VIVA LA RUTINA
LA ESPONTANEIDAD HA MUERTO
Existe un experimento que se lleva a cabo en las escuelas de
medio mundo. Consiste en pedirle a los alumnos que llamen o escriban a sus
padres para darles este mensaje: «Te quiero», y esperar a ver cuál es la respuesta
de los alucinados progenitores, que en la mayoría de los casos no lo ven venir.
Porque estos progenitores, y si tienes hijos adolescentes lo entenderás mejor, no están acostumbrados a que su prole mande este tipo de mensajes. El adolescente medio se comunica habitualmente con monosílabos y solo habla para pedir cosas o emitir algún sonido gutural de otra galaxia para dejar claro que está bien. Pues bien, hace unas semanas fui objeto de este experimento y tengo que reconocer que caí en la trampa.
Los primeros segundos tras recibir el mensaje fueron de incredulidad y estupor. De hecho, mi primera reacción fue positiva, pero mi mente racional entró en juego a los dos segundos y pasé, acto seguido, a pensar que algo muy malo tenía que haber pasado para recibir este mensaje o que alguien había suplantado la identidad de mi hijo. Si me hubieran pedido un rescate, me habría preocupado menos.Es cierto que estoy sesgada por mi inclinación natural a la
criminalística, y que mi mente estaba tratando de reconstruir los últimos
minutos desde que había salido de casa hasta recibir el mensaje. Tengo que
decir que mi reacción no distó mucho de la reacción media de la mayoría de los
padres que se han visto, sin saberlo, sometidos a este experimento. La mitad de
los padres se llevaron un susto de muerte y la otra mitad pensaron que sus
hijos les iban a pedir algo y estaban tratando de allanar el camino.
Pero lo que de verdad me preocupó fue que, si este mensaje
lo hubiera recibido en otro momento, no me habría extrañado tanto. El problema
no fue recibir un mensaje afectivo, el problema fue el momento en el que fue
enviado. En un momento donde solo esperaba un «llegué al cole» y listo nada
más, recibí un mensaje inesperado. Mi mente no estaba preparada para un mensaje
que rompiera con mi rutina. Y esta es la palabra clave: rutina.
La
RAE define rutina como ‘costumbre o hábito adquirido de hacer las
cosas por mera práctica y de manera más o menos automática’. Y aquí, en la
propia definición, está el quid de la cuestión. Nos hemos
acostumbrado a hacer las cosas de forma automática, sin pensar.
Pasamos por el mundo haciendo las cosas que se supone que
tenemos que hacer: levantarnos, arreglarnos, ir al trabajo, trabajar, hacer la
compra, volver a casa, cenar, ver una serie, acostarnos, y así una y otra vez.
Una rutina que no dista mucho del castigo que Zeus impuso a Sísifo, que pasaba
sus días empujando una enorme roca hasta la cima de una montaña. La piedra
siempre terminaba cayendo antes de llegar a la cumbre y cada día tenía que
volver a empezar de cero.
La realidad es que estamos tan metidos en nuestra rutina
diaria que cualquier cosa que la rompe o interrumpe, aunque como en este caso
sea para bien, nos dispara el cortisol y nos pone en alerta. La pregunta que me
hago es: ¿vivimos en un mundo tan incierto que lo desconocido o lo conocido
fuera de lugar nos provoca miedo y ansiedad?, ¿nos estamos enrutinando? ¿estamos perdiendo la capacidad de adaptarnos a los cambios, de dejarnos
sorprender sin sufrir un infarto?
Este artículo no pretende ser el típico texto que nos anima a salir de nuestra zona de confort. La rutina para muchas cosas está muy bien; nos ayuda a ordenar nuestra vida y a ser más eficientes. Pero, por otro lado, es cierto que nos limita y, en algunos casos, nos está haciendo perder nuestra espontaneidad.
Así que la próxima vez que algo se salga de la rutina, antes de
dejar que el cortisol haga de las suyas, fluyamos; que el mundo sin sorpresas
no merece la pena ser vivido.
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