¿Qué
hubiera dicho mi abuela María del actual exceso de consumo de carne
y los destrozos planetarios que provoca o del cambio al
vegetarianismo o veganismo para solucionar el problema? Seguramente
aquello de “ni tanto ni tan calvo que se le vean los sesos”.
Después
de años de reflexión y de haber fallecido mi abuela, he llegado a
la conclusión de que si hay alguien que se hubiese merecido
el premio
Goldman,
que es el equivalente al premio Nobel de Ecología, esa sería mi
abuela. Vivió y murió analfabeta, a pesar de mis intentos —con
ella ya muy mayor— para alfabetizarla, cuando tomaba conciencia de
la importancia de que supiese leer.
Sin
embargo, mi abuela era la persona más sabia, y la más ilustrada que
jamás he llegado a conocer. Sus conocimientos y sabiduría eran de
otro mundo, de otro ámbito muy distinto al que solemos valorar hoy
día en la sociedad moderna. Mi abuela sabía criar hijos (tuvo
cinco) y lo hizo ella sola, pues su marido murió un año antes de la
guerra civil, con cuarenta y pocos años, con la espalda doblada como
mozo de carga de los almacenes Prats en Madrid y antes como
agricultor pobre y sin tierra en su pueblo natal en Extremadura.
Para
esa época, mi abuela estaba licenciada en coser y remendar la poca
ropa que había, cuando se rompía. Tenía másters en
bordar, zurcir, hacer ganchillo, en hilar lana y algodón y hacer
ovillos, hacer encaje de bolillos… Todavía andan por casa sus
primorosos manteles y cortinas hechas a mano. Se había doctorado cum
laude en
arreglar estreñimientos, cortar diarreas, curar muchas enfermedades
comunes con elementos tan locales, baratos y accesibles como el
aceite. Sabía dar friegas, componer un tobillo torcido, arreglar un
dedo dislocado y hasta enderezar un hueso roto y entablillarlo, si no
era muy complicado. Aliviaba quemaduras con emplastes y reducía
hinchazones y eliminaba eccemas en la cara con ciertos apósitos o
ungüentos con hierbas del campo. Conocía todo tipo de plantas
silvestres comestibles o utilizables como aromáticas y medicinales y
sabía dónde encontrarlas, fuese en la orilla de un arroyo o en unos
riscos escarpados. Psicóloga natural, sabía escuchar a los demás y
entender y compartir sus problemas y sólo daba consejos si se los
pedían.
Sincronizada
con las estaciones
La
abuela hubiera ganado un Masterchef con
ventaja, si se hubiese tratado de aprovechar cada átomo de alimento
que la temporada ofrecía y hacer conservas de frutas en embotados al
baño María, con almíbar, como los melocotones, o secándolos al
aire, haciendo embutidos con la carne, salazones, escabeches o
conservando quesos en aceite y demás. Así había siempre provisión
de higos en la troje, u orejones (albaricoques desecados) o ciruelas
pasas todo el año, al igual que almendras y nueces. El tomate y el
pimiento que no se consumían en temporada, quedaban embotados, y
parte del pimiento y los ajos se enristraban para utilizarlos secos,
según necesidades aprendidas y bien calculadas. Los garbanzos se
tostaban y rebozaban en harina (torraos,
los llamaba) y servían para todo el año. Con sosa cáustica y la
grasa sobrante de cocinar, hacía jabón.
Preparaba
trampas para moscas en verano, limpiaba y barría con primor su casa
de suelo de arcilla comprimida y regaba el suelo con golpes sabios de
mano sobre un cubo de agua, para evitar el polvo. En invierno se
pasaba una piedra caliente envuelta en un trapo entre las sábanas,
antes de irse a la cama entre mantas de buen abrigo. Andaba descalza
por el pueblo en verano, como muchas mujeres de su edad. Aprovechaba
al máximo la poca agua de que disponía en cántaros (su humilde
casa no tenía agua corriente cuando yo era un niño) para cocinar,
lavar el máximo de piezas de vajilla y para su propio aseo personal,
pues se lavaba con trapos y por partes y así nos lavaba a los
nietos. Nunca olía mal.
Su
casita no tendría más allá de los treinta metros cuadrados, para
cuando sus cuatro hijas e hijo se habían independizado y ella vivía
sola. La electricidad había llegado al pueblo poco antes de que yo
fuese a su casa como niño, pero ella siempre se resistió a poner
luz eléctrica, pues la encontraba innecesaria. Se adaptaba
perfectamente a los ritmos circadianos y en invierno se comprimía
vitalmente lo que se expandía en verano, como hacen todos los
animales y se levantaba siempre con la luz del sol y se acostaba poco
después de que se hubiese ido éste.
Mi
abuela, que nunca llegó a saber lo que era el feminismo, destacaba
en su perfecta gestión de la energía, con un manejo tan eficiente
como jamás he visto. Hoy recuerdo especialmente la forma en la que
criaba animales domésticos en su pequeño corral. Aquella mujer
heroica a la que sus gallinas seguían a ciegas, los conejos se le
acercaban en busca de alimento y la cabra agradecía su ordeño
periódico, tenía mucho más presente que muchas personas urbanas
vegetarianas, que sus animales eran sintientes.
Los quería, los cuidaba, los curaba cuando era necesario, les
hablaba, los acariciaba, pero no dudaba ni un ápice en sacrificarlos
cuando llegaba su momento. Sabía, desde luego, que el animal sufría
al morir, ¡cómo no lo iba a saber!
De
hecho, era una experta matarife, capaz de sacrificar limpia y
rápidamente cualquier animal y aprovechar hasta su sangre como
alimento. Desollaba o desplumaba con rapidez y eficacia y aprovechaba
cada átomo del animal sacrificado, desde la piel en los conejos (de
ahí salieron algunas zambombas y tambores), hasta las patas de las
gallinas o el gallo y desde luego, las cabezas y las vísceras o la
casquería tradicional, que se podían comer con toda tranquilidad.
La ganadería intensiva de hoy desecha muchas partes comestibles de
los animales, intensamente inyectadas de antibióticos y hormonas,
aunque seguramente esos despojos irán a hacer harinas para alimentar
a otros animales o para las piscifactorías, vaya usted a saber.
Animales
sintientes
Creo
que uno de los graves errores de este mundo es comer carne, mucha o
poca, sin corresponsabilizarse —en la proporción adecuada— de
sacrificar a los animales que nos van a alimentar. Si nos viésemos
en la obligación de criar, cuidar y después matar a los animales
que nos vamos a comer y sintiésemos chillar a los lechones o los
cerdos, cómo mueren en silencio los corderos mientras se les vidrian
los ojos o cómo las gallinas aletean cuando se les corta el cuello,
seguramente no nos encontraríamos con esa sensiblería vacua de
gentes urbanas incapaces de pisar una hormiga, pero que luego se
meten en una hamburguesería medio kilo de carne entre pecho y
espalda, sin preocuparse de querer saber de dónde procede la misma.
Precisamente —y muy seguramente por eso y por el esfuerzo que
representaba criarlos, cuidarlos, sacrificarlos y preparar sus carnes
y derivados— es por lo que antes se sabía que había
que comer muy poca carne.
El contenido de proteína animal de una hamburguesa estándar de
cualquier multinacional del sector con carne y queso, le hubiese
durado a mi abuela una semana para alimentar a todos los suyos. Jamás
estuvo gorda, jamás tuvo enfermedades reseñables.
Porque
los platos de mi abuela —que recuerdo como los más sabrosos— no
tenían carne o tenían muy poca. La combinaban con mucha verdura,
tubérculos, cereales o legumbres, y calmaban el estómago y reponían
las necesarias fuerzas físicas exigidas en un mundo preindustrial,
rural y agrario, que no concebía tener que eliminar grasas
corporales en un gimnasio.
Todavía
quedan imborrables en mi memoria de cuando era niño, los sabores y
olores de los excelentes guisos de mi abuela y esto es lo que me ha
movido a intentar explicar por qué estoy a favor de cierta ganadería
y en contra del exceso que entiendo supone tratar de eliminar
completamente la cría y sacrificio de animales en nuestro provecho,
sólo porque son sintientes.
Si alguien sabe lo que es un animal sintiente ese
es quien lo cría, lo alimenta y lo sacrifica para después nutrirse
y nutrir a los suyos.
Sobre
todo, cuando alguien vive en un medio absolutamente preindustrial
—como vivió mi abuela en el pueblo— y tiene que realizar a mano
todas las tareas y faenas de la vida en el campo y en un pueblo
pequeño para vivir, sabe muy bien el esfuerzo que cuesta obtener
leña, para cocinar y calentarse, del encinar cercano o sacar los
sarmientos de una poda de vides cuando no hay motosierras que valgan
y hay que hacerlo con sierra manual o con hacha o partiendo a mano
las taramas, para acomodarlas en la albarda del lomo del animal de
tiro, sabia y proporcionalmente, para llevarlas a casa.
No
hay forma mejor de saber lo preciosa que es el agua potable, que
cuando uno tiene que ir con dos cántaros en las aguaderas de la
caballería a dos kilómetros del pueblo hasta la fuente, para poder
disponer de ella en casa, porque la de los pozos del pueblo es algo
salobre y apenas la beben los animales.
Nadie
mejor que mi tío para saber lo sintiente que
era su burro para mover una noria y sacar el agua en canjilones para
regar la huerta. En la ida del pueblo al huerto, al lado del arroyo
de Gualija, íbamos los dos montados. Al llegar al huerto, mi tío
uncía el burro a la noria y me encargaba atizar al burro con
cuidado, pero con diligencia, si se paraba, como solía pasar, pues
el burro no era tonto y se resistía a dar vueltas a la noria
empujando. Pero mientras, él se descalzaba e iba abriendo y cerrando
surcos a mano con el azadón para regar todo el huerto. Cuando
acababa la tarea, soltaba al burro para que comiese en el barbecho y
de paso eliminase las hierbas y el pasto que competían con las
plantas del huerto y para que bebiese en el arroyo, mientras nosotros
comíamos una comida sustanciosa, pero frugal y se hacía un gazpacho
exquisito con los frutos del huerto, unos trozos de pan y el aliño
que venía preparado en un cuerno con tapón de corcho al efecto.
Después, una buena siesta a la sombra de algún frutal y por la
tarde, arreglo de las plantas y frutales del huerto, recogida de los
productos maduros en las alforjas y vuelta andando, para no machacar
al burro, que ya había trabajado lo suyo, según mi tío.
Sólo
el que tiene animales a su cargo para cría y de tiro, sabe del
cuidado que hay que tenerles y de cómo hay que asegurar su vida,
porque es asegurar mejor la nuestra. Sabe, por muy cansado que llegue
a la cuadra, que hay que cepillar y lavar al animal y echarle una
buena carga de paja y pienso.
Sólo
la gente que sabe el esfuerzo que cuesta vigilar un rebaño de
cabras, para que coma del barbecho y no perderlo de vista para que no
se coma una plantación es consciente de lo sintientes que
son estos animales y del valor de cada gramo de carne o leche que
aportan para nuestra alimentación.
Por
eso, estando de acuerdo con que comemos demasiada carne y de mala
calidad, me despego, con todos los respetos, de los argumentos de
personas vegetarianas y más aún, de las veganas, sobre todo de los
que proceden de las insostenibles urbes, que en un país como el
nuestro solo podrían vivir mientras funcione un suministro
alimenticio vegetal muy variado y con suplementos que solo pueden
aportarse desde la sociedad capitalista, industrial y principalmente
urbana que es la que está causando los mayores destrozos al planeta
y al soporte vital que debe asegurarnos la verdadera sostenibilidad.
Los
animales de granja y corral, de ganadería extensiva y algunos
animales salvajes en su justa medida, son un aporte necesario y
conveniente de proteínas, calorías y grasas que no compite con los
cultivos y que ayuda a hacer los mismos más estables, si se
revierten los abonos que generan y generamos, debidamente desecados y
tratados al sol, a la tierra que nos alimenta. Mi abuela María, en
su infinita modestia, controlaba así su pequeño mundo en todo lo
que hoy se conoce como la
cadena de valor.
(Artículo
previamente publicado en la revista Soberanía
alimentaria, biodiversidad y culturas,
nº 38)
VISTO EN:
https://www.15-15-15.org/webzine/2019/02/07/aprendiendo-de-mi-abuela-acerca-del-veganismo/
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