Cuando
unas pocas personas comparten una idea crean una ideología. Si esa
idea es trascendente, crean una religión.
Si
esas pocas personas se convierten en muchas, se transformarán en un
partido o en una iglesia. Y si el partido o la iglesia continúan
creciendo, la idea original se reajustará para ponerla al servicio
del poder que ella misma creó.
Es
la historia del mundo, qué le vamos a hacer.
Pero
dentro de ese vaivén ha habido una idea que, aunque a trompicones,
no ha parado de crecer y mejorar a través de la historia: la
democracia.
Desde
que los atenienses inventaron aquella primera democracia tan
excluyente (mujeres, esclavos y extranjeros not
included),
la idea del gobierno del pueblo por el pueblo ha ido incorporando en
su seno a las mujeres, a los trabajadores, a las minorías étnicas e
incluso a los emigrantes.
Hicieron
falta dos guerras mundiales, una descolonización global, la caída
de los grandes regímenes totalitarios y el ocaso o la reconversión
de las monarquías para que la democracia gozara del prestigio del
que ha disfrutado durante más de medio siglo.
Pero
ahora las cosas están cambiando a peor. Y no porque haya sucedido
una gran hecatombe que la haya puesto en cuestión. Más bien por una
acumulación de hechos que la van deteriorando lentamente:
-
La sistemática desaparición de las clases medias, verdadero sustento de las democracias modernas. La revolución digital está diezmando a los componentes de esas clases a velocidades vertiginosas.
- Los abusos de la clase política. Su sistemática usurpación de los espacios civiles y la focalización exclusiva en sus propios intereses ha deteriorado su credibilidad hasta niveles pocas veces conocidos.
- El encadenado de crisis económicas que está poniendo en cuestión el modelo capitalista, tan vinculado en la historia reciente a la propia democracia.
- El auge de modelos autoritarios alternativos, como los de China o Vietnam, a caballo entre el comunismo y el capitalismo, que tan buen resultado les está dando desde el punto de vista económico.
- El resurgimiento de los populismos que basan su estrategia en el cuestionamiento de los pretendidos logros de la democracia, a tenor de las dificultades presentes.
Pero
el mayor de los problemas es otro y mucho más grave: la democracia,
tal como la conocimos en el pasado, ya no es necesaria.
El
neocapitalismo surgido tras la revolución digital ha descubierto que
la tecnología actual le permite manejar a los ciudadanos a través
de las redes
sociales sin
control alguno.
Hoy
son esas redes sociales las que deciden lo que sabemos, quiénes lo
sabemos y cuánto lo sabemos sin importar si la información es
verdadera o falsa.
Es
un nuevo escenario en el que el poder político, que tradicionalmente
ha supervisado los contenidos xenófobos, racistas o violentos de la
prensa, la televisión y demás medios de comunicación de masas no
considera que precise hacer lo mismo con las redes sociales.
Eso
les otorga un dominio tal que el presidente de Facebook se ha
permitido decir, sin el menor rubor, que publicará cualquier mensaje
que esté pagado sin importarle en absoluto la veracidad del mismo.
Todo
en aras de una pretendida libertad de expresión que, en realidad,
solo sirve para encubrir los intereses de una minoría cada vez más
reducida y cada vez más poderosa.
Algo
que ya intuyó Daniel
Bell en
su obra Las
contradicciones culturales del capitalismo,
cuando dijo que una de las carencias de la sociedad actual es la de
la información, porque la cantidad de la misma no conlleva en
absoluto una distribución adecuada.
Pero
en su análisis Bell se quedó muy corto. Probablemente porque cuando
él publicó su libro, en el año 1973, todavía faltaban más de 30
para que se fundara Facebook.
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