EL SEIS SIGMA
Por qué las revoluciones sociales suelen fracasar
En jerga de ingeniería, Seis Sigma describe
las obras que están construidas con un coeficiente de seguridad de 6 (es decir,
que están preparadas para soportar mucho más allá de los imponderables que se
hayan podido estimar). Un ejemplo de ello es el puente de Brooklyn, en Nueva
York, que fue diseñado deliberadamente por John Roebling para soportar seis
veces más peso del que esperaba que tuviera que aguantar nunca. También hay
procesos que tratan de alcanzar la meta de Seis Sigma para llegar a un máximo
de 3,4 defectos por millón de
eventos u oportunidades.
Dado que lograr ese nivel de seguridad es muy caro, muy
pocos procesos pueden permitirse esa inversión. La industria aeronáutica, por
ejemplo, es una de ellas, por esa razón volar se ha vuelto 2.100 veces más seguro en los últimos 70 años.
Sin embargo, alcanzar este nivel de seguridad en los procesos donde intervienen muchas variables, como la sociología o la psicología, es una entelequia. Por eso tratar de gobernar el mundo a través de ideas monolíticas, recetas intocables y ecuaciones simples nos ha condenado siempre al fracaso.
Por esa razón, de hecho, las utopías sociales tienen un gran atractivo para quienes aspiramos a un mundo mejor; pero esas utopías suelen despreciar la complejísima y variopinta naturaleza humana de la ecuación, lo que inevitablemente las transforma en distopías.DE LA REVOLUCIÓN A LA INVOLUCIÓN
Una revolución social no es una ola transformadora. Es la
cresta de la ola, coronada de llamativa espuma blanca, que adorna la ola, la
acompaña. Por consiguiente, las revoluciones solo se suben a la ola ya
iniciada. Se aprovechan de la inercia. La revolución social, así, es una suerte
de moda ribeteada por el pensamiento místico. O como diría el psicólogo John Gray en Misa negra: La
religión apocalíptica y la muerte de la utopía, la idea de revolución como
evento transformador es una
continuación de la religión por otros medios.
En ese sentido, la historia de Rosa
Parks solo es un mito. Una historia simplificada para describir un cambio
que ya se estaba produciendo. Una forma de codificar la inextricable telaraña
de acontecimientos que tiene lugar cada segundo del día en todos los rincones
del mundo.
Pero incluso si aceptamos la idea de utilidad, si aceptamos
que revoluciones como las de 1789 o 1917 transformaron el mundo de una manera
violenta y permanente, descubriremos que el resultado de tales transformaciones
fue azaroso, muy lejos tanto de las esperanzas más luminosas de sus dirigentes
como de los más oscuros presentimientos de sus víctimas. Como cuenta el
filósofo e historiador de las ideas Isaiah Berlin en El
sentido de la realidad:
«En cada caso, los autores de la revolución
se vieron arrastrados por fuerzas que habían desatado en una dirección que
apenas habían anticipado. Algunos fueron destruidos por estas fuerzas, otros
intentaron controlarlas, pero fueron controlados por ellas, a pesar de todos
sus esfuerzos por dominar los elementos. Los observadores de estos magnos
acontecimientos disponían de hipótesis ad hoc para dar cuenta de, o disculpar justificadamente,
cada fallo, cada frustración. Otros cayeron en una especie de fatalismo y
abandonaron todo esfuerzo por comprender lo ininteligible. Otros encontraron
refugio en generalizaciones extensas, en modelos que se expandían a lo largo de
tantos siglos y milenios, que las menores burbujas visibles en la superficie,
las guerras y las revoluciones, se compensaban,
con arreglo a la curvatura cósmica global».
Esta sensación de que elementos pequeños (los seres humanos)
son capaces de organizarse para cambiar un elemento más grande (el mundo) parte
de un sesgo cognitivo. Que los cambios se produzcan después de poner en marcha
algunas acciones no significa necesariamente que tales cambios sean causa de
tales acciones. Más bien parece que los cambios se producen y, en aras de
sentir que tenemos algún control sobre ellos, nos subimos al carro y tratamos
de conectar nuestros actos con los cambios, minimizando los errores de
pronóstico.
Es algo similar a lo que ocurre cuando tratamos de mantener
bajo control la economía más allá del ámbito familiar. Al final, poco importa
el enfoque con el que abordemos el cambio. La economía parece ir a su aire y deriva de la interacción entre millones
de personas y elementos. Como se quejaron amargamente Nikolai Shmelev y
Vladimir Popov en Turning Point: Revitalizing the Soviet Economy:
«Sin importar cuándo deseemos organizar todo
de manera racional, sin desperdicios, ni cuán apasionada y cuidadosamente
deseemos colocar todos los ladrillos de la estructura económica, sin grietas en
la argamasa, esto continúa escapando a nuestras posibilidades».
El economista y teórico social Thomas Sowell,
en Economía básica, explica con elegancia cómo, en realidad, son
los precios los que nos indican las direcciones que toman estas miles de
interacciones económicas. Es el
único dato que tenemos. El resto son solo interpretaciones. Por lo
tanto, nadie está por encima de tales interacciones controlándolo y
coordinándolo todo: «en gran parte, porque nadie sería capaz de seguir todas
estas repercusiones en todas las direcciones, una tarea que ha demostrado ser
demasiado complicada para los planificadores centrales de una gran cantidad de
países».
Los economistas que han ganado el premio Nobel por descifrar
estas complejísimas interacciones económicas lo han hecho solo en el plano
teórico, usando para ello matemática avanzada, pero la realidad es
todavía más compleja, inextricable, que la teoría. Y, dado que los precios
parecen reflejar de forma muy clara el resultado de las interacciones de la
realidad, son muchos los que se han obstinado en controlarlos en aras de, por
extensión, controlar tales interacciones. Como si controlando la presión de los
neumáticos de un coche pudiéramos también controlar su volante.
Por ello, el control de precios es un anhelo que está
documentado desde el inicio mismo de la historia, como cuenta el filósofo Henry
Hazlitt: «Fueron impuestos por los
faraones del Antiguo Egipto. Fueron decretados por los Hammurabi, rey de
Babilonia en el siglo XVIII a. C. Incluso en la Antigua Grecia se experimentó
con ellos».
ILUSIÓN DE CONTROL
Pero no solo es compleja la economía. Lo es todo lo que esté
imbricado socialmente. Incluso algunas propuestas científicas de aspecto
ecologista (comida local o de kilómetro cero, prescindir del plástico) se parecen a las propuestas de la
economía planificada, y también incurren en parecidos errores: asumir que se
sabe más de lo que se sabe y que se pueden controlar todas las variables.
Afortunadamente, la tecnología nos permite encontrar otros
recursos o multiplicar la eficiencia de los que ya tenemos,
accediendo así a más calorías, lúmenes, kilovatios, bits y kilómetros. La
solución tal vez no sea tanto el ascetismo como nuevas tecnologías que generen
menos emisiones (o sea, ¿quién ha hecho más por los árboles?, ¿los ecologistas
o el pendrive?, que diría el economista Miguel Anxo Bastos).
Pero quizá nos dirigimos hacia un punto de no retorno. Sencillamente, es
difícil saberlo, y más aún determinar qué políticas deben llevarse a cabo (y
peor aún, cómo implantarlas). Solo un recordatorio: en la Tierra ya han tenido lugar cinco extinciones masivas antes de
la llegada del ser humano. El ecosistema, a menudo, va a su aire. Lo más
probable es que ocurra otra, y el ser humano difícilmente podrá evitarlo.
Actuamos, hacemos cosas, fundamos instituciones, en parte,
para calmar la intuición de que en realidad poco o ningún control podemos
ejercer en las realidades complejas. Porque no somos capaces de entender las
leyes y de utilizarlas para fines propios. Es la misma idea que subyace en los
llamados padres helicóptero: padres que ejercen una
paternidad tan invasiva que acaso calman la incertidumbre inherente de la
crianza precisamente así: obcecados con la ilusión de que están controlándolo
todo cuando en realidad no controlan apenas nada.
Los revolucionarios, que piden la paz mundial, los que
aspiran a cambiar el mundo, los que tienen un conjunto de ideas no dinámico
para introducirse en la telaraña inextricable de efectos y causas sociológicas
son como padres helicóptero.
Hay quienes son perfectamente conscientes de su incapacidad
frente a tremendos objetivos. Otros no parecen tener esas reservas y olvidan
que las personas poco pueden hacer, tal y como explica Robert Sapolsky en Compórtate:
«En un lugar entre las neuronas, hormonas
y genes, por un lado, y las influencias culturales y ecológicas y la evolución
por el otro, se halla el individuo. Y siendo más de 7.000 millones como somos,
es fácil pensar que ningún individuo por sí solo puede marcar la diferencia».
Estas dos posturas definen básicamente las dos maneras con
las que se ha enfrentado la humanidad a los problemas sociales y a la política,
como explica también Thomas Sowell en otro de sus libros,
acaso el más brillante de todos: Conflicto de visiones. Sowell
señala que hay dos paradigmas políticos para abordar el mundo. Dos
cosmovisiones. La visión que denomina «restringida» o tradicional y la «no
restringida» o utópica.
Adam Smith y Edmund Burke fueron
los principales exponentes de esta visión. También Alexander Hamilton y Friedrich
Hayek. Para Smith y Burke, la naturaleza humana es débil e imperfecta. No se
puede esperar cambiar la naturaleza humana mediante invocaciones al bien común,
pero sí pueden establecerse estímulos o incentivos que impliquen una especie de
«intercambio» o «transacción» entre el interés individual y los intereses de
grupos específicos o del conjunto de la sociedad. En efecto, para Smith y
Burke, la mejor y más efectiva forma de obtener la colaboración de los
individuos al bien común no es tratando de cambiar su naturaleza, empeño
condenado al fracaso, sino estableciendo estímulos que favorezcan o permitan
esas «transacciones» entre el interés egoísta de los individuos y el de la
sociedad:
«Debido a la premisa crucial de que el hombre
no puede monitorear de manera efectiva las ramificaciones sociales y las
repercusiones de sus elecciones individuales, ya sea que actúe por sí mismo o
en nombre de la sociedad, la visión restringida trata como discutibles una
amplia gama de principios morales englobados bajo el título de justicia social.
No hay “opciones constitucionales” que hacer, si el hombre no puede elegir los
resultados sociales de todos modos. Incluso cuando la decisión del individuo
tiene un gran impacto social, rara vez será el resultado que pretendía, dada la
suposición de la visión restringida de que determinar deliberadamente los
resultados sociales de manera racional está más allá de las capacidades del
hombre».
¿MEJOR HACER ALGO O NO HACER NADA?
Frente a la complejidad de los problemas que nos atañen como
civilización, pareciera que la visión restringida es pesimista. Que un utópico
acabaría enfangado en la abulia si no es capaz de soñar a lo grande. Además,
siempre es preferible hacer algo, intentarlo, a quedarse paralizado en casa
pensando que todo es demasiado difícil. Y eso es cierto. Pero quienes sostienen
que la complejidad del mundo excede las capacidades humanas no vindican una
suerte de parálisis por análisis, sino avanzar
cautelosamente como lo haríamos por un campo lleno de minas.
Según explica la científica ambiental Donella
Meadows en Pensar en sistemas, a menudo, cuando nos
enfrentamos a un problema complejo (la pobreza, los homicidios, la
discriminación) la gente dice «mejor hacer algo que no hacer nada». Sin
embargo, intervenir en un problema puede ser contraproducente, incluso de forma
inadvertida.
En primer lugar, porque podemos arreglar cosas poco
importantes del problema, calmar nuestra culpa, a la vez que evitamos
enfrentarnos a los problemas más acuciantes. Segundo, porque la intervención
puede destruir la capacidad original del sistema para mantenerse de forma
autónoma: los problemas pueden entonces empeorar y el interventor verse más
alentado a actuar (estropeando más el sistema con la excusa de que el sistema
está yendo a peor). En tercer lugar, intervenir es adictivo, porque nos
encantan las soluciones rápidas aunque sean defectuosas.
Como una vez escribió G. K. Chesterton, en una
parábola que ya se conoce como la valla de Chesterton:
«El reformador más moderno se acercará
alegremente y dirá: No le veo utilidad: vamos a quitarla, a lo que el
reformador más inteligente hará bien en responder: Si no le ves utilidad, no te
dejaré quitarla bajo ningún concepto. Reflexiona. Luego, si al volver me
explicas que le ves la utilidad, quizá te permita derribarla».
Finalmente, las políticas intervencionistas también se vuelven
adictivas porque son fáciles de vender y la gente se las cree. Así, desaparece
el síntoma del problema, distrayéndonos, y evitando que
acometamos la tarea más difícil y eficaz: solucionar el verdadero
problema. Por todo ello, las revoluciones sociales, en su conjunto, han
sido esencialmente eso. Sueños utópicos que no llegaron donde quisieron o
reflejos especulares y simplificadores de eventos que ya tenían lugar. La
tendencia, en definitiva, a regresar a la calidez de la cueva de Platón porque
afuera hace demasiado frío.
Corolario:
Si un político os promete que solucionará un problema
complejo aumentando los impuestos (o bajándolos), independizándonos (o
anexionándonos), ejerciendo una discriminación positiva (o negativa),
consumiendo energías verdes (o no) o fomentando el vegetarianismo (o no) o
cualquier otra intervención sin presentar con la misma insistencia y detalle,
incluso más, otro conjunto de medidas que incidan en el problema que se quiere
solucionar y en el conjunto de nuevos problemas que surgirán de adoptar tal
medida, entonces no perdáis el tiempo. No sabe solucionar el problema: solo es
un mesías que quiere vuestra atención, un adicto al «chute del buen samaritano»
o alguien que rehúye la ansiedad frente a la incertidumbre construyendo un
relato consolador.
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