EL MIEDO COMO MOTOR DEL NEOLIBERALISMO
El miedo tiene etiologías muy diversas. Lo que suscita el
miedo es, en primer lugar, lo extraño, lo siniestro e inhóspito, lo
desconocido. El miedo presupone la negatividad de lo completamente distinto.
Según Heidegger, el miedo se produce en vista de una nada que se experimenta
como lo completamente distinto de los entes.
La negatividad, lo enigmático de la nada nos resulta hoy
ajeno, porque el mundo, como si fuera unos grandes almacenes, está repleto de
entes. En Ser y Tiempo el miedo surge cuando el «hogar de la esfera pública»,
de la «interpretación pública», es decir, el edificio de las pautas de
percepción y comportamiento cotidianas y familiares, se desmorona dando paso a
lo «inhóspito».
El miedo arranca a la existencia —que es como Heidegger
designa ontológicamente al hombre— de la cotidianidad familiar y habitual, de
la conformidad social. Con el miedo, la existencia se confronta con lo
siniestro y desapacible. .
El «uno impersonal» encarna la conformidad social. Nos prescribe cómo debemos vivir, actuar, percibir, pensar, juzgar:
“Disfrutamos y nos
divertimos como se disfruta; leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte
como se ve y se juzga. Encontramos «indignante» lo que uno encuentra
indignante”.
La dictadura del «uno impersonal» enajena la existencia de
su posibilidad más propia de ser, de la autenticidad:
“Con esta forma de compararse con todo «comprendiéndolo»
todo y quedándose así tranquilizada, la existencia se encamina hacia una
enajenación en la que le queda oculta su posibilidad más propia de ser”.
El derrumbe del horizonte familiar de comprensión causa
miedo. Solo con el miedo se le abre a la existencia la posibilidad de su poder
ser más propio.
Lo que hoy impera no es esa uniformidad de «todos los demás
igual que los demás» que caracteriza al «uno impersonal». Dicha uniformidad
deja paso a la diversidad de opiniones y opciones. La diversidad solo permite
diferencias que estén en conformidad con el sistema. Representa una alteridad
que se ha hecho consumible. Al mismo tiempo, hace que prosiga lo igual con más
eficiencia que la uniformidad, pues, a causa de una pluralidad aparente y
superficial, no se advierte la violencia sistemática de lo igual. La pluralidad
y la elección fingen una alteridad que en realidad no existe.
La «propiedad» de la que habla Heidegger no tiene nada que
ver con lo que nosotros entendemos por autenticidad. Incluso se le opone. En la
terminología de Ser y tiempo, la autenticidad actual sería una forma de
«impropiedad». La propiedad está precedida del derrumbe de la cotidianidad.
Arrancada del mundo del «uno impersonal», la existencia se ve confrontada con
lo siniestro y desapacible que tiene lo inhóspito. La autenticidad de la
alteridad, por el contrario, tiene lugar dentro del orden de la cotidianidad.
Con el yo auténtico, el yo asume la forma de una mercancía: se realiza
consumiendo.
Según Heidegger, el miedo guarda una relación muy estrecha
con la muerte. La muerte no
significa un mero cese del ser, sino «un modo de ser», en concreto, una
posibilidad privilegiada de ser sí mismo. Morir significa: «“Yo soy”, es decir,
llego a ser mi yo más propio». Frente a la muerte se despierta una «resolución
recóndita y que tiene miedo de sí misma» al ser sí mismo propio. La muerte es
mi muerte.
También tras lo que se da en llamar el giro, que marca un
inciso radical en el pensamiento de Heidegger, la muerte sigue significando más
que el cese de la vida. Sin embargo, ya no provoca el énfasis del yo. Ya solo
representa la negatividad del abismo, del misterio. Se trata de «implicar la
muerte en la existencia para así dominar la existencia en su enigmática
amplitud». El Heidegger tardío designará la muerte también «la urna de la
nada». La muerte es algo que en ningún aspecto será jamás algo meramente
existente, pero que sin embargo campa, y que campa incluso como el misterio del
ser mismo.
La muerte inscribe en el ente la negatividad del misterio,
del abismo, de lo radicalmente distinto.
En los tiempos actuales, que aspiran a proscribir de la vida
toda negatividad, también enmudece la muerte. La muerte ha dejado de hablar. Se
la priva de todo lenguaje. Ya no es «un modo de ser», sino solo el mero cese de
la vida, que hay que postergar por todos los medios. La muerte significa
simplemente la desproducción, el cese de la producción.
La producción se
ha totalizado hoy convirtiéndose en la única forma de vida. La histeria con la
salud es, en último término, la histeria con la producción. Pero destruye la
verdadera vitalidad. La proliferación de lo sano es tan obscena como la proliferación
de la obesidad. Es una enfermedad. Le es inherente una morbosidad. Cuando se
niega la muerte en aras de la vida, la vida misma se trueca en algo
destructivo. Se vuelve autodestructiva. También aquí se confirma la dialéctica
de la violencia.
Precisamente la negatividad es vivificante. Nutre la vida
del espíritu. El espíritu solo obtiene su verdad si dentro del desgarramiento
absoluto se encuentra a sí mismo. La negatividad del desgarramiento y del dolor
es lo único que mantiene con vida al espíritu. El espíritu es «este poder, no
como lo positivo que aparta la vista de lo negativo». Solo es «este poder en la
medida en que mira lo negativo a la cara y se queda a su lado». Hoy rehuimos lo
negativo de manera convulsiva, en lugar de demorarnos en ello. Pero aferrarse a
lo positivo lo único que hace es reproducir lo igual. No solo existe el
infierno de la negatividad, también el infierno de la positividad. El terror no
solo emana de lo negativo, también de lo positivo.
El miedo que provoca el derrumbe del mundo familiar es un
miedo profundo, que se asemeja a aquel aburrimiento profundo. Lo que
caracteriza el aburrimiento superficial es un inquieto «agitarse hacia afuera».
En el aburrimiento profundo, por el contrario, a uno se le escurre lo existente
en su conjunto. Pero en este «fracaso», según Heidegger, se encierra un
«aviso», un «llamamiento» que exhorta a la existencia a resolverse a «actuar
aquí y ahora».
El aburrimiento profundo hace que afloren aquellas
posibilidades de actuar que la existencia podría aprovechar, pero que
precisamente quedaban baldías en esa situación en la que uno se aburre. El
aburrimiento profundo exhorta a la existencia a abordar su posibilidad más
propia de ser, es decir, a actuar. Tiene un carácter apelativo. Habla. Tiene
voz. Ese aburrimiento actual que acompaña a la hiperactividad se queda
estupefacto y sin habla, se vuelve mudo. Se elimina con la siguiente actividad.
Pero ser activo no significa todavía actuar.
En el Heidegger tardío, el miedo se explica en función de la
diferencia ontológica, de la diferencia entre ser y ente. El pensamiento tiene
que resistir ese enigmático y abisal ser sin ente para adentrarse en un
«espacio todavía virgen». En cierto sentido, el ser antecede al ente y hace que
se muestre en cada caso bajo una luz determinada. El pensamiento «ama» el
«abismo». Le es inherente un «valor sereno para enfrentarse a un miedo
esencial». Cuando falta este miedo continúa lo igual. El pensamiento se pone a
merced de la «voz silente» que lo «templa con los horrores del abismo». El
horror lo libera del aturdimiento que provoca el ente, es más, del aturdimiento
que provoca lo igual. Se asemeja a aquel «dolor en el que se desvela la
alteridad esencial del ente frente a lo habitual».
Lo que hoy impera es una indiferencia ontológica. Tanto el
pensamiento como la vida se vuelven ciegos para su nivel de inmanencia. Cuando
no hay contacto con ese nivel, persiste lo igual. Lo que Heidegger llama «ser»
designa este nivel de inmanencia. Es aquel nivel óntico en el que el pensar
arranca de nuevo. El contacto con ese nivel es lo único que hace que comience
algo totalmente distinto. En este sentido también escribe Deleuze:
“Tomando el término en
un sentido literal, yo diría que están haciendo el idiota. Hacer el idiota ha
sido desde siempre una función de la filosofía”.
«Hacer el idiota» es romper con lo predominante, con lo
igual. Eso inaugura aquel ámbito virginal de inmanencia y hace que el pensar se
vuelva receptivo para la verdad, para el acontecimiento que estrena una nueva
relación con la realidad. Entonces aparece todo bajo una luz totalmente
distinta. El nivel de inmanencia del ser solo se alcanza a través del miedo.
Libera el pensar de los entes intramundanos que nos agobian, de ese
aturdimiento que provoca lo igual y que Heidegger llama «olvido del ser». Aquel
nivel de inmanencia del ser es virginal, todavía no tiene nombre: «Pero si el
hombre ha de volver a avenirse con la vecindad del ser, entonces primero tiene
que aprender a existir prescindiendo de nombres».
El miedo actual tiene una etiología completamente distinta.
No se explica ni en función del derrumbe de la conformidad cotidiana ni del
enigmático ser abisal. Más bien se produce dentro del consenso cotidiano. Es un
miedo cotidiano. Su sujeto sigue siendo el «uno impersonal».
“El yo se orienta en función de los demás y se vuelve
inseguro cuando cree que no puede mantener el paso. De este modo, la noción de
qué es lo que los demás piensan de uno y qué es lo que piensan que uno piensa
de ellos pasa a ser una fuente de miedo social. Lo que agobia y destroza a la
persona singular no es la situación objetiva, sino la sensación de desventaja
en comparación con otros que resultan significativos”.
La existencia de la que habla Heidegger, que está resuelta a
su posibilidad más propia de ser y a ser verdaderamente sí misma, no es guiada
desde fuera, se guía desde dentro. Se parece a un giroscopio que tiene un
centro interior y está fuertemente orientado a su posibilidad más propia de
ser. En ello se opone al hombre-radar, que vive dispersándose y se pierde hacia
fuera.
La orientación hacia el interior hace que resulte superflua
esa permanente comparación con los demás a la que se siente forzado el hombre
guiado desde fuera.
Hoy, muchos se ven aquejados de miedos difusos: miedo a
quedarse al margen, miedo a equivocarse, miedo a fallar, miedo a fracasar,
miedo a no responder a las exigencias propias. Este miedo se intensifica a
causa de una constante comparación con los demás. Es un miedo lateral, a diferencia
de ese otro miedo vertical que se da en presencia de lo totalmente distinto, de
lo desapacible y siniestro, de la nada.
Hoy vivimos en un sistema neoliberal que elimina estructuras
estables en el tiempo, que para incrementar la productividad fragmenta el
tiempo de vida y hace que lo vinculante y obligatorio se vuelva obsoleto. Esta
política temporal neoliberal genera miedo e inseguridad. Y el neoliberalismo
individualiza al hombre convirtiéndolo en un aislado empresario de sí mismo. La
individualización que acompaña a la pérdida de solidaridad y a la competencia
total provoca miedo. La pérfida lógica del neoliberalismo reza: el miedo incrementa la productividad».
https://contrainformacion.es/el-miedo-como-motor-del-neoliberalismo/
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