EL PODEROSO INSTINTO DE LA LIBERTAD
Existen dos caminos muy diferentes para ser liberal. El primero, el más ortodoxo y que más se prodiga en la opinión publicada y en los representantes oficiales del liberalismo, es el que se inicia desde la teoría, partiendo de las lecturas y el estudio de aquellos pensadores que son considerados referentes del liberalismo.Puesto que esta construcción de la identidad liberal se sustenta fundamentalmente en planteamientos teóricos, que difícilmente pueden ser llevados a la práctica en su totalidad o siquiera en una buena parte, este liberalismo tiende como cualquier otro ideal a embarrancar en la utopía. Algo que quizá no preocupe demasiado a sus oficialistas, porque para ellos teorizar sobre el liberalismo se convierte en una forma de ganarse la vida. Así obtienen ingresos dando conferencias, escribiendo libros y artículos, o ejerciendo de influencers.
Los límites del liberalismo teórico
Sea como fuere, los liberales teóricos argumentan que la
sociedad podría funcionar perfectamente sin Estado y que las naciones como
entidades diferenciadas son prescindibles. El problema, sin embargo, no es ya
si estas suposiciones son correctas, sino la realidad insoslayable de que la
mayoría de los seres humanos no las comparten, a menudo, ni siquiera en una
parte significativa. Podrían ser incluso perfectamente certeras en el plano
teórico y aún así ser inviables porque las preferencias, costumbres y creencias
de la mayoría entran en conflicto con ellas.
En el mundo real, las naciones estado marcan el devenir de
la geopolítica. Esta es la realidad. Y todo conflicto, amenaza, estabilidad o
inestabilidad geopolítica está íntimamente ligada a esta realidad. En este
contexto, un territorio con un orden radicalmente liberal, sin Estado, sin
ejército y sin servicios públicos, donde la sociedad se rigiera exclusivamente
por la cooperación voluntaria y el libre intercambio de bienes y servicios,
sólo podría existir y gozar de cierta seguridad si todas sus fronteras
colindaran con naciones democráticas y escrupulosamente respetuosas con los
derechos humanos y el derecho internacional.
Dando por supuesto que en ese territorio el liberalismo
llevado a sus últimas consecuencias funcionara idealmente bien, su
supervivencia sería posible precisamente por estar al amparo de naciones
confiables. Como el no vacunado contra la viruela, esa sociedad idílicamente
liberal podría sobrevivir en el mundo real porque todos los territorios que la
rodean están vacunados y sus anticuerpos la protegen de la injerencia de
naciones hostiles.
Aun así, las naciones estado condicionarán su economía y su
prosperidad, pues éstas impondrán restricciones a ese territorio liberal si lo
consideran, por ejemplo, un paraíso fiscal que afecta negativamente a sus
intereses económicos. Por lo que, en alguna medida, los habitantes de ese
territorio tendrán que renunciar a su modelo idealmente liberal para no verse
aislados económicamente.
Pero el liberalismo teórico no sólo considera que la nación
y el Estado son prescindibles, también tiende a cuestionar las tradiciones y
costumbres dominantes en la sociedad, pues ve en ellas imposiciones y
restricciones a la libertad individual que deben ser superadas, especialmente
porque, lejos de ser inocuas, inspiran las leyes o se sustancian en el Derecho
consuetudinario, también llamado usos o costumbres, una fuente del derecho que
puede constituirse en la base del sistema jurídico, como es el caso del common
law anglosajón.
Liberales vs tradicionalistas: un combate tan teórico
como inútil
El liberalismo teórico, en definitiva, aspira a que la
sociedad prescinda de artefactos como el Estado, la nación, la religión, la
tradición y la costumbre para transitar hacia un orden espontáneo donde la
libertad individual sea el principio rector, la ley de leyes. Todo lo que
comprometa este principio deberá ser cuestionado. Los únicos límites que el
liberalismo teórico considera pertinentes para la libertad individual nos
remiten al “sencillísimo principio” de la libertad humana, que John Stuart Mill
plasma en su obra más conocida, De la libertad, publicada en 1859,
y en la que el filósofo y economista británico escribe:
Este principio dice que la única finalidad para la cual
se permite a los seres humanos, individual o colectivamente, interferir en la
libertad de acción de los otros hombres, es la autodefensa. Que la única
finalidad por la cual puede ejercerse justamente el poder sobre cualquier
miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es la de evitar
daños a otros.
Los opuestos al liberalismo, especialmente los
tradicionalistas, los defensores de la justicia social o los que consideran
el distributismo y la doctrina social de la iglesia como
ideales superiores, usan a John Stuart Mill como punto de apoyo para criticar
—también de forma teórica— el liberalismo en general, pues, para ellos, el
establecimiento del principio del daño como único límite a la
libertad ha traído consigo una sociedad desestructurada, con sujetos
extremadamente egoístas, hedonistas y deshumanizados que sólo se preocupan por
su bienestar individual.
No cabe duda de que el principio del daño, que
en buena medida ha acabado reducido a la expresión “mi libertad termina donde
empieza la tuya”, ha dado forma a una concepción liberal de la existencia, a mi
entender, demasiado simple y utilitarista, que llega a ser incluso incoherente
con el principio del daño, pues en la defensa a ultranza del
derecho inalienable de cada individuo a decidir sobre sí mismo, el aborto ha
sido elevado a la categoría de derecho, cuando tal derecho atenta contra el
primero de todos los derechos, el derecho a la vida.
Para justificar esta contradicción con el principio
del daño, se establece arbitrariamente la distinción entre individuo y
proto-individuo, es decir, entre el individuo de pleno derecho y el que está
por serlo, aunque ya exista. Esto significa que la condición humana sólo se
reconoce en el que ya es, mientras que tal condición se niega a la
potencialidad del ser. Una potencialidad que, si no es
interrumpida, se sabe con certeza que acabará constituyéndose en un nuevo
individuo, con un código genético singular que lo convierte en un ser humano
único.
Pero no quiero perderme en cuestiones concretas. Volvamos a
John Stuart Mill. El párrafo que he extractado más arriba contrasta con lo que
él mismo escribió el año 1831 en su ensayo El espíritu de la era.
En esta obra, aunque Mill se muestra partidario de la libertad, insiste en
proponer límites a la libertad que van más allá del principio del daño.
Y lo hace basándose en la moral y en los juicios de los hombres sabios y
ponderados de cada sociedad.
De estos límites Mill apenas habla en su posterior De la
libertad. Sin embargo, también deja claro en esta otra obra que no cree que
deba extenderse el derecho a la libertad a todo el mundo. Así, excluye a los
retrasados, a los que no han alcanzado la mayoría de edad (Mill habría excluido
a todos los universitarios), y a los pueblos que no han llegado al nivel de
civilización de Europa occidental. Es más, en el tercer capítulo de De la
libertad Mill añade nuevas restricciones a su principio:
Nadie pretende decir que las acciones tengan que ser tan
libres como las opiniones. Por el contrario, incluso las opiniones pierden su
inmunidad cuando quien las expresa lo hace en unas circunstancias que hacen de
su expresión una instigación positiva a algún tipo de acto malvado. Estas son
las limitaciones que debe tener la libertad de cada individuo; no debe molestar
a otras personas. Pero si no molesta a otros en lo que les concierne y actúa de
acuerdo con sus propias inclinaciones y juicio en lo que le concierne sólo a
él… debería tener autorización para llevar sus opiniones a la práctica sin que
nadie le estorbe, exponiéndose a los riesgos que hubiere.
Por todo lo anterior, establecer a John Stuart Mill como un
referente indiscutible del liberalismo para, precisamente, poder cuestionar el
liberalismo, en nuestra época — al fin y al cabo, Mill es un hombre de su
tiempo, no del nuestro—, hace que la crítica de los tradicionalistas resulte
muy endeble. Porque lo cierto es que Mill, con sus excepciones y restricciones,
limita el derecho a la libertad bastante más allá del principio del
daño. Por tanto, considerarlo como el promotor de la idea de esa libertad
irrestricta que estaría en la base del individualismo expresivo, egoísta y
hedonista es más que discutible.
Sin embargo, no se trata de posicionarse a favor o en contra
del liberalismo teórico, sino de llamar la atención sobre las limitaciones de
este debate teórico. Pues, tanto los defensores como los detractores del
liberalismo, o bien discuten de espaldas al mundo real, o bien lo contemplan
con disgusto (cada uno por motivos diferentes), como si fuera un cúmulo de
errores que deben ser subsanados… desde la teoría.
El liberalismo instintivo y el mundo real
El otro camino hacia el liberalismo es el que yo he dado en
llamar el camino del “liberalismo instintivo”. Éste, en vez de partir de la
teoría, arranca desde las vivencias de cada individuo, contruyéndose lentamente
en base a la propia experiencia, para después, si acaso, adentrarse en los
fundamentos teóricos, pero siempre primando la realidad de un mundo
preexistente, al que todos llegamos al nacer, por encima de la teoría.
Así, el liberal instintivo sería el liberal que vive de cara
al mundo, no de espaldas a él, aceptándolo tal cual es, sin pretender cambiarlo
radicalmente, sino en todo caso mejorarlo de forma gradual, sin maximalismos y
sin caer en la exaltación de la pureza liberal que lastra al liberalismo
teórico.
Liberal instintivo puede ser cualquiera, sin necesidad de
ser filósofo, intelectual o académico, mediante su propia experiencia, por
ejemplo, por algo tan simple como descubrir que la Administración le quita
buena parte de su riqueza y que esta exacción no está debidamente justificada.
O porque descubre, a través del adoctrinamiento de sus hijos en la escuela, que
el Estado, al albur de determinadas ideologías, también aspira a expropiarle la
moral para convertirla en otra de sus competencias e imposiciones.
Un liberal instintivo tiene una sana desconfianza hacia el
poder, pero no está en guerra con la religión, la tradición y la costumbre,
convive con ellas porque forman parte de la realidad, del devenir de ese mundo
preexistente que ya estaba ahí antes de que él naciera. Participará o no de
ellas. Vigilará para que no se conviertan en imposiciones, pero no las
contemplará como anacronismos o amenazas, sino como expresiones del pluralismo
de la sociedad y también como las singularidades que la caracterizan.
El liberal instintivo no reniega del pasado. Aunque tampoco
lo venere fanáticamente, considera que es fundamental porque sin el pasado no
se entiende el presente. Para el liberal instintivo, renegar del pasado supone
la negación del mundo real y caer en el error de verlo como un despropósito, un
cúmulo de imposiciones que deben ser abolidas. Esto llevaría a que cada nueva
generación aspirara a abolir el mundo preexistente para crear su propio mundo y
así generación tras generación, hasta perder toda referencia, todo anclaje con
la realidad y, finalmente, los individuos floten a la deriva en un presente
continuo, sin ningún sentido, sumidos en un profundo abatimiento.
El camino del liberalismo instintivo es mucho más realista
que el del teórico, aunque no son excluyentes y puedan ser complementarios,
pero siempre que prevalezca la aceptación de la realidad por encima de la
teoría.
El instintivo es imperfecto e impuro, pero más fácil de
compartir porque no es dogmático ni elitista, ni se percibe como una utopía
propia de eruditos. Es mucho más accesible y, por tanto, contagioso por cuanto
apela al instinto de libertad que existe en todo ser humano que no haya sido
alienado por la ideología. Cualquiera, independientemente de su formación,
intuye que la libertad, aunque lleve aparejada la pesada carga de la
responsabilidad, es la mejor herramienta para encontrar su lugar en el mundo. Y
que sólo desde la libertad es posible buscar tu propio camino, ser uno más con
los demás y, al mismo tiempo, diferente y único.
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