13/9/22

Primero lo legal, luego lo moral, y si sobra energía, hacer del mundo un lugar mejor

LO BUENO, LO CORRECTO Y LO OBLIGATORIO   

Todos queremos hacer lo correcto. También lo bueno. Incluso, eventualmente, lo obligatorio, so pena de ser castigados. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. ¿Qué es lo bueno? ¿Qué es lo correcto? ¿Qué es lo obligatorio?

Incluso asumiendo que podamos acordar una definición para tales conceptos, ¿con qué intensidad deberán ser adoptados? Por ejemplo, si lo moralmente correcto es incrementar el bienestar humano, entonces deberíamos hacer lo que fuera necesario para conseguirlo. Pero ¿cuánto?

El filósofo Peter Singer llega a poner un ejemplo límite, el de Zell Kravinsky, en su libro Vivir éticamente: Cómo el altruismo eficaz nos hace mejores personas. Kravinsky fue un hombre que no solo entregó la mayor parte de su fortuna para obras benéficas, sino que incluso donó uno de sus riñones a un desconocido después de calcular que su riesgo de morir si continuaba adelante con la donación era de 1 entre 4.000. Es decir, si no donaba su riñón estaría valorando su propia vida en 4.000 veces la de un desconocido.

Incluso quienes tratan de reducir toda la complejidad que entraña lo bueno, lo correcto y lo obligatorio apelando a una entidad divina, no están a salvo de incurrir en problemas teológicos derivados de seguir la voluntad de Dios. ¿Cómo saber si se está malinterpretando, como humano, dicha voluntad? ¿Cómo saber si se está siendo engañado por un diablo haciéndose pasar por Dios?

O tal vez Dios solo te está poniendo a prueba para comprobar, tal y como dijo Woody Allen, si eres realmente una buena persona o simplemente estás dispuesto a «seguir cualquier orden por estúpida que sea, siempre que provenga de una voz resonante y bien modulada».

TRANVIOLOGIA

En 1967, Philippa Foot diseñó uno de los dilemas morales hipotéticos más célebres de la filosofía moral del siglo XX. Un tren fuera de control avanza a toda velocidad hacia un estrecho túnel en el que están trabajando cinco operarios. Si continúa, estas personas morirán, sin ninguna duda. Si tira de la palanca morirá una sola persona que trabaja en la otra via ¿Deberías tirar de la palanca?

De acuerdo con la tradición consecuencialista, lo que importa es producir el mejor resultado global posible, que en este caso significa claramente tirar de la palanca a fin de que mueran cuatro personas menos. Pero, según la tradición deontológica, el fin no siempre justifica los medios, porque tenemos el deber de evitar ciertas acciones, como matar a otros.

En este escenario, parece que la mayoría de las personas se sienten atraídas por la posición consecuencialista: consideran justificado tirar de la palanca porque se salvan más vidas, aun cuando ello implique que la acción cause directamente una muerte.

Sin embargo, si describimos el dilema del tranvía de un modo un tanto diferente, puede provocar intuiciones muy distintas. En otra versión, la única forma de detener el tren consiste en empujar a alguien a la vía, sabiendo, como experto ferroviario, que eso sería suficiente para detener el tren. En este caso, la gente no tiende a ser tan utilitarista porque tiene que empujar directamente a una persona. Se siente más responsable del acto de matar a una persona para salvar a cinco. Lo que produce más asco moral.

Como se ve, el contexto puede cambiar lo que consideramos moral e inmoral. Además, las reglas morales, a pesar de parecer fijas y uniformes, muchas veces se incumplen o tergiversan.

Nuestra forma de procesar moralmente el mundo está tan sujeta a la psicología y el contexto que siempre podemos encontrar dilemas morales en los que no hay acuerdo universal o en los que cambiamos nuestros principios sin apenas darnos cuenta. Porque si hay algo parecido a un principio moral, es solo un principio: en el mundo real, no siempre vamos a regirnos por él.

E incluso encontraremos sugerentes justificaciones morales para haber contravenido dicho principio. Por eso, esta cita atribuida a Stalin no puede ser más escalofriantemente cierta: «La muerte de un hombre es una tragedia; la muerte de millones es una estadística».

De hecho, somos tan sensibles a las condiciones en lo referente a nuestro comportamiento moral que quienes se medican con inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, una clase de compuestos generalmente usados como antidepresivos, son más reacios a aceptar que matar a una persona, aunque sea para salvar a cinco, está moralmente justificado. La simple alteración neuroquímica con un fármaco altera tu percepción de tus principios morales.

Otro ejemplo de cómo podemos tener principios, pero a la vez los tergiversamos para salir ganando, lo plantea así el filósofo Julian Baggini en su libro Los límites de la razón:

El ejemplo más evidente de ello es el amor materno y paterno. ¿Sería el mundo un lugar mejor si los padres considerasen por igual los intereses de todos los niños, sin dispensar un trato preferente a sus propios hijos? Aparentemente, no. Y, sin embargo, dado que los padres colman de amor a sus hijos, el dinero que podría evitar que un niño muriese de malaria se gasta, en cambio, en frívolos juguetes y regalos que el niño no necesita. No está nada claro cómo se puede resolver esta tensión, pero creo que la mayoría de la gente aceptaría que es preciso equilibrar la razón caliente y la fría más que eliminar una de ellas.

De hecho, cuando planteamos un principio moral ni siquiera estamos ante un principio en sentido estricto, sino ante un consejo de escasa resolución. Un principio moral es una simplificación incapaz de encontrar siempre camino en la jungla de las complejas interacciones sociales, hasta que acaba perdida en contradicciones, cambios de senda, retrocesos y hasta el autoengaño.

Por eso ni siquiera existe un principio utilitarista, sino innumerables versiones del utilitarismo. O sea, que no solo debemos escoger ser mayormente utilitaristas o deontológicos, no solo vamos a cambiar esa opción según las circunstancias o si nos estamos medicando con un antidepresivo, sino que, además, vamos a escoger una versión u otra del utilitarismo para que encaje con nuestra decisión moral.

Por ejemplo, en la mayoría de las versiones del utilitarismo se nos exige que hagamos aquello que más reduzca el sufrimiento general. Aceptando la validez de ese principio, sencillamente hacemos lo que podemos, o nos justificamos aduciendo que lo importante es acercarnos lo máximo posible. Cuando ese  máximo normalmente es el que está asociado a nuestro bienestar.

Es decir, que un principio moral, finalmente, no es algo que se deba hacer, sino un ideal al que aspirar pero que aceptamos que nunca alcanzaremos. El problema está de nuevo en cómo decidimos dónde está la aproximación más moralmente justificable.

A veces, habrá personas que se comportarán tan alejadas del principio que parece incluso que no lo cumplen, aunque interiormente crean que están aproximándose «todo lo posible o razonable». Aquí podríamos poner el ejemplo de mucho ecologista de boquilla, que da el coñazo todo el día sobre evitar las botellas de plástico, pero cada año toma un avión comercial para irse de vacaciones,  causando un impacto en un solo viaje mayor que el de todas las botellas de plástico que vaya a dejar de usar en toda su vida.

AXIOLOGÍA, MORALIDAD Y DERECHO

Consideremos la distinción entre axiología, moralidad y derecho. La axiología es el estudio de lo que es bueno. La moralidad es el estudio de lo que es correcto hacer. La ley es lo que socialmente es prescriptivo.

Estos tres conceptos son bastante similares. Son directrices vagas de lo que es o no es deseable. Pero la mayoría de las sociedades no llegan a hacerlos exactamente iguales.

Solo los más puros consecuencialistas y los utilitaristas absolutos pueden decir que la axiología es exactamente igual a la moralidad. Y solo los puritanos más severos tratan de legislar la ley estatal para que sea exactamente idéntica a la ley moral.

Pero lo normal es que estos conceptos estén separados. Y estos conceptos se mantienen separados porque cada uno hace compromisos diferentes entre la bondad, la implementación y la coordinación.

Un ejemplo: la axiología no puede distinguir entre asesinar a tu molesto vecino y no donar dinero para salvar a un niño que se está muriendo de hambre en Uganda. Para la axiología, ambos son solo una vida extinguida del mundo antes de tiempo. De hecho, sería mejor salvar al niño, que, al menos, tiene una vida más larga por delante. O sea, que le den al vecino.

Pero la moral establece una distinción: dice que no matar es obligatorio, pero donar dinero a Uganda es supererogatorio (es decir, un acto que supera al deber positivo).

Otro ejemplo: donar a la caridad el 10% de tus ingresos puede ser una regla moral. La axiología dice: «¿Por qué no donar todo?». La ley dice: «No te meterás en problemas, incluso si no donas nada», pero a nivel moral establecemos una regla clara y práctica que encaja con nuestra sistema motivacional y hace que la donación, tachán, suceda.

En otras palabras: desde una perspectiva utilitarista, la moralidad es un intento de evaluar las infinitas demandas de la axiología, para hacerlas implementables por personas específicas que viven en comunidades específicas.

Por su parte, la ley es un intento de formalizar las complicadas demandas de la moralidad, para hacerlas implementables por un Estado con oficiales de policía y tribunales de justicia.

También trata de evitar el desorden civil o la guerra civil asegurando a todos que lo mejor para ellos es apelar a un código legal justo y universal, en lugar de tratar de resolver sus desacuerdos directamente. Si desafías la ley, sigues teniendo todos los problemas de desafiar la axiología y la moralidad. Y haces que tu país sea menos pacífico y estable. Y vas a la cárcel.

En una situación saludable, cada uno de estos sistemas refuerza y ​​promueve al otro.

La moralidad te ayuda a implementar la axiología desde tu limitada perspectiva humana, pero también te ayuda a evitar que te sientas culpable por no ser Dios y no poder salvar a todo el mundo.

La ley ayuda a hacer cumplir las reglas morales y axiológicas más importantes, pero también deja a las personas que sean lo suficientemente libres para usar su mejor juicio sobre cómo perseguir a los demás.

Y la axiología y la moralidad ayudan a resolver disputas sobre lo que debería ser la ley, y luego brindan el apoyo de la comunidad, la Iglesia y la conciencia individual para favorecer que las personas sean respetuosas de la ley.

En estas situaciones saludables, la prioridad universalmente acordada es que la ley triunfa sobre la moralidad y la moralidad triunfa sobre la axiología.

Primero, porque no puedes cumplir con tus obligaciones con tu comunidad desde la cárcel, y no puedes trabajar para hacer del mundo un lugar mejor cuando eres un marginado social universalmente odiado. Pero también porque no se puede trabajar para construir comunidades y relaciones sólidas en medio de una guerra civil, y no se puede trabajar para hacer del mundo un lugar mejor desde un entorno de baja confianza.

Entonces, primero cumples con tu deber legal, luego con tu deber moral, y luego, si te sobra energía, tratas de hacer del mundo un lugar mejor.

Naturalmente, todo esto es solo una aproximación, porque todos son conceptos porosos y no universales. Pero es una forma de abrir senda. Algo así como el camino de baldosas amarillas que nos conduce hacia el mago de Oz moral (aunque luego descubramos, un poco defraudados que detrás del magnífico mago de Oz solo había un hombre corriente envuelto en efectos especiales).

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