"No me digas lo que no puedo hacer".
Una pancarta en Sol cita al personaje
John Locke en la serie 'Perdidos'.
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VIVIR JUNTOS O
MORIR SOLOS
No hemos leído un libro sobre nuestra
sociedad mejor que The Wire. No hemos visto una película que nos ayude más a tener
fe en la política que El Ala Oeste de la Casa Blanca. Nunca nos sentimos tan
parte de algo que no existía como viendo Perdidos. Parte de la épica de la
nueva generación política está construida de capítulos de series que nos han
descrito mejor que los discursos, mejor que los intelectuales, mejor que el
periodismo. La ficción tapó el hueco de realidad que los notarios de lo cierto
se resistían a firmar. Y si quieren encontrar dónde está la prosa rebelde y de
masas de nuestro tiempo, la canción protesta de la generación del cambio de
siglo, rebusquen por esta revista.
Me tocan tres ejemplazos: Lost (Perdidos), El Ala Oeste y The Wire.
Sí, que ahora es fácil renegar de
Perdidos como el que reniega de haber visto Operación Triunfo, pero a pesar de
aquel final del que hace 5 años justo ahora, Lost inauguró una nueva forma de
ver series: empezamos a ser bulímicos audiovisuales, tragamos capítulos sin dejar
ni un minuto entre el pantallazo a negro y el ‘play’, entre el abismo del final
de temporada y el principio de la siguiente.
BOOM. LOST. Pon otro. Ya.
Lost es una serie comercial, de
entretenimiento. Puede verse así sin más, como algo apolítico si pensamos que
las series con contenido político se parecen solo a Cuéntame o House of Cards.
Pero entre convenciones, Perdidos habla también de una comunidad de personas
unidas por un acontecimiento que ni ellos mismos saben descifrar.
Digamos que el Oceanic Airlaines 815 es
nuestra sociedad. Ordenada, conectada, pero fría y solitaria. Llena de
historias invisibilizadas por la normalización y la modernidad, por el diseño
de azules y blancos, por la sonrisa entrenada de la tripulación, por las
barreras de los lenguajes, de las procedencias, de las identidades, de la
historia. Gordos, yonkis, chinos, terroristas, gente de bien, conviven durante
un tiempo limitado y consumen lo que Tylen Durden en El Club de la Lucha
llamaba “raciones individuales de amistad”. Relaciones precocinadas y servidas
para consumir rápido. Cuando se acaba esta escala del viaje seguimos a la
siguiente y todo sucede sin conflicto y entre arcos de seguridad. Lejos de la
gente a la que realmente pertenecen nuestros afectos.
Digamos que el avión es el mundo
occidental y el ‘accidente’ del Oceanic 815 es la crisis. Digamos que la isla
es un 15M. Un lugar más bien imaginario donde contra todo pronóstico se
organizan las víctimas del crack para tratar de sobrevivir y, sobre todo, para
responder a las preguntas que aquel accidente había abierto. “La pregunta sobre
cómo vivir juntos, la pregunta sobre el nosotros, la pregunta sobre lo
político”, escribió Rubén
Martínez. Un gran referéndum.
Hay muchas formas de intentar responder
a esas preguntas. En Lost se encarnan diferentes tipos de liderazgos políticos:
Swayer es control, fuerza, recursos materiales, acaparamiento, liberalismo;
John Locke es individualismo de cara amable como ejemplo a seguir, el sueño de
la superación, del esfuerzo y el destino, del todo está a tu alcance, del si no
lo consigues es que no lo has intentado lo suficiente; Ben es la manipulación,
el engaño, el triunfo del secreto y de la inteligencia como herramienta de
poder. Y luego está Jack Shepard, que sufre liderando pero que no sabe no
liderar, carismático pero huidizo, respetado pero traicionado.
"Vivir juntos o morir solos".
Que vengan a rescatarnos, dijeron los de la isla. Que llegue el rescate, la
troika del mundo real. Vendrán a por nosotros, seguro que sí, los mismos que
organizan la vida y fletan aviones; vendrán a salvarnos y meternos de nuevo en
un viaje.
Pero al sexto día, después de una pelea
en la isla por la falta de recursos, Jack Shepard se subió a un montículo: “¿Y
qué pasa si no vienen? Tenemos que dejar de esperar. Tenemos que resolver las
cosas nosotros mismos. Y lo de ‘cada uno por su cuenta’ no va a funcionar. Es
el momento de organizarse. Si no podemos vivir juntos, vamos a morir solos”.
“Make your own kind of music”, decía
la canción mientras un plano eterno nos llevaba desde los calzoncillos de
Desmond hasta las antorchas de Jack y Locke en lo alto de la trampilla.
Mitiquísimo inicio de segunda temporada. Lost fue también una banda sonora y
temas como ‘There is no place like home’ se siguen usando para cualquier escena
lacrimógena.
Fue la primera serie de la era de las
redes sociales. Daba tanto placer ver un capítulo como luego irse a buscar
referencias bíblicas o literarias en la Lostpedia, una wikipedia
de la serie donde uno encontraba teorías y pistas de lo más estimulantes. Uno
podía ver la serie solo, pero la vivía en compañía. Éramos tan felices en la
isla que quedamos aquella madrugada para ver juntos el capítulo final. En el
trabajo, los mayores nos miraban como si fuéramos frikis. Lo éramos, pero ya
sabíamos que el frikismo iba a dominar el mundo.
“Kate,
we have to go back!”. Cuando
por fin consiguieron salir de la isla y responderse algunas preguntas, el
futuro de lo normal era tan aterrador, a veces tan solitario, que Jack quedó
presa de la nostalgia. Entonces nuestro personaje, que somos nosotros como
generación que empieza a comprender algunas dolorosas respuestas, empieza a
coger aviones compulsivamente para intentar estrellarse de nuevo. La vida
tendría que ser una inmensa isla donde sobrevivir en común. Pero no lo es.
Volvemos a sentirnos solos.
“Not Penny’s boat”.
Cuando descubren que la clave de su futuro no estaba en aquella isla sino que
gracias a estar en ella conocieron las cosas y las gentes con las que construir
un futuro fuera, cuando encontraron la constante que los mantenía vivos y activos, los
supervivientes pudieron seguir adelante. Los creadores de la serie, en homenaje
a Star Trek, a menudo vestían de color rojo a los personajes que luego iban a
morir. No vistieron de rojo a Charlie, mártir y pagador de sus pecados en una
serie que reafirmaba muchos arquetipos, también los del bien y el mal.
“¡No me digas lo que no puedo hacer!”,
gritaba John Locke en silla de ruedas. Y aquella frase apareció dos años
después de que acabara la serie en la Puerta del Sol durante la manifestación
de primer aniversario del 15M. El orgullo herido de una juventud adicta a las
series que explica su politización no utilizando libros del filósofo John Locke
sino de un personaje de ficción de una serie llamado John Locke.
Si Lost cuenta que lo político empieza
en uno mismo y en lo cotidiano, El Ala Oeste de la Casa Blanca es la complejidad del poder gestionado
muy lejos de nuestras manos. La serie nos ayuda a tener fe en la democracia en
funcionamiento. Es una lección, una clase magistral. Un placentero síndrome de
Estocolmo.
“What’s next!”.
Golpe de chaqueta. Precisamente El Ala Oeste supo ver lo que estaba por venir.
Se adelantó varios años a la realidad y nos regaló un candidato a presidente
que no era blanco (en realidad, el personaje de Santos estaba en parte
inspirado en un todavía poco conocido Obama), pero no solo eso. Nos dio
herramientas para entender el techo de deuda, el cierre de la administración,
el filibusterismo, la maquinaria de la guerra… En una escena rodada en 1999,
Aaron Sorkin hablaba por boca de Sam Seaborn: “En los años 20 y 30 fue el rol
del Estado. En los 60 fueron los derechos civiles. En los próximos 20 años, el
debate va a ser la privacidad. Hablo de Internet. De los teléfonos móviles. De
las estadísticas sanitarias. De quién es gay y quién no”. Esto, una década
antes del big data, de Edward Snowden, de Falciani.
“Let Bartlet be Bartlet”.
Dejad que Bartlet sea Bartlet, dejad que la política pueda ser sincera,
honesta, que sea menos estrategia y más de corazón, que no gobierne pensando en
el poder por el poder sino en la convicción de que existe un bien común. El Ala
Oeste de la Casa Blanca nos habla de un presidente, Jed Bartlet, en una lucha
eterna por seguir siendo él mismo a pesar de su cargo. Y nos habla en un
lenguaje tan americano, tan nacionalista, que a ratos nos parece que la alergia
nos impedirá conectar con la trama. Pero no: la serie nos trata como seres tan
inteligentes (muchas veces nos perdemos en los diálogos) que nos hace sentir
importantes. Y creemos en Bartlet. Queremos que el poder deje que Bartlet sea
Bartlet. “No nos falles”, le dijo a Zapatero la mismísima gente que luego
se le manifestó en la Puerta del Sol seis años después. Y hay algo de
zapaterismo desvanecido, de liderazgo blando, en ese Bartlet del talante. Obama
también se nos antojaba ser Bartlet. Quizá hay un posible Bartlet dentro de
cada político idealizado. Y si toda una generación está reconectándose ahora a
la política de lo institucional, si queremos comprender y a veces hasta
justificar lo complejo de gobernar, El Ala Oeste volverá a ser una serie
vigente, para nuevos creyentes de nuevos políticos. Para carmenas y colaus.
“Eres el alcalde. A comer mierda”.
Pero cuando uno se cae del guindo de El Ala Oeste, cae directo en el bol de
mierda de The Wire. Y como un ex alcalde de
Baltimore le advierte a Carceti, comeremos mierda a cucharadas según la serie
nos va dosificando su relato del fracaso de las instituciones. La crisis de
credibilidad de casi todo lo que decimos ser. Una crítica sutil a un sistema de
gobierno hipócrita, manipulador, mediocre, que juega con la esperanza para
traicionarla una y otra vez; al absurdo de un sistema de educación
absolutamente fallido; a la toxicidad de unos medios de comunicación que no
hacen su trabajo.
“Shiiiiiiiiiit”.
Más mierda. La voz entre irritante y guasona del senador Clay Davis simboliza
la de todos los corruptos que se creyeron impunes. La política no es aquí la de
El Ala Oeste sino un pozo ciego, cortoplacista, vacío de contenido, que solo
juega en el mundo de las apariencias. Gente mediocre que asciende porque sabe
demasiado. Gente brillante que queda fuera porque sus intentos de conseguir el
bien común amenaza demasiados bienes personales. La policía recorta patrullas
para que haya menos casos investigados y, por tanto, los informes digan que hay
menos criminalidad. El Ayuntamiento presumirá y nadie se hará preguntas. Y
puertas selladas con taladro.
“No sigas la droga, sigue el dinero”.
Lo dice Lester: si persigues drogas, encuentras drogadictos; si persigues el
dinero, no sabes con qué te vas a encontrar. Políticos, empresarios.
“Pandemic!”, se grita en las esquinas conquistadas por Avon Barksdale y
Stringer Bell, que son mucho más que traficantes. The Wire nos regala un
universo de personajes donde los buenos no consiguen serlo y donde no hay
grandes malos que son todo el tiempo malos. A Stringer Bell lo meteríamos en
nuestra cama y Omar, asesino y ladrón, nos cae bien. “Yo tengo mi pistola y tú
tienes tu cartera con papeles”, le dice Omar al abogado de la mafia en un
interrogatorio judicial. “Todos somos parte del juego”.
“Us, motherfucker”. Hacia
el final de la serie Avon Barksdale y Stringer Bell tienen una conversación que
duele de lo poco explícita que es. Dos hermanos que han viajado juntos hasta la
cima para darse cuenta al final de que estaban en lo alto de montañas
separadas. Todo compartido y nada en común. Juntos, como pasa en la política,
han protagonizado el cambio generacional; uno es la cara visible, el líder a
prueba de amenazas, el imprevisible; el otro es el cerebro, el estratega, el
paciente. Uno quiere seguir siendo el mismo canalla de siempre (“yo es que solo soy un gantser,
supongo”); el otro se ha sofisticado y quiere un negocio serio,
tranquilo, aunque sea ilegal. Huir de sus orígenes y jugar a ser el rey.
“The king stays the king”. Pero los peones cuando
llegan al final del tablero no se convierten en reyes. El rey siempre es el
rey. Las clases de ajedrez en los suburbios de Baltimore son alegatos contra el
sueño americano, lecciones de capitalismo gore. Como escribió Felipe G. Gil,
“una vez has visto The Wire crees tener claves que antes no tenías sobre lo que
sucede a tu alrededor: sientes ver todo con nitidez”.
“Nadie gana. Solo que algunos pierden
más lento”. El
policía reconvertido a profesor, Prez, dice esta frase mientras ve un partido
de fútbol. Como tantas otras veces en The Wire, las grandes aseveraciones van
disimuladas de comentarios banales. El guión en realidad habla del fracaso y la
mentira de un sistema escolar, del fracaso y la mentira de un sistema político
que dice luchar contra la miseria. “Cuanto más grande es la mentira, más se la
creen”, dice Bunk parafraseando a Goebbles.
Son secuencias de ficción que relatan
nuestra vida. Series que nos cuentan cómo tratamos de vivir juntos y nos dan
herramientas para no morir solos. Para no morir como muere Claire Simon Fisher (1983 - 2085) en A seis metros bajo tierra, que huye
de los afectos tóxicos para subirse al coche de la vida adulta, al Oceanic 815
de nuestra generación, a nuestro Baltimore de grises y oscuros que no nos
dejará ser Bartlet, y que verá pasar por delante de sus ojos invidentes la
historia de su tribu. “Ils son mort…
Ils sont tous morts…”, repetía la grabación de Rousseau en la isla.
Pero “This is me, yo. Right here”,
había dicho Wallace en Baltimore.
Fundido a negro. Pon otro. Ya.
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