EL DESCRÉDITO
¿Qué
es la democracia? La democracia es el robo, hubiera contestado un
nuevo Proudhon a juzgar po las cantidades exorbitantes de dinero
público que fluye hacia las arcas de los particulares bien situados
o bien relacionados con los partidos, tras haber «donado» la
cantidad que procede a fundaciones-tapadera o haberla entregado
directamente a los receptores políticos en sobres o bolsas.
Los
apologistas del régimen y, en general, los que de alguna manera se
benefician de él o tratan de justificar sus privilegios, han dicho
por activa y por pasiva que la democracia es el estado de libertad y
derecho que los españoles nos dimos después de duras luchas contra
el franquismo. La dictadura era la soberanía del dictador; la
democracia es la soberanía de la nación, que no se ejerce
directamente, sino a través de un parlamento compuesto por diputados
de partido y de un gobierno de partido. Es pues una soberanía
delegada.
No
se trata de la soberanía de la ley, de la verdad o de la razón,
atributos de un pueblo libre, sino de la soberanía de los partidos,
o mejor de las cúpulas de los partidos, que recogen a la vez el
testigo de la dictadura. Estructurados verticalmente, funcionan como
maquinarias burocráticas cuyo poder se concentra en una dirección
dotada de gran discrecionalidad.
Los
«españoles», la «nación» o «España» son entes imprecisos en
sí, cuando no son meras formas de decir Estado. El Estado español
los define a su imagen y les da forma, no al contrario: la Autoridad
determina lo que es pueblo español y lo que no es. El estado es el
verdadero soberano, y los partidos ahora son su esencia: lo que
llaman «democracia» es en realidad un régimen partitocrático,
capitalista por más señas.
La
partitocracia responde a una forma particular de representación de
la voluntad popular secuestrada —considerada ésta como deseo de la
«ciudadanía», o sea, del electorado cautivo— que corre a cargo
de asociaciones particulares de intereses: los partidos. Éstos van
asociados a los negocios, puesto que la profesionalización y el tren
de vida de sus dirigentes, las necesidades financieras de los
aparatos y la propia naturaleza desarrollista del Estado obligan a
esa relación. Y así se ha dado la paradoja de que el coste de la
supuesta democracia, y por lo tanto, de la supuesta soberanía
nacional, viene determinado por el apetito enorme de la burocracia
partidista. El ejercicio democrático no es algo distinto del
aprovisionamiento. La partitocracia española es un ejemplo palmario
de lo que hablamos.
El
régimen de partidos tardó un tiempo en consolidarse; el que
necesitó para controlar las carreras de altos funcionarios y jueces,
disponer del dinero de las cajas de ahorro, crear montones de
organismos que promulgasen leyes urbanizadoras y numerosísimos
cargos inútiles. En una coyuntura expansiva de reconversión
estatal, impulso de la obra pública innecesaria y especulación
inmobiliaria —responsable de la creación de una masa asalariada
conformista— la partitocracia disfrutó de un alto grado de
aceptación social.
Las
relaciones de la política con el dinero de los constructores
parecían beneficiar a todos, o al menos, no perjudicar a demasiados.
Por eso, lo que llaman democracia pudo descansar casi tres décadas
en la mentira de que los políticos trabajaban mal que bien por el
interés general, y de que no formaban una clase social particular,
una especie de élite extractiva, con intereses que no tenían nada
de públicos. Sólo cuando sus unilaterales decisiones destinadas a
paliar las nefastas consecuencias de la globalización económica
lesionaron el peculio de amplios sectores de gobernados, surgió la
decepción y el enojo popular.
A
pesar del control de los grupos financieros sobre los medios de
comunicación, las exacciones de los partidos saltaron a la primera
plana. Cualquier evidencia de prácticas corrientes y asumidas como
por ejemplo, la administración desleal, el amiguismo, la
malversación o el cobro de comisiones, fue interpretada como un
abuso intolerable por quienes nunca antes se habían ocupado más que
de sus asuntos privados y siempre habían firmado cheques en blanco a
los partidos.
En
esta atmósfera de indignación pacata, algo tan obvio como la
financiación en negro de los partidos y sindicatos, las tarjetas
opacas de las cajas o las cuentas oscuras de los allegados y
familiares de políticos, resultaban irritantes y desmoralizadoras a
quienes habían cumplido religiosamente con el ritual del voto y la
declaración de Hacienda. El hecho de que las revelaciones
obedeciesen a denuncias interesadas, hallazgos accidentales, abusos
imposibles de ocultar o simples derivaciones de otros casos, por más
que los jueces miraran para otro lado, tenía la virtud de poner en
evidencia tanto la honestidad de los políticos como la independencia
del poder judicial, rebajado a mero instrumento de la partitocracia.
Pero ¿hay alguien que realmente crea en la justicia?
La
crisis de la Justicia viene de lejos, de cuando se volvió trivial el
hecho de que era una para los «representantes» y otra para los
«representados». En términos caciquiles: una para el caballo y
otra para el que lo ensilla. La Justicia española está centrada
casi exclusivamente en el pequeño delito contra la propiedad y el
trapicheo al pormenor. A la cárcel sólo van los pobres, no los
ladrones de guante blanco o los corruptos. De los 70.000 presos
actuales, en plena sucesión de escándalos de corrupción, solamente
hay 35 por «delitos económicos».
La
Fiscalía Anticorrupción —y más aún los juzgados de instrucción—
es incapaz de perseguir la delincuencia política. En teoría la ley
autoriza el procesamiento del presunto culpable, pero en la práctica,
sobre todo cuando aquél está protegido por un partido, las
dificultades procesales, la provisionalidad de los instructores, los
retrasos y la falta absoluta de medios, la hacen casi imposible. La
instrucción suele frenarse, aplazarse o incluso estancarse durante
años, y cuando finalmente llega la causa a los tribunales, los
acusados son condenados a unas penas simbólicas, cuando no absueltos
o indultados.
Los
jueces, que temen complicarse la vida profesional, se dejan presionar
y obedecen a instrucciones superiores, evitando pruebas y testimonios
que induzcan a condenas. Por otro lado, los miembros de las máximas
instancias de la judicatura, el Tribunal Supremo, el Constitucional,
la Fiscalía del Estado y el Consejo General del Poder Judicial,
deben su nombramiento al consenso partidista, así como las
correspondientes instancias autonómicas, por lo que es poco probable
que actúen en detrimento de los intereses de quienes les colocaron
en sus asientos. Es más, tal situación ha permitido que la
corrupción se introdujera en el aparato judicial, como antes había
hecho en el funcionariado.
Desde
los comienzos de la Transición, la corrupción ha sido prácticamente
legal; por eso se halla tan generalizada. Hasta la reforma del Código
Penal de 2013, la financiación ilegal de los partidos no era delito;
ni siquiera existían éstos como entidades susceptibles de
responsabilidad jurídica. La prevaricación, la fechoría política
más grave y extendida, no comportaba pena de prisión. La Ley de
Contratos aún permite adjudicaciones sin pasar por concurso con tal
que el coste se fraccione, mientras que la ocultación de dinero al
fisco por debajo de los 120.000 euros no se considera fraude.
No
existe ninguna oficina que estudie el origen de los patrimonios
sospechosos, pero además, los cargos electos son aforados y, por lo
tanto, sus desmanes no pueden ser investigados más que por
tribunales superiores, cuyos miembros son nombrados oportunamente en
los parlamentos. Así pues, los políticos imputados participan en la
elección de aquellos que los han de investigar: se puede suponer el
resultado de las indagaciones.
El
Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores y el
Ministerio de Hacienda son muy remisos a facilitar datos a los
jueces, y lo hacen con cuentagotas. El Tribunal de Cuentas no puede
cruzar datos con la Agencia Tributaria, la contabilidad de los
partidos es comunicada con seis años de retraso y, en fin, los
aumentos patrimoniales, los sobresueldos, las dietas y los gastos de
los políticos son imposibles de establecer si no se producen
filtraciones; las prácticas locales recaudatorias siguen
ignorándose, y en definitiva, la procedencia y la cuantía del
dinero que maneja la clase política se desconoce completamente. Se
tiene la impresión de que todo el sistema judicial esté organizado
para permitir la corrupción. Por eso no hay medidas que logren
atajarla.
Hasta
ahora los escándalos no habían acorralado a los políticos, puesto
que la masa satisfecha y optimista que los votaba no consideraba
males mayores, por ejemplo, el tráfico de influencias, la
información privilegiada, la falsedad documental, el fraude, la
estafa o el cohecho, ya que directamente no la afectaban. La prueba
es que los políticos prevaricadores obtenían amplias victorias
electorales. Parecía que el enriquecimiento ilícito, el despilfarro
y el nepotismo los hacían más populares. La masa domesticada de
votantes no cuestionaba la captación irregular de fondos, el
blanqueo de capitales o la patrimonialización de las instituciones,
sino que lo consideraba todo como una característica común de
cualquier «democracia». Pocos creían ilegítimo aprovechar
oportunidades de hacer dinero cuando se ocupaba una poltrona.
La
«democracia por la que tanto habían luchado los españoles» era
obra exclusiva de los partidos y, como ésta se fundamentaba en la
confluencia del interés privado y el interés político, lógico era
que los cargos públicos se llenaran los bolsillos. Pero el principio
cínico del vive y deja vivir —ocúpate de tus asuntos y deja robar
al prójimo— solamente funciona en época de estabilidad y bonanza.
Otra cosa muy diferente ocurre cuando ordeñar las instituciones
coincide con —e incluso conduce a— la quiebra, el paro, las
privatizaciones, los desahucios, los recortes y el irritante rescate
de la banca. Ante un reparto desigual de los costes de la crisis y
una revelación brutal del alcance de la corrupción, lo menos que se
puede decir es que la sumisión se hace pesada.
El
«pueblo» ya no tan resignado —la clase media asalariada, los
empleados en precario y los jóvenes sin expectativas— pierde la
confianza en los partidos tradicionales y sabiéndose victima de sus
responsables, exige que los victimarios devuelvan el dinero robado y
que los culpables paguen por los desperfectos. Como masa timada y
perdedora empieza a cuestionar la administración partidista,
originando un vacío que el soberanismo y las nuevas formaciones
ciudadanistas se han aprestado a llenar.
El
hastío de masas no lleva aparejado un rechazo frontal de todos los
partidos, sino la exigencia de una renovación de la partitocracia.
Es el momento de las opciones regeneracionistas e independentistas,
no el de las luchas populares autónomas. La violencia necesaria para
ello no sale de los estadios deportivos. Para la masa perdedora no se
trata de salir a la calle; más bien de salir en los medios. O de
salir a la calle para salir en los medios. Ahora los escaños se
obtienen en las tertulias televisivas y en las entrevistas.
Por
otra parte, el rechazo no es compartido por todos: en 2009 la
corrupción preocupaba solamente al 9% de la población. Al despuntar
2013, tras cuatro años de crisis, una encuesta de El
País mostraba que el
48% del público admitía empezar el año con espíritu animoso,
frente a un 43% pesimista. Al menos casi dos tercios de la masa
afecta al parlamentarismo —la que no está en paro— aún se creía
a salvo de la crisis. Aunque opinaran que la economía andaba de mal
en peor, casi todos afirmaban que por el instante su situación era
buena. Excusamos decir que buena parte lo hacía bajo los efectos de
ansiolíticos y somníferos, cuyo consumo se ha duplicado.
Un
año y pico después el pesimismo ha aumentado sensiblemente, pero la
revuelta social sigue ausente, mientras que el panorama político
pugna por readaptarse sin cuestionarse por ello la menor institución,
limitándose a cambios de fachada. La casta ha sido pillada en mal
momento: la demanda de leyes de financiación y transparencia muy
claras que reduzcan y libren a la publicidad las cuotas de plusvalía
social exigidas por su modus
vivendi, contradice su
necesidad de afianzar el estatus social de clase parasitaria que la
obliga a mantener el ritmo de dispendio y ocultar sus fuentes
proveedoras de fondos.
Pero
por ese lado las cosas no van a cambiar y con mayor razón se
retrasará sine die una
ley de enjuiciamiento criminal que responsabilice a los altos cargos
de los partidos y sindicatos de las tropelías cometidas por ellos o
sus subordinados. Si los delitos fueran imputados a todos los
delincuentes, la clase política entera acabaría entre rejas. Así
que no se resuelve sino para aprobar medidas paliativas de dudosa
eficacia, como disminuir el gasto de administraciones secundarias
(por ejemplo, los municipios), privatizar servicios (la sanidad, el
agua), amnistiar fiscalmente las bolsas de dinero negro y promulgar
una ley de transparencia con suficientes sombras, a la espera de un
periodo de crecimiento que cree empleos y sumerja de nuevo la masa
desclasada en el consumismo y el cocooning.
Para
quienes hayan quedado inhabilitados o hayan agotado sus posibilidades
en la política siempre queda el paso a la empresa privada, la
llamada «puerta giratoria», pues la política de partido y la
economía bancarizada son lo mismo. La alta finanza es lo que hay al
otro lado de la partitocracia.
En
los medios se habla de «crisis de legitimidad» y de «quiebra del
capital ético», en un enésimo intento de ocultar que estamos ante
una clase explotadora al descubierto y que el sistema en el que se
ampara es un régimen espurio. La realidad económica y política
quedan todavía bajo el paraguas de la ideología dominante y del
espectáculo. La cultura de masas pesa demasiado; la industria
mediática busca soluciones en el marco del Estado, el coto de la
clase política, que se concretan en abundantes medidas sin efectos
palpables en el descompensado reparto de sacrificios.
De
esta manera, los plumíferos y bocazas de la claudicación pedían un
esfuerzo «a todos», es decir, a los empresarios y a los
trabajadores, a los banqueros y a los pensionistas, a los
funcionarios y a los políticos, a los empleados y a los usuarios, a
la «ciudadanía» en general, para acoplar sus intereses
particulares con los intereses generales del sistema. Los
«representados» habían de confiar nuevamente en sus
«representantes» y superar la actual «crisis de representatividad
y de confianza» de los partidos.
Para
«restaurar el vínculo» entre ambas partes, los políticos habían
de reformar el sistema «representativo» e incluso sacar de la
chistera nuevas formaciones; los empresarios, tenían que
flexibilizar su trato con los sindicatos; los trabajadores, renunciar
a la seguridad del empleo y aceptar el retraso de la edad de
jubilación; los funcionarios, rentabilizar su función; los
estudiantes, pagar los costes reales de la enseñanza., y así
sucesivamente.
Desde
el punto de vista de los voceros de la dominación, la culpa había
de repartirse; era de todos. Justificaban que los políticos se
agarrasen a sus privilegios y hasta que los multiplicasen, porque los
demás también querían conservar íntegros sus derechos sociales.
Con el mayor cinismo, afirmaban el hecho de que privilegios y
derechos no eran compatibles (había de por medio una disimulada
situación de clase). La solución mágica pues escapaba a los
protagonistas antagónicos, por lo que se tenía que recurrir a un
tercero.
Desde
el punto de vista tecnocrático, se trataría simplemente de una
asesoría de expertos comisionada por el parlamento para llevar a
cabo una «auditoría democrática» y sugerir mecanismos de control
consensuados (El País).
Desde un punto de vista ciudadanista, menos convencido de la
culpabilidad universal y más centrado en el rescate de la clase
media asalariada y la juventud universitaria, sería cuestión de una
«democratización de la democracia», una «refundación» del
sistema, incluso de una «segunda transición» o una «revolución
ciudadana», obra de una red de votantes internautas que desde el
espacio virtual impulsase una «nueva mayoría» parlamentaria ajena
a los dos grandes partidos que hasta ahora se han ido alternando las
tareas de gobierno.
Al
no ofrecer salida al paro, al endeudamiento, a la precariedad y a la
pobreza, los partidos mayoritarios y las instituciones estatales han
pasado de ser la solución a ser el problema. Literalmente, en 2014
las encuestas los sitúan como el tercer problema grave del país,
empatado con la corrupción, tras el paro y la deuda. Los arribistas
que pretenden heredar su electorado, proponen reformar el régimen
desde dentro, tal como hicieron los franquistas, «de la ley a la
ley». Para ello construyen partidos y coaliciones buenistas, con
programas realistas y líderes pragmáticos dispuestos a la
moderación y a los pactos.
Sin
embargo, desde cualquier lado, el sistema político es irreformable.
Con una clase política de sustitución obtendríamos en poco tiempo
los mismos resultados. Falla el sistema. La corrupción no constituye
la excepción, sino que está inscrita en su naturaleza. Es parte
esencial de él. Controlar a la clase política significaría
controlar las ramificaciones que conectan con los grandes grupos
económicos y financieros, bloquear ese flujo relacional, lo que en
la práctica significaría la liquidación de dicha clase, y si ésta
ha de demostrar valentía en algo, lo será rechazando autoinmolarse.
Además,
la causa primera de la crisis no es la corrupción, son los
movimientos especulativos de las finanzas internacionales, fuera del
alcance de los Estados. Los partidos no han hecho más que trasladar
sus efectos a las masas asalariadas, puesto que esa es su función,
destapando involuntariamente la caja de Pandora de las corruptelas.
La
reforma no significa nada si el Estado sigue formando parte del
circuito financiero de la globalización. Pero separar al Estado de
las finanzas internacionales significaría salir del capitalismo y la
clase política existe gracias a la interdependencia entre Estado y
Capital. O dicho de otro modo: el porvenir de la clase depende del
desarrollismo estatal, y éste, del crecimiento capitalista.
Abstenerse del capitalismo implica abstenerse de la política, pasar
del Estado.
El
hecho de que la mayoría popular se mantenga «serena» y actúe con
«civismo» indica que la crisis en cierta manera se ha encarrilado,
ha pasado a ser parte del orden. La partitocracia tiene cuerda para
rato. Nadie cree en un estallido social, porque nadie que tenga algo
que perder lo desea, y no lo desea porque lo teme. El miedo es el
responsable de que la masa apele al Estado desesperadamente, corra
con los gastos y pague los platos rotos con resignación, o como
mucho, aliente pasivamente los «movimientos sociales» y las
alternativas «refundadoras» ciudadanistas.
Las
masas asalariadas no quieren desertar, no quieren otra forma de
vivir, por eso se aferran a lo existente. Los tiempos no están
suficientemente maduros para cambios radicales y la reconciliación
de clases transcurre tanto por las carreteras principales como por
cañadas y veredas. La dislocación del esqueleto social no es
suficiente. La crisis no ha afectado todavía a los fundamentos de la
dominación; es una crisis a medias. Pocos se están viendo obligados
a elegir otras maneras de vivir, a regular su conducta según nuevos
valores solidarios, a constituir una comunidad que satisfaga sus
necesidades de libertad y seguridad al margen del Estado. La crisis
no ha alumbrado más que un nuevo reformismo, de tinte
socialdemócrata e identitario, que con un lenguaje políticamente
correcto persigue un capitalismo de nuevo cuño. La subversión ha de
tenerlo muy en cuenta.
Argelaga,
primavera 2015.
https://argelaga.wordpress.com/2015/05/25/el-descredito/
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