El futuro es rural
Si la abundancia de
petróleo barato favoreció la globalización, la escasez favorecerá la
relocalización. —Antonio Turiel
La situación del sistema alimentario europeo ya era complicada en 2013 cuando Yves Cochet ―en aquel momento diputado ecologista del grupo los Verdes/ALE en el Parlamento Europeo y conocedor de los posibles choques sistémicos desestabilizadores de nuestra red alimentaria― encargó al colapsólogo Pablo Servigne escribir un informe sobre cómo podríamos abastecernos en Europa cuando la estructura comenzase a colapsar.
De allí salió Nourrir l’Europe en
temps de crise, que nos habla sobre maneras de transitar de un modelo
industrial dominante a múltiples sistemas heterogéneos, más autónomos en
energía, sencillos y locales.
Aquellos países que hemos pasado por la Revolución verde y en los cuales casi ha desaparecido el campesinado no partiríamos de cero, ya que existen diversas experiencias alternativas por todas partes, que han surgido espontáneamente allí donde la seguridad alimentaria falla o donde ciudadanos conscientes de su fragilidad han decidido actuar de manera colectiva.
Las circunstancias están evolucionando muy deprisa. En la década de los setenta aún podíamos hablar de desarrollo sostenible, pero ya no tenemos tiempo. Aunque la transición ya haya comenzado en los márgenes, antes de que las perturbaciones sobre la red alimentaria comiencen a desestructurarla deberíamos anticiparnos y decidirnos a ir relocalizando nuestra forma de alimentarnos.Construir islotes de resiliencia
Para pensar la forma y el funcionamiento de esos sistemas
alimentarios resilientes y sostenibles tendríamos que apoyarnos en los
principios básicos de la resiliencia, entendiendo esta no tanto como la
capacidad de resistir ante los cambios y tender más tarde a su estado inicial,
sino como la capacidad de adaptarnos a ellos, creando algo nuevo.
El problema es tan complejo que Servigne nos invita a
acercarnos a él no con modelos cuantitativos deterministas, sino más bien de una
manera cualitativa e intuitiva. Por lo tanto, imaginemos islotes de
resiliencia que sean:
§ Locales. Hasta
ahora, el hecho de mantener artificialmente los precios de la energía bajos,
gracias a la abundancia en combustibles fósiles y a no tener en cuenta los
costes sociales ni los medioambientales, nos ha permitido disfrutar de largas
cadenas de transporte. No obstante, en cuanto dispongamos de menos energía y
aumente su precio (como ya está ocurriendo) la estructura alimentaria volverá a
ser local.
Con el tiempo, los medios de transporte más eficientes en
energía (tren, barco, bicicleta…) se verán favorecidos, mientras que se
limitará el transporte aéreo y por carretera. El cambio podría ser menos
traumático si lo planificamos. Además será beneficioso, ya que producir,
transformar y consumir localmente aumenta la seguridad alimentaria, crea
empleo, reduce el consumo de energía fósil y, en consecuencia, el impacto sobre
el clima.
§ Diversificados. En
principio, la estrategia más sensata parece ser la que conlleve el mayor número
posible de sistemas heterogéneos que estimulen la diversidad y, de esta manera,
algunos lograrán adaptarse a las nuevas condiciones. La producción agrícola del
futuro tenderá hacia el policultivo combinando varias especies vegetales (asociación
de cultivos) o grandes cultivos con árboles (agrosilvicultura), o bien, con una
mezcla de cultivos, árboles y animales (agroecología y permacultura).
§ Modulares
y descentralizados. Otra consecuencia de la diversificación es que
permite compartimentar los sistemas regionales, de manera que en momentos de
crisis los problemas no se contagien. Por su parte, la descentralización
devolverá a las regiones y a los colectivos locales el poder de decisión sobre
qué se quiere producir, según las necesidades de cada región. Un organismo
institucional a mayor escala podría encargarse de la coordinación entre
regiones, pero no de su mantenimiento.
§ Cíclicos. Necesitamos
abandonar nuestra tendencia a tener una visión lineal y a no cerrar ciclos. En
cambio, la naturaleza funciona de una manera cíclica: un bosque produce mucha
biomasa y no tiene residuos porque el producto de una especie es el recurso de
otra. Así el sistema se autoorganiza, no contamina y es eficiente en energía.
§ Transparentes. La
red alimentaria actual es compleja y opaca, sobre todo, en las ciudades.
Desconocemos las etapas por las que pasa nuestra comida y esto nos dificulta
reaccionar ante las complicaciones, haciéndonos más vulnerables. Necesitamos un
mayor control sobre nuestra alimentación, que solo será posible en estructuras
más pequeñas y sencillas.
§ Basados
en la cohesión social a escala local. La resiliencia colectiva es
fundamental. Aquellos grupos que favorezcan la implicación ciudadana, que creen
condiciones sociales para la autoorganización o que implementen sus propios
mecanismos de innovación serán los que saldrán mejor parados ante las
perturbaciones. Por el contrario, aquellos que no desarrollen mecanismos de
cooperación y se mantengan en la lógica capitalista de la competición serán los
más afectados por las crisis.
§ Que
usen una agricultura solar y de reparación. Ante la
inminente escasez de combustibles fósiles y la destrucción de los ecosistemas,
tenemos que pensar en una actividad agrícola que no solo se responsabilice de
la producción alimentaria, sino también de la restauración de las funciones
ecosistémicas, deterioradas por la agricultura intensiva. Tendremos, al mismo
tiempo, que descontaminar el suelo, enriquecer la biodiversidad de los
agroecosistemas e, incluso, almacenar CO2 en el suelo. Y todo
esto solo con energías renovables. La agricultura será intensiva en mano de
obra (animal y humana), pero sobria en energía.
§ Consecuentes
con los límites. No habrá transición posible a menos que aceptemos los
límites de la naturaleza, nos alimentemos de forma racional, reduzcamos el
consumo de carne y controlemos voluntariamente la demanda. Mientras no seamos
capaces de autolimitarnos colectivamente, será muy difícil conseguir un sistema
compatible con la biosfera.
Crear alianzas urbano-rurales
En las ciudades modernas no hay casi stock de
alimentos, ya que en las últimas décadas nos hemos acostumbrado a que los
mercados centrales acojan diariamente productos de todas partes. Cualquier
incidente importante en la distribución puede producir desabastecimiento para
millones de personas en muy poco tiempo. Por fortuna, ya existen alternativas
dentro y alrededor de las ciudades: la agricultura urbana y periurbana.
Un par de limitaciones que no deberíamos pasar por alto son
la contaminación de las ciudades (del aire, suelo y agua) que puede tener
consecuencias en la calidad de los alimentos y es preciso que seamos
conscientes de que con este tipo de agricultura no vamos a cubrir las
necesidades alimenticias de la población. La agricultura urbana puede ser un
complemento al cultivar hortalizas y frutas en los huertos urbanos, pero no
para producir los cereales que constituyen la energía alimentaria básica, que
seguirán cultivándose fuera de las ciudades.
Cuando el sistema alimentario industrial comience a
desestabilizarse, tendremos que multiplicar y desarrollar rápida y
simultáneamente todos estos medios alternativos. Sería preferible que tomásemos
nota de las experiencias ya implementadas para pasar, en breve, a la acción.
En las últimas tres décadas se está trabajando en varios
países en redes de ciudades que pretenden políticas alimentarias sostenibles.
Por una parte, Fuhem nos presenta el informe Las ciudades españolas
ante el reto de la alimentación sostenible, en el que sus autores reconocen
que «las ciudades se enfrentan, con herramientas escasas, a problemas difíciles
de abordar por lo que la estrategia se apoya fundamentalmente en la cooperación
y el trabajo en red». Además, nos hablan de cómo el Ayuntamiento de Zaragoza
planteó en 2016 la posibilidad de poner en marcha una Red de Ciudades por la
Agroecología, de ámbito europeo ―cuya web posee ejemplos
inspiradores― a la vez que nos presentan su trabajo a nivel estatal.
También es recomendable echar un vistazo al ejemplo de transición
del modelo alimentario de la ciudad belga de Lieja. Aparte de la iniciativa
ciudadana Liège en transition encontramos
un proyecto de agricultura periurbana, Ceinture
Aliment-Terre, cuyo objetivo es asegurar el aprovisionamiento de alimentos,
desarrollando proyectos agroecológicos, a la vez que fortalecen la economía
local. Por otro lado, publicaron el informe Se
nourrir autrement à Liège, sobre las propuestas que están llevando a
cabo para intentar garantizar la sostenibilidad.
Encontrar inspiración para actuar con rapidez
No se pretende poner en duda el trabajo de instituciones
como la Organización de las Naciones Unidas por la Alimentación y la
Agricultura (FAO), solo la lentitud con la que se aplican las resoluciones o la
viabilidad de algunos proyectos. Junto con el programa Food for the cities,
concebido para fomentar la cooperación entre instituciones en la búsqueda de
sistemas alimentarios urbanos más sostenibles y resilientes, trabajaron en
favor del Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán (MUFPP). Este pacto
consiste en un «texto explicativo que muestra el papel de las ciudades para
contribuir a la transformación de los sistemas alimentarios urbanos hacia la
sostenibilidad».
El propósito de este acuerdo era tener una visión general de
cómo podría ser una estructura alimentaria óptima, que proporcionara seguridad
alimentaria en las ciudades a la generación actual, sin comprometer a la de
generaciones futuras. En 2019, eligieron tres ciudades como proyectos piloto
(una de ellas en Madagascar) para que sirvieran de ejemplo de implantación de
un modelo a nivel local y, posteriormente, compartieran su aprendizaje con
otras ciudades. Comenzaron a definir su visión estratégica, identificar
prioridades, elaborar un plan de acción de política alimentaria, establecer un
equipo de trabajo…
En 2021 se publicó la noticia de que casi tres millones de
personas en la isla de Madagascar están sufriendo las consecuencias de dos
sequías extremas consecutivas (las peores de los últimos cuarenta años). Parece
que la falta de lluvia y las tormentas de arena han provocado en la región sur
del país un escenario que ha sido clasificado por la ONU en el nivel más alto
de la escala que mide la inseguridad alimentaria, definido como hambruna o
catástrofe humanitaria. Esta noticia además de mostrarnos la inminencia de los
efectos del cambio climático, hace que nos cuestionemos si es realmente viable
el planteamiento de una alimentación urbana sostenible.
Relocalizar el sistema alimentario: el futuro es rural
Aunque a los urbanitas nos cueste reflexionar sobre la
urgencia de dejar las grandes ciudades, más tarde o más temprano, ese momento
llegará. Es difícil prever cómo será la nueva ruralidad, pero es más fácil
imaginar lo que no va a ser: nada que ver con el fenómeno neorrural. No se va a
parecer a la utopía comunitaria de los años setenta, ni al movimiento
alternativo rural (vinculado al movimiento hippie y al
ecologista) de la década de los ochenta; de los que hablan Sayadi y el resto de
autores del informe Ciudad versus campo. Ni siquiera se asemejará
al concepto moderno o neorruralismo contemporáneo, que Adrián Almazán cuestiona
en su informe La nueva ruralidad como propuesta necesaria y deseable;
es decir, no será un proyecto alternativo en clave rural, que fomente la
construcción de infraestructuras, impulse la digitalización, estimule el
turismo rural o desaconseje la actividad agrícola-ganadera.
Lo que nos propone Almazán es una idea innovadora: la nueva
ruralidad como forma de resistencia y lucha política ante el colapso de la
civilización industrial. Por una parte, puede ser una alternativa necesaria
ante la crisis multidimensional; que no se va a solucionar con recetas
tecnológicas, sino con descentralización y disminuyendo el consumo de materia y
energía. En este sentido, la nueva ruralidad imitaría los metabolismos
campesinos e indígenas. Por otra parte, Almazán plantea esta nueva ruralidad
como una oportunidad, quizá única, para garantizar la soberanía energética y
alimentaria, aprovechando la escala pequeña, con el fin de reconstruir vínculos
comunitarios que nos ayuden a emanciparnos (en la línea del municipalismo
libertario).
No nos engañemos: esta transformación de la civilización no
va a ser fácil. Hay quien prevé el fracaso, recordando experiencias del pasado
reciente que no dieron su fruto, debido a las dificultades que acarrea la vida
en común y las penalidades del trabajo en el campo. Tanto Almazán como Marc Badal
vinculan la vuelta al campo con grandes dosis de conflicto. Badal, en su
ensayo Fe de erratas. La agitación rural frente a sus límites, nos
advierte que «la idealización naíf de la imagen que tenemos de lo rural tiene
poco o nada que ver con la realidad». Además, nos pone los pies en el suelo
cuando caemos en la tentación de minimizar el gran esfuerzo que va a suponer
abandonar la ciudad para implementar una alternativa de vida en el campo. No
obstante, las circunstancias que nos rodearán cuando la civilización industrial
comience a tambalearse no nos van a dejar muchas opciones de cambio.
Asimismo, Jason Bradford del Post-Carbon Institute nos
aporta algunas claves en su informe The future is rural. Está de
acuerdo con los colapsólogos europeos en que la transformación de la
civilización industrial ―que ellos llaman Gran Simplificación― va a implicar
cambios culturales profundos. Incluso plantea el colapso como una oportunidad
para crear nuevas formas de vivir en la Tierra. Nos habla de lo impredecibles
que son los sistemas complejos y cómo las perturbaciones pueden aparecer sin
previo aviso.
Un sistema en crisis es débil y permite ser reconducido
hacia un nivel más estable por lo que, justamente, un período de
desestabilización podría ser el momento adecuado para estimular un cambio de
paradigma. En tiempos de pandemia estamos comprobando que, cuando la necesidad
apremia, somos capaces de provocar transformaciones a gran escala y a gran
velocidad.
Dado que, en momentos de crisis, la gente quiere respuestas
rápidas, Bradford nos invita a que nos anticipemos a las necesidades y vayamos
considerando soluciones potenciales. Al final de su informe nos propone, de una
manera detallada, diferentes estrategias y tácticas para intentar evitar los
peores resultados, o como diría Jorge Riechmann, para evitar las distopías
peores.
Como ya comentábamos en «Cómo
alimentarnos sin petróleo«, las dos tareas en las que debemos concentrarnos
con mayor urgencia serían: acelerar la conversión a la agroecología y recuperar
el campesinado. A la vez que nos preparamos para la transición, no podemos
olvidar la deuda que tenemos con los países empobrecidos, ya que no solo están
sufriendo las consecuencias de nuestro estilo de vida, sino que, para colmo,
estamos incumpliendo nuestros compromisos de cooperación en la lucha contra la
pobreza. Tenemos una ardua tarea por delante.
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