25/10/22

Los habitantes de países ricos están poco dispuestos a renunciar a su nivel de consumo

ECOFASCISMO: UNA RÁPIDA CONCLUSIÓN          

El camino que nos conduce desde la normalidad hasta colapsos y ecofascismos no empezó ayer. Si así lo queremos, algunos de los hitos que lo han jalonado han sido los atentados del 11 de septiembre de 2001, con la parafernalia antiterrorista acompañante; la crisis de 2007-2008, con la eclosión del capitalismo financiero y bancocrático, y la pandemia registrada a partir de 2020, con la entronización de otro capitalismo, como es el del comercio digital y el de las grandes farmacéuticas. Por añadidura, en los últimos tiempos se han ido acumulando las noticias que, por muchos conceptos, parecen emplazarnos en una suerte de antesala del colapso.

Recordaré al respecto que en el otoño de 2021 se hicieron valer cortocircuitos en muchos de los flujos industriales, comerciales y financieros, se revelaron problemas de suministro de materias primas energéticas y subieron espectacularmente los costos de movimiento de las mercancías, a lo que se sumó el globo sonda austriaco al que también me he referido. El ciclo, hasta hoy, se cierra con las secuelas, impredecibles, de la guerra ucraniana. Por detrás es fácil apreciar una aceleración muy notable de muchos procesos y, con ella, una creciente dificultad a la hora de encararlos, con la intuición, en la trastienda, de que acaso no estamos en la antesala del colapso, sino en el colapso mismo.

En ese escenario, lo menos que puede decirse es que en muchos de los estamentos de poder del planeta ha ganado terreno la idea de que el cambio climático y el agotamiento de las materias primas energéticas son realidades muy graves que afectan a la lógica entera del sistema y reclaman respuestas. Una de ellas, que no tiene a buen seguro un peso marginal, es el ecofascismo. La propuesta correspondiente obedece al designio de recuperar un dominio pleno e incontestado en provecho del capital, en general, y, en su caso, de unos capitales sobre otros. En ese terreno, el ecofascismo parece llamado a ratificar muchas de las reglas del imperialismo de siempre, en el buen entendido de que ahora el designio en cuestión exhibe, junto con otras, una importantísima matriz ecológica.

Ya me he permitido señalar que, en ese marco, los habitantes de los países ricos —y las elites, agrego, de muchos lugares que no responden a esta descripción— están poco dispuestos a renunciar a niveles de consumo y de status social, y en modo alguno se muestran solidarios con los integrantes de las generaciones venideras, con muchos de los pobladores del Sur del planeta y con los miembros de las demás especies con las que sobre el papel compartimos este último. Una fórmula que retrata lo anterior de manera gráfica es la que recuerda que los turistas ejemplifican la “buena globalización”, en tanto los refugiados representan el lado amenazador de aquella

Parece obligado subrayar, por otra parte, que el ecofascismo nace de la condición de un capitalismo incipiente. Si durante décadas la corriente dominante en el capitalismo realmente existente ha sido aberrantemente cortoplacista, de tal forma que a poco más aspiraba que a multiplicar de forma espectacular los beneficios en un período muy breve, sin ningún proyecto mayor de futuro, hoy se perciben con claridad los rasgos de un capitalismo nuevo que, consciente de lo que en el terreno ecológico se nos echa encima, sí tiene, por desgracia, un proyecto de futuro. Cierto es que ese proyecto exhibe un carácter criminal tanto en lo que hace a los objetivos —marginación y exterminio— como en lo que respecta a las herramientas.

Al fin y al cabo el sustantivo que se incorpora al término ecofascismo se justifica en buena medida de resultas de la mentada naturaleza criminal del proyecto en cuestión, que invita a concluir que tal proyecto no constituye una respuesta ante el colapso, sino, antes bien, una forma singular de este último. Una de las señales de la fortaleza del proceso que me ocupa es un progresivo engrosamiento de las funciones represivas propias de la institución Estado, que como siempre, y con toda evidencia, se halla al servicio de las clases dominantes. Otra asume la forma de un renacimiento de organizaciones como la OTAN, que anuncia un horizonte planetario de militarización, crecimiento en el gasto en defensa, negocios para la industria de armamentos, autoritarismo, represión de las disidencias, injerencias e intervenciones.

Aunque en semejante escenario parece haberse instalado la conclusión de que, para hacer frente a la crisis ecológica en sus múltiples manifestaciones, es preciso aceptar el asentamiento de fórmulas autoritarias del más diverso cariz, no queda más remedio que afirmar con rotundidad, que esas fórmulas se encaminan a ratificar una estrategia de dominación más allá de la ecología y sus reglas, a través de inquietantes programas de marginación o de exterminio, y con franco ahondamiento de la crisis social, de las separaciones y de la represión.

Conviene, aun así, que nos alejemos de aquellas visiones que entienden que la suerte está echada y que el resultado de la partida no puede ser otro que la entronización, con unos perfiles u otros, del proyecto ecofascista. Hay quien piensa que el gran capital, las corporaciones, las bolsas, los gobiernos que los amparan y los aparatos represivos y mediáticos de los que se han dotado están en el origen de todas las tensiones que se registran en el planeta. Si el argumento tiene, ciertamente, su fundamento, no nos obliga, sin embargo, a tirar la toalla. Por lo pronto, esas instancias no son tan inteligentes y capaces como pudiera parecer.

Aunque son impecables los análisis, ya invocados, de Naomi Klein en lo que respecta a la capacidad que el capital muestra en lo que atañe a utilizar en provecho propio las catástrofes naturales, las disfunciones y los errores en modo alguno faltan en la gestión global correspondiente. Esto aparte, las instancias que ahora me interesan a menudo compiten descarnadamente entre sí, circunstancia que abre hendiduras, de nuevo, en el edificio de su poder. Aunque hoy todas ellas están marcadas indeleblemente por la lógica del capital, las pulsiones imperiales revelan también elementos de diferencia y de competición que dibujan un panorama cualquier cosa menos plácido.

Para cerrar el círculo, el colapso parece inequívocamente llamado a cruzarse de por medio y a debilitar de forma sensible la capacidad de poderes tradicionales que dependen en demasía de energías y tecnologías que van a escasear. Así las cosas, está servida la conclusión que señala que un sistema incapaz de evitar su colapso a duras penas puede presentar esta circunstancia como una virtud, por mucho que se apreste a sacar partido de la situación en cuestión.

Más allá de lo anterior, la crisis sin fondo del capital tiene que ser aprovechada por resistencias que cabe esperar que sean muy distintas de las que en tantos lugares cobraron cuerpo en el siglo XX. Aunque es posible que esas resistencias hayan de aguardar al poscolapso para plasmarse en plenitud, lo suyo es que prestemos oídos a su condición presente. Su apuesta debe asentarse, antes que nada, en un rechazo, desde la democracia directa y la autogestión, de los procedimientos autoritarios inherentes al ecofascismo.

Ese rechazo se desplegará desde lo que en unos escenarios serán espacios autogestionados de nueva creación y en otros comunidades ancestrales, de tal suerte que se reunirán —ojalá— pulsiones anticapitalistas y flujos precapitalistas. En muchos casos esas realidades lo que procurarán será preservar y recuperar, antes que introducir algo nuevo. Hablo de instancias que remiten inmediatamente al concepto de comunidad y, en otra dimensión, al poder destituyente invocado por Agamben. Aclararé que no defiendo los espacios autónomos y las comunidades primitivas sin más: postulo su coordinación y su voluntad de sublevación.

No tengo dudas en lo que hace a la naturaleza de la terapia que deben desplegar esas instancias de resistencia. Ya he señalado que en ella tienen que reunirse la aplicación de frenos de emergencia que permitan salir del imaginario miserable del crecimiento, la apuesta por una redistribución radical de la riqueza y la defensa de formas de organización social y colectiva que dejen atrás el capitalismo. Si se trata de garantizar que la especie humana siga existiendo, importa, y mucho, saber cómo y en qué condiciones.

Al respecto debe hacerse valer el recordatorio de que buena parte de la historia de esa especie se ha vinculado con fórmulas de autogestión y de apoyo mutuo, de tal manera que no hay motivos para concluir que esas reglas han desaparecido para siempre. Es verdad, eso sí, que en el escenario posterior al colapso las tensiones no faltarán. Lo más probable es que adquieran carta de naturaleza, en espacios geográficos a menudo próximos entre sí, realidades muy dispares que en unos casos reflejarán la pervivencia de los poderes tradicionales y en otros el ascendiente de opciones alternativas como las que aquí defiendo, sin cerrar el paso a otros horizontes, con un corolario insorteable: la diversidad de resistencias, de comunidades y de historias hace difícil creer en la consolidación de algo que huela a una soberanía planetaria.

Pero el teatro del poscolapso, que por muchos conceptos será el de una tragedia global, bien puede borrar de un plumazo muchos de los problemas que hoy nos acosan en materia de propiedad privada y de deuda. Las cosas como fueren, parece llevar razón Harari cuando afirma que el final de la historia se ha pospuesto. Agrego yo que sobran los motivos para concluir que seguirá posponiéndose.

En 1965, y con notables capacidades de anticipación, André Leroi-Gourhan se refirió a un curioso legado del antropoceno: “Parece que estamos siendo testigos de las últimas relaciones libres entre el ser humano y el mundo natural. Liberado de sus herramientas, de sus gestos, de sus músculos, de la programación de sus actos, de su memoria, liberado de su imaginación por la perfección de los medios televisivos, liberado del mundo animal y vegetal, del viento, del frío, de los microbios, de lo desconocido de las montañas y de los mares, el Homo sapiens de la zoología está probablemente en el final de su carrera”.

Los acontecimientos más recientes, y pandemia aparte, parecen ratificar el buen sentido del juicio de Leroi-Gourhan. La liberación que nos prometían ha asumido la forma de sumisión interiorizada, de expansión de las enfermedades mentales, de dudas sin cuento con respecto al futuro en el terreno de la economía y la organización social, y, en fin, de una zozobra general que nace de la identificación del sinfín de callejones sin salida al que nos han conducido.

Cuenta Horvat que con ocasión de un terremoto que se produjo durante la pandemia, el gobierno croata emitió dos mensajes manifiestamente contradictorios. Por un lado, la población debía abandonar las casas —para hacer frente a las consecuencias previsibles del terremoto— y por el otro tenía que permanecer en ellas —para plantar cara a la pandemia y respetar las medidas de distancia social—. La locura en curso obliga a aseverar que los mismos que han creado los problemas se disponen a salvarse a costa, una vez más, de sus víctimas. En ese atolladero, y tal y como lo recuerda el propio Horvat, “en lugar de ‘regresar a lo normal’, deberíamos encarar lo ‘normal’ como el verdadero problema”.

CARLOS TAIBO

(Capítulo final del libro de Carlos Taibo, Ecofascismo. Una introducción, La Catarata en 2022)

https://www.15-15-15.org/webzine/2022/10/06/ecofascismo-una-rapida-conclusion/

 

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