios públicos, los servicios sociales—, enriqueciendo, de esta forma, el conocimiento sobre el proceso de securitización de la vida.  

El conocimiento compartido durante el curso siempre fue acompañado de reflexiones y experiencias alternativas que se interrogaban sobre formas de recuperar cotidianamente la gestión de los conflictos, calles y plazas. Así es como los malestares sociales se iban alejando de las construcciones simbólicas en torno al riesgo y al peligro, para repensarlos en clave de políticas de confianza y de herramientas para la gestión de los desencuentros cotidianos.

A partir de estas reflexiones y experiencias, empezó a gestarse la posibilidad de darle forma a un proyecto que buscase un camino alternativo a la policialización de nuestras vidas, conflictos y convivencias. Pero a la hora de plantearse qué hacer con el enorme poder policial fraguado en las últimas décadas en medio de un contexto cultural que lo naturaliza, surgen dudas razonables: ¿cómo vamos a hacernos cargo de los robos, asesinatos, violaciones, mafias o bandas que se matan a machetazos? ¿Seremos más eficaces que la Policía? Estas preguntas derivan en un temor lógico: carecemos de conocimientos técnicos en desescalada, mediación, prevención y, además, no conocemos a nadie que los tenga, por lo que no nos atrevemos a responsabilizarnos de la inseguridad.

¿Por qué no sabemos, o no sabemos que sabemos, resolver los conflictos?

Como provincia europea llamada España, nos atraviesan las consecuencias de varios procesos históricos que también afectan a cercanos y lejanos rincones de la aldea global. Estos procesos serían, principalmente, la forma política Estado-nación y su declinación concreta en democracias liberales de representación parlamentaria, el ecosistema capitalista que estas instituciones políticas sustentan y la evolución de las ciudades que es resultado de todo lo anterior.

Conjugadas, estas operaciones institucionales y político-económicas han ido generando sociedades más y más despojadas de su capacidad de autogestionar los asuntos colectivos, y más y más propensas a delegarlos en formas representativas centradas en la reproducción de las clases dirigentes en vez de en los intereses de “sus” representados. Las relaciones sociales capitalistas, al poner en el centro la apropiación, la explotación, la acumulación y la competencia, nos han abocado a una crisis que actualmente parece terminal.

Nuestros entornos de convivencia inmediatos, pueblos, barrios y ciudades, en vez de espacios de encuentro, de exploración de formas singulares de vida, de experimentación de prácticas de solidaridad y apoyo mutuo, han ido mutando a contenedores de supervivencias cada vez más individualizadas, aisladas, desconfiadas y ajenas las unas de las otras. Como se pregunta Marco d'Eramo, “¿desde cuándo la ciudad es el reino de la soledad y de la alienación?”.

En este contexto, las violencias y enfrentamientos inevitables en las relaciones humanas nos resultan, cuando estallan, algo a lo que «no nos atrevemos a» o ante lo cual «no sabemos cómo» actuar. Por eso, de forma general, llamamos a la Policía. La llamamos cuando vemos a una persona tirada en la calle, porque dudamos de si está viva o muerta y no nos atrevemos a acercarnos. Recurrimos a ella cuando somos testigos de una crisis —a alguien se le va aparentemente la perola en un andén de metro— y nos da miedo lo que pueda ocurrir. La llamamos cuando escuchamos una pelea violenta entre vecinos a cuenta de la celebración de una fiesta. Acudimos a ella cuando una amiga nos desvela que su compañero la maltrata físicamente.

No se trata de culpabilizarse, las vidas son complejas: además de las preocupaciones por las condiciones materiales de vida, la orfandad respecto del hacer colectivo y la escasez de tiempo nos urgen a mirar hacia otro lado las más de las veces. Y cuando nos atrevemos a mirar de frente, tendemos a delegar en el Estado, a llamar a la Policía. ¿Pero de verdad nos creemos que lo mejor que le puede ocurrir a una yonqui sin techo, a una persona con diversidad mental, a un vecino que celebró su cumpleaños o a una mujer que teme por su vida es terminar su día en una comisaría? Nuestra hipótesis es que no pero que no tenemos tiempo, capacidad, deseo o voluntad política de hacernos cargo.

Hacernos las preguntas adecuadas

Las primeras preguntas sobre si sabremos hacernos cargo de los conflictos están mal planteadas, pues parten de la doble premisa de que vamos a sustituir a la Policía de la noche a la mañana y de que lo vamos a hacer con la misma lógica y objetivos que la Policía (solo que con formas no violentas).

¿Y si, para empezar, en lugar de plantearnos la intervención en las situaciones más violentas nos fijamos en la enorme cantidad de intervenciones de la Policía que nada tienen que ver con la violencia ni con el delito, sino con el tratamiento policial de problemas sociales, educativos, convivenciales, etc.? ¿Y si en lugar de movernos en los estrechos marcos de la “eficacia policial” —que puede traducirse en una completa ineficacia social en términos de reducción de desigualdades y afrontamiento de las causas últimas—, ponemos el foco en la propia eficacia performativa de hacer algo muy distinto de lo esperado y hacerse cargo de los conflictos como modo de producir nuevos sentidos de justicia?

Hay experiencias que nos vienen de otras geografías, distintas formas de vida o diferentes apuestas. Estas experiencias ensanchan nuestros horizontes de cambio y nos llenan de inspiración. Por ejemplo, cuando Alicia Hopkins nos habla de una justicia entendida como acuerdo —y no como castigo—. Esto es, cuando se actúa desde la premisa de que cuando una violencia golpea, es la comunidad al completo la que se ve afectada. O que ante un daño toca, de entrada, buscar formas de reparación. O que la violencia desatada es inmanente a lo comunitario en vez de algo extraño que cabe solucionar mediante una expulsión.

Abordar lo que agrede a un entramado humano como asunto que atañe a toda la comunidad y de la que esta ha de hacerse cargo es asimismo el enfoque explorado en las prácticas de cuidado de la seguridad y de la justicia comunitaria en las comunidades zapatistas de Chiapas, las comunas de Rojava o la comunidad de Acapatzingo.

En el mundo occidental y en el mundo a secas, pues el capitalismo y su destrucción de los lazos comunitarios y sociales es una realidad que atraviesa la aldea global la existencia de comunidades de apoyo mutuo que se reconozcan como tales es algo prácticamente inexistente. Nada más lejos de la priorización de lo común, por ejemplo, en eso que llamamos «comunidad de vecinos» y que es la suma de propietarios que se juntan una tarde al año para velar por sus muy respectivos intereses de valorización de su propiedad. 

Tampoco los barrios, pese a la pervivencia de ciertos reconocimientos identitarios que beben de la memoria de antiguas luchas vecinales y formas de vida antaño compartidas, pueden considerarse hoy topografías comunitarias. Las comunidades o, tomando la expresión de  Raquel Gutiérrez, los entramados comunitarios, se presentan en la actualidad más como desafíos que como realidades preexistentes. Empeños de urdimbres de lo común que surgen en las luchas concretas —por el agua, la vivienda, el barrio, la tierra, la libertad de movimiento—; se reinventan en espacios de cooperación y encuentro, como los centros sociales de pueblos y ciudades; se tejen a partir de estructuras barriales creadas y sostenidas desde tanteos de sindicalismo social.

Además de esa ambición política por lo común que se traduce en algunas prácticas concretas y próximas, indispensables pues prefiguran formas de organizarnos asentadas en nuestra interdependencia, también nos parece importante detenernos en actitudes individuales y cotidianas que nos recuerdan que sí contamos con capacidades de respuesta más allá de la llamada a la Policía.

Pensemos en todas aquellas veces que no la llamamos. Rescatando los ejemplos citados más arriba: ¿y si nos acercamos a la persona sin techo para preguntarle si se encuentra bien o si necesita asistencia médica? ¿Y si buscamos la complicidad de otras personas para atender a aquella otra que parece estar en medio de una crisis? ¿Y si intentamos mediar entre los vecinos enfrentados? ¿Y si acompañamos a nuestra amiga, con el tiempo y el calor suficientes, en las decisiones que decida tomar?

Este cambio de preguntas nos permite salir del paradigma de los saberes técnicos para adentrarnos en el de la experimentación. Sin renunciar a algunos de esos saberes en mediación o desescalada, pero apropiándonos de ellos y recombinándolos con una apuesta política. No tenemos seguridad sobre los resultados, estamos ante la pura incertidumbre, pero si compartimos la hipótesis firme de que esa práctica no policial ya está reduciendo por sí misma la violencia urbana, transmitiendo otras formas de hacer y, como presumimos, dando una respuesta a la situación en forma de acompañamiento vecinal allí donde está ausente.

Mediar en los conflictos, muchas veces complejos, que se cruzan en nuestras vidas, no siempre desemboca en finales felices o en soluciones reales susceptibles de bloquear o desviar las violencias o conflictos que nos empujaron a intervenir. Pero el propio intento nos sitúa ya en una casilla de salida mucho más emancipadora. Porque hemos decidido actuar en vez de delegar. Porque hemos empezado a tejer lazo social. Porque hemos optado por descorrer los opacos telones del miedo para ensayar otras formas de entender y practicar seguridades, acompañamientos, acuerdos. 

Cuándo no llamamos a la Policía

¿Y cómo empezar semejante empresa en ciudades tan grandes, en las que intervienen más de 500 policías por cada 100 mil habitantes (una de las tasas más altas de Europa, por cierto, solo después de Rusia y Chipre)? Nuevamente, la pregunta es fallida. Según tomábamos la palabra, sesión tras sesión del citado curso afloraban ejemplos de situaciones en las que habíamos —o sabíamos de alguien que había— gestionado un problema de convivencia, e incluso de violencia, sin la intervención policial, produciendo unos efectos inesperados.

Todas esas anécdotas personales a las que nunca habíamos prestado mayor atención, cuando son escuchadas de manera consecutiva permiten trazar vínculos que van conformando una trama y componiendo algo más grande. Más que ante anécdotas individuales, estábamos ante lógicas culturales subterráneas e invisibles nutridas de cuidados y de un arraigado sentido pro-común. 

Cambio de pregunta: ¿y si en lugar de pensar las alternativas, miramos a nuestro alrededor, incluso nos miramos al espejo, y nos fijamos en lo que ya hacemos sin Policía? En lugar de idear una nueva tecnología sobre la nada, se trata de prestar atención a las prácticas prefigurativas que ya funcionan —llevan milenios haciéndolo de formas muy diversas y culturalmente situadas— de afrontar el conflicto sin Policía (una institución con solo unos pocos siglos, ni más ni menos que los que tiene el capitalismo). Esas prácticas son creadoras de nueva realidad en la ciudad neoliberal en la medida en que desestructuran las posiciones de partida: en lugar de seguir una lógica policial, producen política.

“SinPoli”

¿Cuál es el objetivo de nuestra iniciativa, a la que hemos llamado SinPoli, y qué primeros pasos pretendemos transitar? Nuestro propósito principal es ampliar tanto el campo de conocimiento y discursivo, como la red de personas y colectivos aliados en prácticas y apuestas despolicializadoras y antipunitivas en la resolución de desacuerdos, conflictos y violencias que, inevitablemente, generamos en nuestras relaciones sociales y comunitarias. Aspiramos firmemente a ir construyendo una red abolicionista de la policía y de las cárceles.

Y para ir adoquinando el camino en esa dirección, la idea es arrancar con una encuesta en redes sociales. Esta encuesta nos debería servir para lanzar una primera interpelación a grupos y colectivos, pero también a personas individuales, sobre todas las ocasiones en que apostaron por tomar las riendas de aquel conflicto o violencia que se atravesó en sus vidas. A partir de esta primera recogida, analizaremos el feed back obtenido y lo devolveremos a la arena pública en forma de hipótesis, nuevas preguntas y propuestas con vocación de extender y profundizar en saberes y debates.

Además, estamos llevando a cabo talleres y participando en seminarios y jornadas de conversación abiertas en centros sociales y estructuras populares dispuestas a pensar una relación con lo represivo y lo punitivo que avance desde la denuncia hacia la producción de alternativas.

No hemos hecho más que empezar y nos queda todo por delante. Pero pensamos que en esta apuesta nos jugamos algo importante, la posibilidad de inventar formas de hacer que contrarresten la ofensiva neoliberal-securitaria y su policialización de las desigualdades.

https://www.elsaltodiario.com/metropolice/politica-vs-policia-(o-hacerse-cargo-del-conflicto-poli)  

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