HACIA LA INMOLACIÓN TECNOLÓGICA
La gran aceleración
en la trayectoria suicida de la sociedad tecno-industrial
Acabo de leer, bajo la amable coerción de mi compañera, un
libro conmovedor titulado Parir sin miedo. En sus páginas se
condensa el legado de Consuelo Ruiz, una comadrona contracorriente que ejerció
su profesión con altruismo durante cincuenta años, en un contexto de guerra y
pobreza, siendo la más encarnizada adalid del parto natural en España.
Respaldando su visión con la experiencia de varias parturientas que no acusaron sufrimiento alguno, y con hallazgos científicos que demostraban como el dolor de las contracciones es causado por un reflejo condicionado en el neocórtex, sostenía que, siendo el parto una función fisiológica natural común a todos los seres vivíparos, encarado sin miedo y sin prisas no tiene por qué doler;
sin embargo, nuestra sociedad ansiosa y medicalizada ha equiparado esta función vital -pues genera vida- a una disfunción, y como tal la trata, para despacharla rápidamente, con hospitalización protocolaria, medicamentos, procedimientos invasivos cuando no directamente con cirugía bajo anestesia total. Esto, con el paso del tiempo, ha desempoderado a las mujeres de su sabiduría instintiva, instalando miedos basados en la ignorancia y alterando las dinámicas espontáneas del nacimiento.Pese a que actualmente el parto natural está volviendo a ser
aceptado como una elección legítima, sigue siendo una práctica minoritaria, que
yo mismo -en mi cabal ignorancia- consideraba hasta a hace poco con cierta
suficiencia, como si fuera un capricho de hippies masoquistas.
En cambio, ahora, siento una gran admiración por las mujeres
que quieren vivir su parto de manera natural, pues es uno de los recursos más
poderosos que tienen para volver a conectar con su naturaleza ancestral, y
romper así con ese dogma especista -tan patético como comúnmente interiorizado-
de que el ser humano ya no sea un animal como los demás. Aunque quizás esa
fantasía empiece a ser cierta, tras tanta pretensión por trascender la
Naturaleza: no que el humano se haya vuelto un ser superior, sino todo lo
contrario… un ser cada vez más desamparado. Justamente, una de las reflexiones
que surgen en el libro de memorias de Doña Consuelo es «¿Dónde hemos dejado
nuestro instinto primario que nos hace procrear, criar y proteger a la especie
sin más ayuda que la propia naturaleza? Esto me hace pensar que hemos perdido
posiciones en la escala de los seres vivos»
A día de hoy, la artificialización del nacimiento es
solamente un aspecto, aunque muy simbólico, de la general tendencia a la
artificialización de nuestra vida y nuestros cuerpos. Presionadas por el
marketing de las pulsiones (el «capitalismo libidinal» analizado por Amador
Fernández-Savater) las nuevas generaciones ambicionan -entre otras
aberraciones- modificar su cuerpo para aparentarse a unos modelos estandarizados,
a fin de aliviar su malestar psíquico. Es la deriva hialurónica de una cultura
del cuerpo-mercancía, donde hasta las menores de edad tienen derecho a bótox.
Los «gadgets tecnológicos» (como suele llamarlos
Aurelien Barrau para distinguirlos de los avances
científicos) se han vuelto parte integrante de nuestra existencia: los usamos
compulsivamente hasta el punto de que sin ellos nos sentimos impotentes y
vivimos auténtica angustia.
Esta panoplia de prótesis tecnológicas está pensada para
facilitarnos la vida, pero ¿a qué precio? Cada día que pasa, nuestra sociedad
está más desubicada… incluso literalmente: estamos perdiendo la capacidad de
orientarnos sin el apoyo de la geolocalización satelital.
Por el mismo principio de use it or lose it, el
ejercicio de la memoria es otra función cerebral que se está viendo gravemente
perjudicada por la habituación digital: hemos dejado de retener nombres,
conceptos y conocimientos, pues íntimamente sabemos que en cuestión de
milisegundos cualquier buscador nos puede refrescar los datos que hagan falta;
tampoco memorizamos nuestros quehaceres, confiando en una alarma o una
notificación.
No obstante, se ha demostrado que son la concentración y la
paciencia las cualidades que más se resienten de esta sobre-exposición a los
aparatos de la era digital: la multiplicación exponencial de estímulos
audiovisuales llega a ser una verdadera lacra cuando es suministrada desde la
primera infancia, ya que afecta a las capacidades de concentración,
aprendizaje, empatía, manejo de la frustración y control de los impulsos. Niñas
y niños criados frente a las pantallas se vuelven irascibles, incapaces de
seguir un cuento de principio a fin, e incluso de expresarse con un vocabulario
adecuado a su edad.
Esta grave involución cognitiva va de la mano de una atrofia
más generalizada de los saberes milenarios de la humanidad: desde la navegación
astronómica al antiguo arte de tejer, desde la tracción animal al ordeño
manual, los remedios naturales, la carpintería sin herramientas eléctricas, la
forja… Es muy larga la lista de los oficios que durante siglos fueron nuestro
patrimonio común, mientras que a día de hoy se han vuelto desusados, siendo su
práctica minoritaria y anecdótica, al menos en los países industrializados.
La misma aceleración tecno-extractivista que conduce a la
extinción masiva de especies con las que solíamos convivir, entierra también la
sabiduría tradicional que habíamos acumulado durante siglos, justo cuando ya es
evidente que conservar y recuperar estos saberes atávicos sería clave para
facilitar la sobrevivencia de las futuras generaciones.
Nuestra civilización tecno-industrial ha democratizado tantas
milagrosas maravillas como la microcirugía, el transporte aéreo
intercontinental, las telecomunicaciones… Sin embargo, como bien resume Corinne
Morel, «la escalada tecnológica y la predación sobre
los ecosistemas están marcando el fin del mundo tal como lo conocemos. Y
nuestro futuro, con toda probabilidad, debe parecerse más a una aldea rural en
la India que a una colonia de alta tecnología sobre Marte. Una perspectiva para
la que no estamos nada preparados.»
Por si fuera poco, junto con los demás conocimientos
ancestrales, estamos perdiendo también la parte más esencial de la condición
humana: nuestra capacidad de socializar, empatizar y solidarizarnos… unas
virtudes fundamentales para la evolución de nuestra especie, que han sido
mermadas por el individualismo tóxico y el canibalismo social promovidos por la
economía de mercado, y apuntalados por la pujanza de tecnologías.
Si un futuro distópico nos espera, no será por haber
desarrollado máquinas tan sofisticadas que parecerán humanas, sino unos humanos
tan degenerados que se parecerán a máquinas… individuos tan deshumanizados que
no superarían un test de
Voight-Kampff.
Acatamos acríticamente la tecnologización de nuestra
existencia porque asumimos como nuestros los intereses del mercado, que nos
embauca con las ventajas de cada nuevo gadget,
omitiendo subrepticiamente su precio real en términos sociales y ambientales.
Sin embargo, en el ámbito tecnológico, toca invertir el
refrán: no hay bien que por mal no venga. Como demostró
magistralmente en sus escritos el genial Ted Kaczynski a cada paso que damos en
las arenas movedizas de los avances tecno-industriales, nos hundimos progresivamente
en el control totalitario, la alienación, y el desempoderamiento. Estamos con
la soga del «progreso corredizo» al cuello, como vaticinaba el poeta y
partisano italiano Andrea Zanzotto.
Cada vez que, en nuestra adoración supersticiosa de la
ingeniería y la industria, delegamos en ellas las soluciones a nuestras
necesidades, nos hacemos no solo más dependientes, sino también más perdidos y
deprimidos, pues la plenitud existencial reside justamente en saberse capaz de
garantizar el propio bienestar físico y emocional, mientras a medida que
abdicamos de estas competencias a cambio de calderillas (presunta seguridad,
comodidades efímeras), el sentido de nuestra vida se va aguando, hasta la
completa disolución.
Infelizmente, cuando las personas ya no consiguen dar un
sentido a su vida, el mercado, las religiones y las ideologías se encargarán de
hacerlo en su lugar, a través de actividades subrogadas y peligrosas
concepciones identitarias. De ahí la paradoja de que los avances tecnológicos,
aunque aparenten el potencial de simplificarnos la vida y democratizar la
información y el conocimiento, en realidad nos estén empobreciendo la
existencia y adocenando
En cambio, la filosofía del D.I.Y. (esa práctica del hazlo-tú-mismo/a tan
radicada en el movimiento okupa), así como el desarrollo de low techs, son formas de
empoderamiento realmente revolucionarias frente a una sociedad que aboga
constantemente por el timo de la especialización consumista.
Sin tener formación alguna de antropología, y sin tampoco
abrazar el mito del buen salvaje, me inclino igualmente a pensar que la mayor
plenitud existencial se alcanzaba más habitualmente en las sociedades simples y
primitivas. Sirvan de ejemplo algunas consideraciones escritas en 1932 por el
famoso navegante solitario Alain Gerbault, gran conocedor de la antigua cultura
polinesia y testigo directo de su aniquilación: «Si visitarais, como yo, muchos
países, estaríais horrorizados por la increíble pretensión del hombre blanco de
imponer a los demás sus hábitos y su extraña concepción de la existencia.
Frente a los conquistadores, la civilización inca desapareció. La civilización
azteca acabó de la misma manera, aunque fuera ampliamente superior a los
invasores en la ciencia de la astronomía y en el arte de la escultura.
A nosotros nos toca vigilar para que los polinesios no
acaben de la misma forma que las civilizaciones caribeñas, lo cual sería una
gran vergüenza para la raza blanca, que no quiso entender cuánto estos nativos,
felices y sin necesidades, nos fueran superiores en la ciencia del saber vivir.
Nuestra civilización no quiere aprender la lección que nos ofrecen estas
tribus. A pesar de su desarrollo mecánico y científico, la felicidad individual
está oprimida por un falso ideal: la conquista del dinero y de los placeres
ficticios que este procura. Por eso ya está mostrando síntomas de declive, y
desaparecerá como todas las otras civilizaciones.»
Si las nefastas pretensiones de nuestra civilización
tecno-industrial ya estaban claras hace un siglo, mi generación está siendo
testigo de su aceleración exponencial en la senda de la inmolación tecnológica.
Por ejemplo, la isla de Flores (donde
ahora resido), aunque pertenezca a un país desarrollado de la Unión
Europea, hace apenas setenta años no disponía ni siquiera de electricidad. Una
mujer más joven que mi madre, me contaba que cuando era niña los habitantes
vivían sin casi dinero, en el colmado solo se vendía harina y azúcar, que
llegaba una vez por trimestre por vía marítima, mientras que por lo demás las
familias tenían que producir su propia comida. La mortalidad infantil era tan
elevada que el entierro de ataúdes blancos era algo normal y corriente, vivido
además de manera alegre por los otros niños, ya que se les decía que el menor
recién difunto se había transformado en un ángel.
En cambio, uno de los primeros recuerdos de mi infancia, en
una ciudad industrial a principios de los ochenta, es una pequeña tele en
blanco y negro que mis padres me dejaban ver una vez por semana. Cuando ya era
mayor de edad, tuve mi primer teléfono móvil: solo lo usaba para SMS, pues las
llamadas eran muy caras…
Mientras tanto, la digitalización cambiaba radicalmente
nuestra forma de trabajar y entretenernos, en la mayoría de los sectores: desde
la industria al sector terciario, pasando por la ciencia y las artes (la
fotografía, la música, el cine). Una revolución tecnológica y cultural, que
alcanza todos los aspectos de la vida moderna, consumida en el arco de apenas
un par de décadas. Justo los veinte años que hemos tardado en volvernos adictos
a internet…
Todas esas voluminosas enciclopedias que ocupaban media
librería en el salón de cada hogar con un mínimo de presupuesto intelectual, se
fueron paulatinamente a la basura: hoy en día, lucirían más obsoletas que una
colección de VHS (aunque de aquí a pocas décadas es muy posible que las
volvamos a echar en falta).
En menos de un lustro, con la difusión de esos dispositivos
unipersonales de rastreo, control y alienación llamados smartphones,
generaciones enteras han caído en las redes, y el WiFi se ha vuelto tan
necesario como el agua. «La multiplicación de estas anteojeras digitales, es más
que sabido, merma la salud y las capacidades cognitivas. En cambio no se habla
tanto del hecho de que, al ritmo actual de consumo, podrían quedarnos apenas
unas décadas de dispositivos digitales al horizonte. ¿Qué pasará cuando las
pantallas se apaguen?» -se pregunta justamente Corinne Morel en su último
ensayo- «¿Cuáles serán los efectos de su falta? Porque en estos objetos
conectados reposa toda una vida de flujos y almacenamiento. Es ahí donde
encontramos nuestra dosis de dopamina, el contacto cotidiano con nuestra
familia, nuestra pareja, nuestro grupo de amigos. Es ahí donde encontramos el
camino incluso antes de perdernos, es ahí donde acumulamos nuestras fotos,
nuestra música, nuestros recuerdos; es ahí donde nos indignamos, donde nos
mandamos corazones, donde grabamos unos números que ya no nos tomamos la
molestia de memorizar, es ahí donde nos inventamos una segunda vida. La
generación que se vuelve adulta ahora no ha conocido otra realidad que esa. Y
todo esto depende de una minúscula batería de cobalto y litio de los que nos
anuncian la próxima escasez.»
La revolución digital, en sus comienzos, no parecía suponer
peligro alguno… sin embargo, una vez llegada a nuestros bolsillos en forma de
pequeñas pantallas táctiles, se ha vuelto la mayor amenaza a la libertad y la
democracia. «La digitalización nos conduce a un “capitalismo de la vigilancia”
cuyas posibilidades de control social hacen palidecer todo aquello con que
pudieron contar los totalitarismos de antaño» explica Jorge Riechmann en
un esclarecedor artículo de hace cuatro años, en el que analiza punto
por punto las nocividades que sufrimos por habernos entregado al oligopolio
digital.
Ahora, por si esta tremenda dependencia fuera poco, de
buenas a primeras llega la explosión de la así llamada Inteligencia
Artificial, que supone un hito de envergadura mucho mayor. Entramos
peligrosamente en otra liga, con el afán acrítico de siempre, pero en realidad
aumentada: en solos tres meses, ChatGPT ha alcanzado los cien millones de
usuarios. Y una de las características de esta tecnología, es precisamente
acelerar vertiginosamente nuestra capacidad productiva: lo que se tardaba
semanas en concebir, diseñar o programar, ahora se puede hacer en pocos
minutos… La gran aceleración tecnológica acaba por retroalimentarse de manera
exponencial. Fijarse solamente en los dilemas éticos que esta tecnología
supone, y pretender legislar para acotarlos, es tan naïf como pretender saciar
a un tiranosaurio con una cheeseburguer.
La Inteligencia Artificial es la guinda del pastel, la
última novedad en el amplio catálogo de la taumaturgia tecnológica, y el
mercado no tardará en encontrarle aplicaciones depredadoras de todo tipo. Por
ejemplo, tras el típico estreno en el ámbito militar -que obviamente es el
banco de prueba de toda tecnología puntera- ya se plantea su uso para aumentar
la eficiencia de la pesca industrial… y así acelerar el expolio de la poca
fauna marina que queda.
Quiero destacar, por cierto, que no estoy moviendo esta
crítica cual viejo retrógrado, ni mucho menos desde un milenarismo
conspiracionista: estoy igual de enganchado al móvil
que cualquiera, y llevo un cuarto de siglo ganándome la vida con una actividad
bastante especializada, que en este primer trimestre de 2024 me ha visto
trabajar en los más importantes congresos tecnológicos: el Google Sub Worlds en
Londres, el Cisco Live! en Amsterdam, el Mobile World Congress en Barcelona y
el Microsoft AI tour en París. Todos estaban enfocados en la IA, y el consenso
general entre los profesionales del sector es que la capacidad de esta
tecnología no tiene límites. Justo lo que nos faltaba, en una
civilización que ya de por sí se extralimita como si no hubiera un mañana… Es
el sueño húmedo de una sociedad tecnófila hasta al paroxismo.
Como de costumbre, se omiten sistemáticamente los límites
físicos de todos los nuevos avances especialmente si se trata de tecnologías
informáticas. De hecho, los data centers que albergan la
capacidad de computación necesaria al desarrollo masivo de la inteligencia
artificial son extremadamente energívoros: interrogado al respecto durante el
Word Economic Forum en Davos, el creador de Open AI y director ejecutivo de
Chat GPT Sam Altman ha invocado la fusión nuclear como la inminente solución
milagrosa, en la cual él mismo ha invertido centenares de millones de euros.
Bueno, el verbo «invertir» quizás no sea el más adecuado,
pues afortunadamente (como bien sabemos los lectores de Antonio Turiel y Juan
Bordera) estas investigaciones no llegarán a dar los frutos soñados por los
tecno-optimistas de pura cepa como Altman, al menos en el corto plazo… Que
además es el único plazo que nos queda.
Si el veneno está en la dosis, como ya constataba Paracelso
en el siglo XVI, mi temor es que -en una sociedad ya gravemente intoxicada de
tecnología, la Inteligencia Artificial pueda constituir la sobredosis letal, la
gota que hará rebosar el vaso, el chip que determine la obsolescencia
programada de nuestra civilización.
Hemos creado un paraíso artificial infernal, donde todo es
postizo, todo es un concatenarse de unos y ceros, desde el sonido de nuestro
despertador cada mañana hasta la inconcebible magnitud de la economía
financiera, sagrada e inapelable, que vertebra todo el sistema (y que, por
cierto, tiene los días contados, al estar basada en lógicas dignas de un cuadro
de Escher).
En nuestra descontrolada aceleración, no solo estamos cada
vez más alejados de la Naturaleza, sino que nos abstraemos de la mismísima
realidad, y habitamos un metamundo en el que acabamos siendo los avatares
vectoriales de una humanidad decadente. Es la sociedad del espectáculo 2.0, una
sucursal fake del mundo que conocíamos, donde el individuo ya
no es simple espectador, sino protagonista de su propia autorrepresentación en
el escaparate virtual de las redes, y se niega a sí mismo el derecho y el deber
de ser una persona real. Y si esta psicosis colectiva no fuera suficientemente
grotesca de por sí, ahora dialogamos de tú a tú con algoritmos: hemos
normalizado nuestras interacciones con la voz maternal de un software que
nos entiende, nos guía y nos acompaña… Vemos gente hablar con el reloj que
lleva en la muñeca, pero el gesto no nos escandaliza porque nos hemos criado
viendo la serie de El coche fantástico.
En 1936 Walter Benjamin publicaba su famoso ensayo La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ahora tocaría una
reflexión más drástica, pues vivimos en la época de la reproductibilidad
técnica del cerebro humano.
La crítica al tecno-optimismo es un leitmotiv del
pensamiento decrecentista: en las actuales circunstancias es bastante fácil
demostrar que la mágica panacea de la tecnología no será suficiente para
sacarnos del atolladero. Pero me temo que en la era de los perros robots de la
Boston Dynamics y de las competiciones espaciales entre oligarcas
transhumanistas, hay que ser más contundentes y llevar esta crítica un paso más
allá: no solo la tecnología no nos aportará ninguna solución milagrosa, sino
que en ella radica el espantoso espejismo que nos hace creer superiores
mientras nos volvemos seres cada vez más desgraciados, frágiles y subhumanos.
«El enfoque tecno-solucionista está tan equivocado que
contribuye activamente al colapso que finge querer contener. Extraerse del
tecno-cientifismo solucionista no sería solo ecológicamente salvador, sino
también intelectualmente saludable y socialmente recreativo» escribe Aurelien
Barrau en su libro L’hypotèse K.
Mientras A. Berlan, otro filósofo galo contemporáneo, remata
su ensayo Terre et Liberté ahondando en la urgente necesidad
de emanciparse del paradigma tecno-industrial: «No veo cómo sería posible
acotar el desastre socio-ecológico en marcha, que hipoteca tanto la libertad
como la habitabilidad del planeta, sin desmantelar sectores enteros de la
maquinaria industrial. Y eso supone dejar de delegar en ella la producción de
nuestras condiciones de existencia, repensar nuestras necesidades, recuperar
los conocimientos que las tecnologías nos han hecho perder, reaprender a vivir
localmente» pero «la secesión que consiste en abstenerse de alimentar la
mega-máquina no es suficiente: es necesario también sabotearla. Hay que
perseguir los dos fines: volver a formas de autonomía material local, y
participar al mismo tiempo en la lucha global contra el sistema. Porque no
podemos permitirnos esperar a que colapse por su propio peso. Cuanto más
progresa, más destruye nuestras condiciones de vida, que son también las de
nuestra autonomía, en una política de tierra quemada que dificulta cada vez más
sobrevivir sin prótesis tecnológicas».
Venimos de una época no muy lejana donde para conseguir
cualquier cosa era preciso dedicarle mucho tiempo, paciencia y sabiduría. Y nos
encaminamos a pasos agigantados hacia otra época no muy lejana donde para
conseguir cualquier cosa será preciso dedicarle mucho tiempo, paciencia y
sabiduría. Lamentablemente, en este breve entreacto que a unas pocas
generaciones nos ha tocado el privilegio de presenciar, se nos está agotando el
tiempo, atrofiando la paciencia y olvidado la sabiduría. A la hora de la
verdad, cuando la tecnología nos falle, ni siquiera John Zerzan sabría cómo
salir del paso.
Las actuales generaciones de drogadictos tecnológicos, más
allá de que no sabrán hacer la raíz cuadrada de ochenta y uno sin acudir a una
calculadora, tendrán un problema mucho más serio: una vez privadas de su
pantalla táctil, les faltará una identidad propia y una razón de ser, y no les
quedará ni siquiera la creatividad necesaria para hacer borrón y cuenta nueva,
porque se les habrá anquilosado a golpes de arquitectura de red neuronal
profunda y transformación (de)generativa. Mucho me temo que la sociedad por
venir, admitiendo que el actual auge belicista no arrase con todo, será
dramáticamente disfuncional de cara a los graves retos que implicará vivir en
un planeta malherido, pues su desajuste emocional será incluso más acuciante
que las temidas carencias de la esfera física.
Definitivamente, estamos perdiendo puntos en la escala de
los seres vivos…
Pero esta amarga constatación, lejos de ser paralizante, nos
tiene que orientar hacia un urgente cambio de paradigma. Tiene que ser otro
aliciente para romper con los valores hegemónicos tanto a nivel social como
individual, y apostar por la desescalada tecno-industrial, la autonomía, la
cooperación local, el empoderamiento individual y colectivo, el rescate de
saberes tradicionales, el sosiego y la simplicidad.
Ahora más que nunca es preciso acudir a pensadores lúcidos
como Ted Trainer o David Fleming, que a su manera han intentado trazar una hoja
de ruta hacia una organización social más humana, y tratar de ponerla en
práctica en el aquí y ahora. No se puede seguir procrastinando la
disidencia a la mega-máquina: hay que emprenderla de una vez y predicar con el
ejemplo para generar una masa crítica capaz de dar un vuelco cultural.
Toca ensuciarse las manos. Ya hay mucha gente joven
abandonando las urbes para volver a la naturaleza… Antes de ayer visité a una
colega que trabaja para Research and
Degrowth: en su casa, aparte de cultivar su propia comida, forjan
cuchillos, producen vajilla y elaboran jabones… es algo simple y noble, al
alcance de cualquiera. Hay mil actividades que se pueden emprender: desde la
apicultura a la producción de setas, hasta tinas de espirulina,
bioconstrucción, agricultura regenerativa, tracción animal, gestión y filtrado
natural del agua, producción de biogás, generación hidroeléctrica de pequeño
formato, hornos solares, obradores comunitarios, cooperativas de consumo,
mercadillos de intercambio, bancos de semillas, monedas locales, transporte
marítimo a vela… todo un mundo de oportunidades para emanciparse de nuestra
miserable dependencia del sistema tecno-industrial extractivista, y urdir una
verdadera economía participativa.
Paralelamente, en el frente de la resistencia a la
tecnocracia, hay que seguir librando la batalla cultural apoyando e inspirándonos
en movimientos internacionales como la Vía Campesina o Extinction Rebellion,
nacionales como les Soulèvements de la Terre o Ende Gelände, y por supuesto a
escala local, en el seno de organizaciones ya existentes o impulsando la
creación de nuevas.
Soslayar la tremenda aceleración tecnológica, de todas
maneras, es sobre todo cuestión de hábitos mentales: proteger a nuestros hijos
de las pantallas y brindarles tiempo de calidad, desintoxicarse de la fugaz
dopamina que nos aporta el uso del móvil, desertar de los aeropuertos, moverse
menos en coche y más en bicicleta…
Menos prisas y más contemplación, menos eficiencia y más
salud emocional, menos testosterona y más cuidados, menos individualismo y más
cooperación, menos Netflix y más paseos en el bosque, menos ascensores y más
escaleras, menos zumba y más yoga, menos Auto-Tune y más acordeón.
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