Estos
días estoy leyendo sobre la renta básica y le saco el tema a Irene.
“Yo con 600 euros no haría nada, con el crío necesito más
dinero, pero mucha gente no aguantaría lo que aguanta si supiese que
va a tener ese dinero
Irene
trabaja en el bar que hay debajo de mi casa. Es donde voy cuando la
jornada laboral se alarga mucho más de ocho horas y no soporto
seguir currando encerrada en mi cuarto. Hablamos de los clientes, de
los turistas, del barrio. Pero sobre todo de la faena, porque es lo
que tenemos en común allí. Me cuenta que trabaja de martes a
domingo, sin contrato, por 800 euros. Normalmente son ocho horas,
pero el horario de cierre a veces se alarga. Esas horas no se las
pagan. Le ha pedido varias veces a su jefe que la dé de alta, pero
se niega. Dice que no le sale a cuenta, que si le paga la Seguridad
Social le tiene que bajar el sueldo. “Pienso en dejarlo
prácticamente todos los días, pero todo está más o menos igual.
Además, es temporada baja, no necesitan gente en ningún lado”.
Estos
días estoy leyendo sobre la renta básica y le saco el tema a Irene.
“Yo con 600 euros no haría nada, con el crío necesito más
dinero, pero mucha gente no aguantaría lo que aguanta si supiese que
va a tener ese dinero fijo”. Esa es una de las claves más
importantes. La renta básica no solo garantiza la existencia
material de la población, también aumenta enormemente la capacidad
de negociación de los trabajadores. Si tienes asegurado un mínimo
de 600 euros, tu margen para presionar por mejoras laborales y
aumentos salariales es mucho mayor.
Cuando
Irene se marcha a atender otras mesas pienso también en mis vecinos
de arriba. Familia de cuatro personas: dos adultos y dos niños en
edad escolar. Él trabaja en una fábrica de juguetes de la periferia
de Valencia, ella cuida de los niños y de la casa, y cada tres meses
también de su madre, que es dependiente. Desde el patio la veo
tender lavadoras, subir la compra, pasar el aspirador. Siete días a
la semana, doce meses al año. El único ingreso es el sueldo de él
y la pensión de la abuela los meses que pasa en su casa.
Esa
cantidad ingente de horas que mi vecina trabaja no tiene
remuneración. Los cuidados sostienen el mercado de trabajo en la
medida en que garantizan que los trabajadores acudan a sus puestos
con sus necesidades cubiertas —alguien cuida a sus familiares
dependientes, limpia el lugar en el que vive, prepara la comida que
ingiera, lava la ropa que se pone—, pero mi vecina no percibe
ingresos propios. La renta básica cambiaría su realidad y la de
tantas personas, fundamentalmente mujeres, que cuidan.
La
renta básica también ayudaría a Luis, el padre de una de mis
amigas. 60 años, los últimos cuatro en el paro. Hace mucho que
agotó la prestación por desempleo y acabó con todos sus ahorros.
Tampoco tiene derecho a la ayuda de 400 euros. La mayor parte de su
vida trabajó con su padre en el campo. Cuando las tierras dejaron de
permitir la supervivencia, buscó faena en la construcción, pero no
llega al mínimo de cotización obligatorio para percibir la ayuda.
Necesita quince años y tiene doce.
Mi
amiga me cuenta que el deterioro psicológico de su padre ha sido
enorme desde que ha tenido que mudarse. La falta de dinero y la
imposibilidad de salir de esa situación por la expulsión del
mercado laboral le han provocado una depresión de la que le está
costando mucho recuperarse. Una renta básica de 600 euros no
resolvería completamente los problemas de Luis ni acabaría con su
dolencia de forma automática, pero le permitiría contar con unos
ingresos mínimos que reducirían su dependencia económica y
ayudarían a aliviar su ansiedad sobre su futuro. Como en el caso de
Irene o de mi vecina, la renta básica garantizaría una mayor
libertad de decisión y un aumento de la justicia social, y las
consecuencias de ello solo pueden ser positivas.
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