El
Progreso, concepto vacío y ambiguo, ha sido la razón debajo de la
organización social desde la revolución industrial. El Desarrollo,
como expresión de Progreso, concretado en el crecimiento material y
económico, supuso la cristalización de una apuesta por dominar
completamente la naturaleza, traspasando cuantos límites sean
necesarios. Las sociedades modernas se han valido de la Técnica con
el objetivo de poder más, tener más y en última instancia, ser
capaces de vivir mejor.
Sin
embargo, en contra de lo esperable, el planeta sufre desde hace años
una crisis sin precedentes y que tiene y tendrá consecuencias graves
e irreparables sobre sus habitantes. Los recursos son finitos y,
frente a los avances, los problemas ocasionados por el Desarrollo son
prácticamente irresolubles. Entre tanto, seguimos tomando al
Progreso como ideología incuestionable y guía de todos nuestros
actos, a la vez que nos sumimos más profundamente en un sistema
técnico que ha modificado todas las condiciones de vida y que poco a
poco escapa a nuestro control, junto con sus consecuencias (positivas
y negativas).
En
esta ponencia analizaremos algunas características de esta ideología
del Progreso y del crecimiento como concreción de éste, para
seguidamente proponer una respuesta unitaria y radical: el
Decrecimiento.
La
ideología del Progreso
El
Desarrollo, expresión del Progreso, toma como horizonte perpetuo la
creación de poder, el aumento de la potencia y capacidad humanas
para incidir y controlar el mundo a su antojo. Todo ello sazonado con
la producción desmesurada y creciente de bienes y servicios. Uno de
sus más importantes cometidos es crear las condiciones necesarias
(tecnológicas, sociales, políticas) para poder seguir avanzando sin
fin. El problema es que nunca se sabe hacia dónde avanzamos, ni las
consecuencias que entrañará este avance, pero la decisión está
hecha, a pesar de todo:
La
potencia sin control
El
Desarrollo ha traído consigo (o necesitado) el aumento de la
capacidad humana de incidir sobre su entorno y gestionar sistemas de
abrumadora complejidad, lógicamente por medios técnicos. La
posibilidad de que el hombre pueda controlar las condiciones del
mundo que le rodea y manipularlas a su antojo a gran escala es una de
las claves del crecimiento: por ejemplo, la capacidad de obtener
procesar, transportar y distribuir masivamente recursos naturales de
difícil localización y tratamiento (petróleo, coltán...) es clave
para sostener una sociedad moderna.
Sin
embargo, las ventajas obtenidas a través de la dominación de
nuestro entorno contrastan con un espectro gigante de consecuencias
imposibles de prever ni prevenir. Algunos avances traen consigo una
serie de efectos, muchas veces nefastos, que contrarrestan toda
ganancia. Los problemas ocasionados son más grandes y más
complicados que aquellos inicialmente resueltos, y sólo abordables
por los medios técnicos que los causaron.
Por
ejemplo, en su creación nadie imaginó que el automóvil o los
aviones jugarían un papel importante en el cambio climático; el
desarrollo nuclear nos ha traído desastres (por causas bélicas o
por accidentes); las radiaciones electromagnéticas o los
transgénicos pueden provocar desequilibrios ambientales y problemas
de salud cuyas consecuencias están por ver; la ganadería intensiva
es un caldo de cultivo de enfermedades que pueden afectar allá dónde
viajen los productos (gripes, vacas locas); los accidentes de tráfico
son la primera causa de mortalidad en los países desarrollados; los
avances médicos contrastan con todo un espectro de nuevas
enfermedades y trastornos psicológicos (depresiones, ansiedad,
anorexia, obesidad, asma, cáncer)...
A
pesar de todo ello, la elección está hecha pues la dinámica de
nuestras sociedades ha convertido en necesidad el transporte
rápido, la producción de energía masiva y potencia armamentística,
comunicaciones sofisticadas, los alimentos mejorados y
más rentables, el trabajo intensivo y repetitivo...
Muchos
esfuerzos se concentran en desarrollar técnicas que mitiguen los
efectos negativos de todo esto (protocolos, planes de emergencia,
eficiencia de motores, energías renovables, medicamentos para cada
nuevo problema de salud, control de especies, seguridad vial...),
pero no en replantearse cómo actuar sobre las causas. Se trata de
discernir si las herramientas que usamos son realmente necesarias,
cumplen su función de manera satisfactoria y las podemos controlar o
si, por el contrario, nos hemos convertido en sus esclavos.
La
mercantilización de la vida
El
Desarrollo, no sólo se ha basado en la creación un medio idóneo en
el que subsistir de manera indefinida, sino que también ha sido
necesaria la inclusión del cuerpo social en este medio y
desconectarlo del mundo natural que se intenta dominar.
Esto
sólo ha sido posible mediante la invasión generalizada de la vida
de cada individuo y la inclusión total en un nuevo paradigma dónde
todo gira alrededor de las nuevas aplicaciones científico-técnicas.
Se trata de una invasión tanto del espacio físico, con la ciudad
como paradigma del Progreso, como del tiempo: todo va más rápido,
porque todo puede y debe hacerse más rápido.
Al
mismo tiempo, la sociedad moderna se caracteriza por mediatizar las
relaciones humanas a través de un universo de imágenes
preestablecidas que marcan las pautas sobre los deseos, las
esperanzas, los valores, los placeres y los comportamientos
esperables de cada individuo.
En
este nuevo entorno prefabricado, el trabajo [productivo y asalariado]
juega un papel fundamental como elemento alienante y clave, además,
en el mantenimiento de las dinámicas de producción y consumo. La
vida entera gira en torno al trabajo. Ni los avances técnicos, ni el
aumento de la riqueza, ni la sociedad del conocimiento... nada ha
conseguido reducir el número de horas de trabajo, ni la cantidad de
trabajadores. Es patente, sin embargo, que en el proceso de
producción, cada individuo juega un papel ínfimo y se convierte en
una pieza reemplazable y reutilizable según la necesidad, por lo que
se convierte en tiempo vacío y sin significación.
La
solución a este vacío generalizado ha sido llenar nuestra
existencia de todo tipo productos en constante evolución, siempre
caducos y desechables por otros nuevos, fugaces representantes del
nuevo estado de la modernidad e incapaces de dotarse de un verdadero
significado a sí mismos, ni de un fin real: ropa, gadgets, coches y
todo tipo de modas pasajeras... un mundo construido para el que no
hay otro papel más allá del de consumidores.
Pero
la cruda realidad de la sobreproducción, de la abundancia de lo
inútil, del hiperconsumo y las seudo-necesidades reinante en los
países “desarrollados” demuestra cada vez con más intensidad
que, lejos de acercarnos al bienestar y a la felicidad, nos aleja
cada vez más de unas condiciones que nos permitan acceder a ella:
largas jornadas laborales, problemas psicológicos, aires
contaminados, esperas, masificación, insatisfacción, estrés...
Un
mundo demasiado pequeño
Los
perniciosos e imprevistos efectos del Progreso como ideología y su
incapacidad patente para armonizar las relaciones entre los hombres y
su entorno no han sido suficientes para que el crecimiento sea
adoptado como camino incuestionable al bienestar. Esta apuesta por el
productivismo desaforado desencadena procesos irreversibles y choca
de frente con dos realidades que tienen en común la limitación y
escasez de recursos de nuestro planeta:
Desarrollo
a expensas del mundo
La
construcción y mantenimiento del “mundo desarrollado” se ha
realizado a expensas de mantener en la miseria y en la pobreza a la
mayoría de sus habitantes. Llama la atención que el “subdesarrollo”
sea la tónica general en un planeta que desea ante todo el
Desarrollo. Esto se explica porque la existencia de trabajadores
pobres, de materiales baratos, de mercados injustos está en la base
de la creación de condiciones económicas y sociales que
permiten progresar en
otros lugares.
El
Desarrollo está, por tanto, estrechamente ligado a la limitación
del acceso a él de una mayoría global. A partir de aquí resulta
una mera fantasía pensar en exportar el estándar de vida
“occidental” a escala planetaria: el planeta es simplemente
incapaz de abastecer de recursos a una sociedad del Progreso a nivel
global (crecimiento, abundancia...).
Un
modelo sin futuro
Precisamente,
la creciente escasez de recursos, especialmente combustibles fósiles,
pero también madera, agua potable, tierras fértiles... indican que
el modelo del crecimiento está irremediablemente condenado al
fracaso.
La
irrupción de la “sociedad del conocimiento”, con una economía
cada vez más desligada de la riqueza real generada y del tiempo de
trabajo dedicado representa la última vuelta de tuerca de un sistema
obcecado en crecer como sea: globalización económica, apertura de
nuevos mercados, expansión de los servicios, burbujas especulativas,
eficiencia, reciclaje... Sin embargo, resulta irrisorio intentar
desacoplar el desarrollo y la propia economía del consumo brutal
consumo de recursos y que no hace sino ir en aumento: las redes de
comunicación, el sector servicios, la innovación tecnológica y el
resto de elementos fundamentales de la “sociedad del conocimiento”
son intrínsecamente dependientes de suministros energéticos y
materiales en masa.
La
búsqueda de la eficiencia máxima con las esperanzas puestas en
soluciones tecnológicas que consigan desligar el desarrollo de
consumo de manera efectiva chocha de lleno con el significado de
crecimiento exponencial, siempre un paso por delante de todo ahorro
realizado, y con la falta de consideración de factores como el
crecimiento demográfico o el efecto rebote.
*
* *
Todo
lo anteriormente explicado muestra cómo la ideología del Progreso
se ha mostrado incapaz, y es cada vez más evidente, de armonizar la
relación hombre y naturaleza de manera duradera y justa. El fracaso
del Desarrollo contrasta con una fe ciega en que todos los problemas
acabarán por solucionarse permaneciendo en esta vía: el desarrollo
y el crecimiento son constantes en el discurso político y sus
indicadores (como el P.I.B.) se utilizan absurdamente para evaluar
nuestro grado de bienestar.
Desde
Jóvenes Verdes no podemos obviar el camino seguido ni la gravedad de
la situación actual. Estamos pues obligados a buscar alternativas
reales y radicalmente distintas al modelo reinante.
El
Decrecimiento
El
Decrecimiento representa una ruptura radical de una serie de
creencias y valores predominantes en la sociedad actual, en
particular con la ideología del Progreso y la búsqueda del
crecimiento económico y material como camino único al bienestar.
Es
importante no reducir el término al simple opuesto de “crecimiento”.
El decrecimiento representa una ruptura total con lo que actualmente
representa el Progreso (tampoco confundir con una simple “oposición”
a todo progreso) para pasar a priorizar actitudes, valores y modos de
vida que conformen una verdadera alternativa al mundo contaminado,
injusto e infeliz que nos empeñamos en desarrollar.
A
continuación pasamos a explicar algunas de las claves sobre el
Decrecimiento y el establecimiento de una sociedad decrecentista:
Una
ruptura total
El
culto al Progreso invade sistemáticamente todos y cada uno de los
ámbitos de la vida: organización social, costumbres, toma de
decisiones, modo de relacionarnos... y lo hace siempre de manera que
resulta imposible actuar separadamente sobre una parte del sistema
sin cuestionar su totalidad.
Esta
unicidad, basada en un conjunto innombrable de interrelaciones,
convierte en inútil toda aplicación del término decrecimiento a
facetas y efectos concretos del Progreso. No tiene sentido presentar
el decrecimiento como la simple reducción de ciertos elementos
considerados negativos. Limitarse a hablar pues de “decrecimiento
económico”, de “decrecimiento de las emisiones”,
“decrecimiento del uso de plásticos” no es hablar de
Decrecimiento e introduce ambigüedades en un término que
cuestiona la totalidad de la idea de Progreso.
Decrecimiento
y desarrollo sostenible
El
concepto de desarrollo sostenible resulta
incompatible con el Decrecimiento pues no cuestiona la base del
Desarrollo, punto esencial de la crítica realizada por el
Decrecimiento.
La
búsqueda de un “desarrollo” con un bajo consumo de recursos que
pueda perdurar en el tiempo se nutre principalmente de una fe ciega
en los avances tecnológicos en materia de eficiencia,
miniaturización y reciclaje. Se evidencia entonces que el desarrollo
sostenible está
basado y sostenido por propia idea de “desarrollo”.
La
proliferación del uso propagandístico y publicitario del desarrollo
sostenible atestigua
su poca validez a la hora de representar una verdadera alternativa
más allá de un exceso de buenas intenciones o de una careta verde.
Por
su parte, el crecimiento
cero como
propuesta concreta relacionada con el desarrollo sostenible, ha
quedado plenamente desfasada al ser la huella ecológica mundial
desproporcionada en relación a las capacidades del planeta.
Redefinir
el trabajo
La
búsqueda constante e incuestionada del Desarrollo utiliza el consumo
como vehículo de acceso a todos los productos resultantes de la
constante evolución de sus técnicas. Sean útiles o no, resulten
desastrosos o no, se necesiten o no, esta producción (que se
manifiesta en el plano material, pero también en el cultural y en
los servicios) sirve como justificante de la necesidad de ir siempre
“más allá”.
El
desarrollo necesita de un elemento que garantice, por un lado, la
producción creciente de bienes y servicios, y por otro, la
posibilidad al cuerpo social de adquirirlos constantemente,
desecharlos y reemplazarlos con la mayor facilidad posible.
Este
elemento es el trabajo. El trabajo actúa como centro de la
organización social. La vida gira en torno al trabajo. Desde la
infancia se nos enseña, se nos prepara específicamente para vender
nuestro tiempo a cambio de un salario.
Al
mismo tiempo, la organización del trabajo asegura que la mayor parte
de este salario se invierta en productos y servicios necesarios para
seguir trabajando, o para olvidarse por unas horas del trabajo:
coches, ordenadores, ocio, cuidados....
El Decrecimiento apuesta
por el fin del trabajo tal y como lo conocemos. Este fin, se concreta
en varios aspectos:
-
La valoración y reconocimiento de las actividades no remuneradas y no productivas (menaje del hogar, voluntariado, cuidado de niños y personas mayores, artes, etc...): Estas actividades son elementos de cohesión social de especial importancia, pero no son “rentables”, por lo que siempre están relegados a un segundo plano.
-
Reducción de la producción: los límites físicos a los que el crecimiento nos enfrenta hacen necesaria una reducción de la producción (y del consumo). Se han de producir menos bienes y servicios y, por tanto, se deben reducir las horas de trabajo totales. La aceptación sin reparos de esta necesidad implica el abandono del objetivo del pleno empleo así como la reducción efectiva del número total de horas de trabajo. Aumentar el tiempo libre, más bien escaso en la actualidad, facilitaría la inclusión y participación en la sociedad de un mayor número de personas, la realización de actividades no-monetarias (voluntariado, bancos del tiempo) y, en el fondo, la posibilidad de encontrar lo que de verdad nos hace felices más allá del imperativo material reinante.
-
Fomento de la producción ecológica, cooperativa y el auto-abastecimiento: recuperar las técnicas de producción adaptadas al entorno y que permitan auto-abastecernos en pequeños grupos es ideal para reducir el impacto medioambiental y social del trabajo. Para satisfacer nuestras verdaderas necesidades no debería hacer falta un despilfarro de recursos en forma de embalaje, conservación y transporte del producto.
Priorizar
lo local
La
globalización, entendida como interconexión efectiva y global a
todos los niveles (económico, tecnológico, cultural...) ha sido un
elemento clave a la hora de desarrollar las condiciones necesarias
del desarrollo y del crecimiento que, aunque desigualmente repartido,
se ha producido con gran intensidad.
Las
relaciones de dependencia generadas abarcan igualmente diversos
niveles y conforman un conjunto extremadamente complejo de tratar
desde una lógica decrecentista y que asegure la igualdad y la
justicia para/con todas las partes.
Desmontar
este sistema implica volver decididamente a la cercanía: producción
local, distribución local, consumo local, cultura local... Se trata
de adaptar nuestros modos de vida en todas sus formas a las
características y condiciones que el entorno más próximo nos
ofrece.
La
vuelta a lo local actúa en dos facetas de importancia para el
Decrecimiento: por un lado se consigue reducir el impacto generado
por el comercio intercontinental de mercancías a la vez que se
visibiliza el efecto de la actividad humana sobre el territorio, que
recae actualmente sobre lugares lejanos y desconocidos. Por el otro,
se simplifica la gestión local, democrática y justa de las
actividades, y se facilita la adaptación a las características
específicas de cada zona, como veremos más adelante.
Volver
a lo simple
El
Progreso no ha consistido simplemente en la posibilidad de producir y
consumir una gran cantidad de productos, sino en el emplazamiento de
toda una organización sistemática que ordene, gestione y posibilite
el desarrollo de técnicas más avanzadas con las que, a su vez,
solucionar los problemas generados por el crecimiento y afrontar una
vuelta de tuerca más.
La
consecuencia inmediata ha sido una complexificación general que
afecta a todo los niveles. La figura del “especialista” es ahora
clave a la hora de entender y actuar sobre cualquier dominio. Una
persona no especializada es de poco uso en una sociedad desarrollada.
La
especialización de la sociedad ha dado lugar a una serie de
dependencias y jerarquías que limitan las capacidades de cada
individuo y la libertad para elegir su modo de vida. Muchas de las
tareas que tradicionalmente realizábamos en pequeños grupos o
individualmente han sido traspasadas a “especialistas”:
producción alimenticia, confección y arreglos de ropa, cuidado y
educación de niñxs, reparaciones, seguridad...
El
Decrecimiento apuesta por una vuelta a lo pequeño y a lo simple, a
aquellas herramientas y técnicas adaptadas a las necesidades de uso,
fáciles de entender, intercambiables y modificables.
Una
vez más, se trata de romper las cadenas que nos atan a un mundo
auto-destructivo e incapaz de satisfacer las verdaderas necesidades
de todos re-adaptando nuestras herramientas de manera que podamos
utilizarlas y dejar de usarlas a voluntad, frente a la obligación
constante de servirnos de los productos del desarrollo: aviones,
televisión, electricidad, carreteras, alimentos importados, móviles,
sistema educativo, medicamentos...
Autogestión
y democracia participativa
La
ardua complejidad de todos los niveles de organización, de la que
venimos hablando anteriormente, ha requerido el emplazamiento de
estructuras e interrelaciones imprescindibles para su correcto
funcionamiento. Detrás de cada uno de los productos del Desarrollo y
su utilización masiva (coches, medicamentos, armas, supermercados,
propaganda...) existe un entramado político, económico y social que
no sólo los hace realidad, sino que los elige por nosotros. Hemos
perdido toda capacidad de control o decisión sobre la dirección de
nuestros pasos pues las formas de organización actuales responden
únicamente a la necesidad de gestionar de manera eficiente ciertas
realidades y, por tanto, está fuera de lugar la participación
activa de todas las personas relacionadas, ni la adaptación a cada
una de las micro-realidades afectadas.
El
Decrecimiento apuesta por la autogestión, es decir, la gestión
directa de la realidad que nos afecta: alimentación, comunicación,
educación, salud... Por supuesto, la autogestión conlleva una
necesaria simplificación y readaptación de las herramientas de las
que nos servimos, junto con el abandono de muchos de los productos,
en un amplio sentido de la palabra, actualmente presentes y que no
necesitamos en una sociedad decrecentista (estados, burocracias,
mercados bursátiles, corporaciones, ejércitos, supermercados,
nucleares.
La
democracia participativa es clave en el éxito de un sistema
colectivizado, de manera que se adapte a todos sus participantes de
la mejor manera posible, y siempre abierto a modificaciones y mejoras
decididas desde la base.
Feminismo
y decrecimiento
El
decrecimiento tiene importantes puntos de encuentro con las luchas
feministas y la deconstrucción del patriarcado, por ejemplo a la
hora de valorizar y reconocer el trabajo no productivo, que muchas
veces recae sobre las mujeres, y buscar una redistribución
equitativa de las tareas.
Tradicionalmente,
la carga de trabajo productivo ha recaído sobre el hombre. Sin
embargo, el acceso masivo de la mujer al mercado laboral no ha
significado ni una reducción de la jornada laboral de los hombres,
ni un cambio significativo en las proporciones de tiempos dedicados
al menaje del hogar, ni a los cuidados. Por tanto, este paso hacia la
“igualdad” ha supuesto en realidad un aumento en las
responsabilidades y tareas de las mujeres.
El
decrecimiento juega un importante papel a la hora de buscar
soluciones efectivas a las desigualdades mediante la valoración de
los trabajos no-productivos como el doméstico, o los cuidados de
personas mayores y niños que recaen mayoritariamente en manos de las
mujeres.
Una
reducción generalizada del tiempo dedicado al trabajo mercantil para
todas y todos y, por ende, de la producción como propone el
decrecimiento, favorece la repartición equitativa de todos los tipos
de trabajo entre mujeres y hombres, porque que evita la carga doble
de la mujeres y facilita a los hombres una necesaria toma de
responsabilidad en tareas domésticas, al no crecer el volumen total
de su trabajo.
El
Decrecimiento es aún un concepto en construcción, con muchos
ángulos, interpretaciones y modos de aplicación sobre los que hay
que seguir trabajando y dando a conocer al exterior.
Nosotros,
Jóvenes Verdes, apostamos por el Decrecimiento como salida durable y
realista a la crisis ecológica y social y nos comprometemos a
defender y difundir el concepto de manera transversal en nuestras
actividades y comunicados.
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