Joaquim
Sempere es doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y
licenciado en Sociología por la Universidad de París-X. Ha
trabajado como director de la revista Nous
Horitzons y
forma parte del consejo editorial de la revista Mientras
tanto.
Es profesor emérito de Sociología de la Universidad de Barcelona,
especializado en temas de medio ambiente. Ha desarrollado su
pensamiento en torno a las necesidades humanas, el papel de la
ciencia y los conflictos socioecológicos. Entre sus libros más
recientes figura Mejor
con menos y,
en coautoría con Jorge Riechmann, Sociología
y medioambiente.
Nuria
del Viso (NV):
Para abrir este boletín sobre calidad de vida, nos gustaría
primeramente que nos ayudaras a acotar conceptos y relaciones entre
calidad de vida y bienestar; y entre buena vida y su equivalente del
buen vivir en América Latina.
Joaquim
Sempere (JS): “Bienestar”
y “calidad de vida” se usan a menudo como sinónimos, aunque con
acentos distintos. Bienestar alude más bien a los elementos
“objetivos” o utilitarios, como la satisfacción de necesidades
básicas objetivables: alimentación adecuada y suficiente, buen
estado de salud, acceso a vivienda digna, vestido, protección ante
los imprevistos de la vida, etc. Calidad de vida alude a aspectos más
cualitativos y subjetivos, es decir, a los niveles de satisfacción
experimentados, que incluyen presupuestos culturales distintos para
las distintas sociedades consideradas, así como la adecuación a los
tipos y niveles de expectativas de las personas consideradas. De
todos modos, las diferencias son pequeñas y los dos términos a
menudo se usan indistintamente para designar lo mismo.
Entiendo
que el “buen vivir” de las comunidades autóctonas de América
Latina es más que lo que nosotros consideramos “vida buena”
porque incluye una relación armónica con el medio natural que
supone también armonía social, esto es, justicia, reciprocidad en
los derechos y deberes, vida humana adaptada a ritmos menos
artificiales que los de las ciudades modernas. Es obvio que se trata
de un planteamiento de vida del que tenemos mucho que aprender.
Quiero
insistir en el tema de las expectativas. La sociedad
productivista-consumista genera incesantemente expectativas
materiales cada vez más altas, lubricando así la tendencia al
crecimiento, pero con efectos psicológicos y morales devastadores
porque reproducen sin cesar la insatisfacción (que a su vez
realimenta el deseo de más cosas). Tenemos que aprender a controlar
la formación de nuestras propias expectativas, a adaptarlas a lo que
es psíquicamente razonable y ecológicamente posible. La palabra
clave en esto es autocontención.
NV:
Desde tu óptica, ¿cuáles son los ejes principales de la calidad de
vida?
JS:
En la calidad de vida creo que debe incluirse la satisfacción
suficiente y adecuada de las necesidades básicas materiales
(alimentación, vivienda, vestido, salud) junto con ciertos
parámetros que dan a la vida humana una densidad de significación
satisfactoria. Comer, vestirse y cuidar la salud son, en definitiva,
bienes instrumentales: necesarios para “estar bien” pero no
suficientes para una vida buena. Se dice, con razón, que estamos
físicamente bien cuando no sentimos el cuerpo, porque funciona como
debe: es al enfermar o sufrir dolor cuando nos apercibimos de que
“tenemos” cuerpo. Con las necesidades materiales pasa algo
parecido: si están bien satisfechas no las sentimos y podemos
dedicar nuestras energías a construir nuestra vida, nuestra persona,
nuestras relaciones con los demás. “Calidad de vida” viene a ser
esta conjunción de unas necesidades básicas adecuadamente
satisfechas con una panoplia de actividades y relaciones humanas que
dan sentido e interés a nuestra existencia.
Conviene
precisar que “necesidades materiales” es un término que a veces
se usa de manera restrictiva, olvidando que en su satisfacción
propiamente humana se juega una gran variedad de aspectos. La comida
no es mero metabolismo animal, sino arte, gastronomía, cultivo de la
riqueza sensorial, búsqueda y experimentación, y comer es también
un acto social donde juegan elementos de reciprocidad, compañía,
intercambio de dones y de afectos, etc. Algo parecido puede decirse
del alojamiento: la vivienda no sólo nos protege de la intemperie,
sino que es el espacio que organizamos a nuestra manera, proyectando
nuestra personalidad en la decoración y en la búsqueda de algún
confort vital, etc. Y lo mismo de otras necesidades materiales.
Pero
la calidad de vida no se detiene ahí. Incluye todo lo que da a
nuestra vida sentido, relieve, riqueza emocional, artística e
intelectual, incluyendo las experiencias relacionales de amor,
amistad y otras interacciones, como las comunitarias, políticas,
recreativas, ceremoniales, deportivas…
NV:
Todas estas actividades implican tiempo. Precisamente, una de las
percepciones más repetidas actualmente es la sensación de falta de
tiempo con la aceleración de los ritmos de vida. En este contexto,
¿qué significa la aparición del movimiento slow?
Y en el ámbito laboral, ¿cómo incidir para una mejora de la
calidad de vida?
JS:
El movimiento slow es
una rebeldía contra la prisa que invade la vida moderna en casi
todas sus facetas. La sensación de falta de tiempo y la prisa que se
deriva de ella proceden de la lucha fáustica contra la finitud de la
vida humana, la reacción desesperada para lograr este imposible que
es detener el tiempo, otra manera de experimentar la ilusión de la
eternidad imposible. Naturalmente, se refuerza con la dinámica
capitalista de la acumulación indefinida de capital que requiere una
ampliación permanente de la demanda de mercancías; el resultado de
esta dinámica es la demanda incesante de más bienes y servicios
para consumir, que se disputan entre sí el tiempo de que disponemos,
que es limitado. No puedo trabajar mis ocho horas al día, preparar
la comida, comer, aprender idiomas, jugar al tenis, ir al cine, ver
televisión, usar mi teléfono móvil para mil y un usos, y así al
infinito en las 24 horas que dura un día.
El
mensaje del movimiento slow
lo
interpreto así: el tiempo que nos es asignado es, en cualquier caso,
limitado; como no nos permite abarcarlo todo, tenemos que
autolimitarnos; es mejor hacer menos cosas y dedicar más tiempo a
cada una de ellas, experimentándolas con la máxima intensidad
posible, en lugar de mariposear superficialmente sobre un montón
excesivo de actividades y estímulos, para descubrir, al final, la
vaciedad y la frustración de tantas experiencias veloces,
acumulativas, abundantes y superficiales. Más vale saborear con
detenimiento y atención pocas experiencias que nos dejen huella.
NV:
Nos hallamos inmersos en una profunda crisis ecológica y social. Sin
embargo, las políticas económicas al uso continúan situando la
meta del bienestar en el crecimiento (para “tener más cosas”),
lo que implica no sólo mantener, sino aumentar, el ritmo de
extracción de energía y materiales, alimentando estilos de vida que
no son generalizables. ¿En qué consiste la calidad de vida en este
contexto?
JS:
La calidad de vida que se nos vende en estas circunstancias es una
estafa. No digo que no se pueda vivir bien teniendo más cosas, pero
cuando se descubre la profundidad de la crisis ecosocial, cuando se
le cae a uno la venda de los ojos, ya no se puede ser feliz sin
tratar de detener esta carrera hacia el desastre. La respuesta tiene
dos vertientes, a mi juicio. Por un lado, la lucha política (en
sentido amplio) para detener la carrera hacia el abismo, tratando de
influir en la cultura, en la vida pública, en la política, para
encaminar nuestras sociedades hacia la sostenibilidad. Por otro lado,
adoptar personalmente, y con la gente que te rodea, estilos de vida
congruentes con la consciencia de la crisis, tratando de reducir el
impacto ecológico propio: andar, ir en bicicleta, viajar poco o nada
en avión, prescindir del coche particular, instalar fotovoltaicas,
vigilar lo que comes y lo que consumes en lo que atañe al
despilfarro de recursos y energía, etc. El cambio personal de estilo
de vida no resuelve el problema, que es de dimensiones colectivas
inmensas, pero determina la ejemplaridad de la conducta adoptada como
conducta deseable: en este sentido tiene que articularse con la
acción política contribuyendo a señalar el camino correcto. Y a la
vez, es una manera de avanzar en calidad de vida congruentemente con
la toma de conciencia del desastre ambiental.
NV:
En un artículo anterior
para Boletín
ECOS,
relacionado con tu libro Mejor
con menos,
apuntabas que “hace falta una reconsideración de muchos parámetros
de la vida social”. ¿En qué consistiría este cambio de
paradigma?
JS:
Consistiría en no superar la biocapacidad de la biosfera para que
podamos vivir dignamente en ella todos los seres humanos y el máximo
número posible de especímenes de otras especies animales. En otras
palabras: no superar la huella ecológica media por habitante que la
biosfera puede soportar sin degradarse. ¿Cómo se arbitra esto? Ahí
radica la dificultad, dado que hemos construido un mundo no sólo
insostenible ecológicamente, sino encadenado por unas dinámicas
incontrolables. Las interdependencias son tan densas y tan fuertes
que no se puede intervenir en un lugar sin que tengan lugar efectos
en otros lugares. Y como la oligarquía mundial del dinero controla
los mecanismos esenciales, procura que ninguna comunidad, ningún
país, escape a la lógica dominante, y puede conseguirlo.
El
ahogo de Grecia por la UE es un ejemplo. Para que la ciudadanía
recupere capacidad de autogobierno, tendrá que producirse, a mi
entender, un desmontaje de estas interdependencias, una transición a
comunidades más autárquicas (permitidme esta palabra maldita) o más
autosuficientes. No pienso en autarquía plena, sino en reorganizar
el metabolismo entre sociedades humanas y medio natural cercano para
lograr un aprovechamiento eficaz y no destructivo de los recursos que
proporciona la naturaleza. Así sería más fácil ajustar las
necesidades humanas al entorno ecológico cercano, materializando una
cierta armonía entre ser humano y naturaleza.
Lo
ideal sería conservar los adelantos de la tecnociencia que pueden
enriquecer la vida humana, y para ello la autarquía propuesta
debería combinarse con una “mundialización espiritual” que
permitiera compartir los saberes y las otras expresiones espirituales
sin limitación. Las técnicas de comunicación de que disponemos hoy
hacen posible esta mundialización. Pero esto requeriría también
una estructura industrial muy sofisticada: ¿cómo hacerla compatible
con un metabolismo simplificado? Esta compatibilidad es uno de los
retos importantes para “salvar” el progreso tecnocientífico sin
sacrificar la biosfera.
NV:
¿Alguna pista sobre las medidas necesarias para implantar ese cambio
de paradigma?
JS:
El capitalismo desregulado que impera en el mundo es, en las actuales
circunstancias lo peor que nos podía suceder, pues las tareas
necesarias para salvar la civilización humana requieren dosis
importantes de intervención deliberada en la vida pública,
regulación y planificación (con todos los correctivos que se
desprenden de los fracasos del siglo XX en materia de planificación).
Pero no se ve cómo introducir cuñas en un sistema tan compactamente
interdependiente para introducir regulaciones conscientes. A mí,
este sistema capitalista, asociado a una megamáquina, como decía
Mumford, se me aparece como invencible. Sin embargo, se me aparece
tan invencible como inviable: creo que camina hacia su
autodestrucción.
Si
esto es así, tras la autodestrucción del capitalismo tecnológico
desregulado surgiría la oportunidad de reconstruir una sociedad
nueva desde las ruinas de la vieja. Pero esto sólo sería posible si
hubiese una masa crítica de personas con la suficiente consciencia
ecosocial (y la suficiente mochila de experiencias alternativas
previas, aunque fueran modestas y locales) para tomar el relevo y
marcar la dirección a seguir. Si en el momento oportuno no existe
esa masa crítica, la ruina de la megamáquina puede desembocar en el
caos más espantoso, en una “nueva Edad Media” dominada por
grupos armados y mafias que impongan la ley del más fuerte en un
planeta devastado.
Por
eso creo en las pequeñas acciones, en las intervenciones modestas
para construir desde hoy embriones de futuro en los intersticios de
la sociedad existente. Estas experiencias pueden parecer
insignificantes hoy, pero pueden ser decisivas mañana. El futuro no
está escrito en ninguna parte: dependerá de lo que hagamos desde
hoy mismo. Y no debemos despreciar ningún ámbito de acción: ni
esta construcción de experiencias locales que sean embriones de
futuro, ni la acción política, ni la acción cultural, ni el
desarrollo del saber, ni la transformación personal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario