ECOFASCISMO: UNA RÁPIDA CONCLUSIÓN
El camino que nos conduce desde la normalidad hasta colapsos y ecofascismos no empezó ayer. Si así lo queremos, algunos de los hitos que lo han jalonado han sido los atentados del 11 de septiembre de 2001, con la parafernalia antiterrorista acompañante; la crisis de 2007-2008, con la eclosión del capitalismo financiero y bancocrático, y la pandemia registrada a partir de 2020, con la entronización de otro capitalismo, como es el del comercio digital y el de las grandes farmacéuticas. Por añadidura, en los últimos tiempos se han ido acumulando las noticias que, por muchos conceptos, parecen emplazarnos en una suerte de antesala del colapso.
Recordaré al respecto que en el otoño de 2021 se hicieron valer cortocircuitos en muchos de los flujos industriales, comerciales y financieros, se revelaron problemas de suministro de materias primas energéticas y subieron espectacularmente los costos de movimiento de las mercancías, a lo que se sumó el globo sonda austriaco al que también me he referido. El ciclo, hasta hoy, se cierra con las secuelas, impredecibles, de la guerra ucraniana. Por detrás es fácil apreciar una aceleración muy notable de muchos procesos y, con ella, una creciente dificultad a la hora de encararlos, con la intuición, en la trastienda, de que acaso no estamos en la antesala del colapso, sino en el colapso mismo.
En ese escenario, lo menos que puede decirse es que en
muchos de los estamentos de poder del planeta ha ganado terreno la idea de que
el cambio climático y el agotamiento de las materias primas energéticas son
realidades muy graves que afectan a la lógica entera del sistema y reclaman
respuestas. Una de ellas, que no tiene a buen seguro un peso marginal, es
el ecofascismo. La propuesta correspondiente obedece al designio de
recuperar un dominio pleno e incontestado en provecho del capital, en general,
y, en su caso, de unos capitales sobre otros. En ese terreno, el ecofascismo
parece llamado a ratificar muchas de las reglas del imperialismo de siempre, en
el buen entendido de que ahora el designio en cuestión exhibe, junto con otras,
una importantísima matriz ecológica.
Ya me he permitido señalar que, en ese marco, los habitantes
de los países ricos —y las elites, agrego, de muchos lugares que no responden a
esta descripción— están poco dispuestos a renunciar a niveles de consumo y
de status social, y en modo alguno se muestran solidarios con
los integrantes de las generaciones venideras, con muchos de los pobladores del
Sur del planeta y con los miembros de las demás especies con las que sobre el
papel compartimos este último. Una fórmula que retrata lo anterior de manera
gráfica es la que recuerda que los turistas ejemplifican la “buena
globalización”, en tanto los refugiados representan el lado amenazador de
aquella.
Parece obligado subrayar, por otra parte, que el ecofascismo
nace de la condición de un capitalismo incipiente. Si durante décadas la
corriente dominante en el capitalismo realmente existente ha sido
aberrantemente cortoplacista, de tal forma que a poco más aspiraba que a
multiplicar de forma espectacular los beneficios en un período muy breve, sin
ningún proyecto mayor de futuro, hoy se perciben con claridad los rasgos de un
capitalismo nuevo que, consciente de lo que en el terreno ecológico se nos echa
encima, sí tiene, por desgracia, un proyecto de futuro. Cierto es que ese
proyecto exhibe un carácter criminal tanto en lo que hace a los objetivos
—marginación y exterminio— como en lo que respecta a las herramientas.
Al fin y al cabo el sustantivo que se incorpora al
término ecofascismo se justifica en buena medida de resultas
de la mentada naturaleza criminal del proyecto en cuestión, que invita a
concluir que tal proyecto no constituye una respuesta ante el colapso, sino,
antes bien, una forma singular de este último. Una de las señales de la
fortaleza del proceso que me ocupa es un progresivo engrosamiento de las
funciones represivas propias de la institución Estado, que como siempre, y con
toda evidencia, se halla al servicio de las clases dominantes. Otra asume la
forma de un renacimiento de organizaciones como la OTAN, que anuncia un
horizonte planetario de militarización, crecimiento en el gasto en defensa,
negocios para la industria de armamentos, autoritarismo, represión de las
disidencias, injerencias e intervenciones.
Aunque en semejante escenario parece haberse instalado la
conclusión de que, para hacer frente a la crisis ecológica en sus múltiples
manifestaciones, es preciso aceptar el asentamiento de fórmulas autoritarias
del más diverso cariz, no queda más remedio que afirmar con rotundidad, que
esas fórmulas se encaminan a ratificar una estrategia de dominación más allá de
la ecología y sus reglas, a través de inquietantes programas de marginación o
de exterminio, y con franco ahondamiento de la crisis social, de las
separaciones y de la represión.
Conviene, aun así, que nos alejemos de aquellas visiones que
entienden que la suerte está echada y que el resultado de la partida no puede
ser otro que la entronización, con unos perfiles u otros, del proyecto
ecofascista. Hay quien piensa que el gran capital, las corporaciones, las
bolsas, los gobiernos que los amparan y los aparatos represivos y mediáticos de
los que se han dotado están en el origen de todas las tensiones que se registran
en el planeta. Si el argumento tiene, ciertamente, su fundamento, no nos
obliga, sin embargo, a tirar la toalla. Por lo pronto, esas instancias no son
tan inteligentes y capaces como pudiera parecer.
Aunque son impecables los análisis, ya invocados, de Naomi
Klein en lo que respecta a la capacidad que el capital muestra en lo que atañe
a utilizar en provecho propio las catástrofes naturales, las disfunciones y los
errores en modo alguno faltan en la gestión global correspondiente. Esto
aparte, las instancias que ahora me interesan a menudo compiten descarnadamente
entre sí, circunstancia que abre hendiduras, de nuevo, en el edificio de su
poder. Aunque hoy todas ellas están marcadas indeleblemente por la lógica del
capital, las pulsiones imperiales revelan también elementos de diferencia y de
competición que dibujan un panorama cualquier cosa menos plácido.
Para cerrar el círculo, el colapso parece inequívocamente
llamado a cruzarse de por medio y a debilitar de forma sensible la capacidad de
poderes tradicionales que dependen en demasía de energías y tecnologías que van
a escasear. Así las cosas, está servida la conclusión que señala que un sistema
incapaz de evitar su colapso a duras penas puede presentar esta circunstancia
como una virtud, por mucho que se apreste a sacar partido de la situación en
cuestión.
Más allá de lo anterior, la crisis sin fondo del capital
tiene que ser aprovechada por resistencias que cabe esperar que sean muy
distintas de las que en tantos lugares cobraron cuerpo en el siglo XX. Aunque
es posible que esas resistencias hayan de aguardar al poscolapso para plasmarse
en plenitud, lo suyo es que prestemos oídos a su condición presente. Su apuesta
debe asentarse, antes que nada, en un rechazo, desde la democracia directa y la
autogestión, de los procedimientos autoritarios inherentes al ecofascismo.
Ese rechazo se desplegará desde lo que en unos escenarios
serán espacios autogestionados de nueva creación y en otros comunidades
ancestrales, de tal suerte que se reunirán —ojalá— pulsiones anticapitalistas y
flujos precapitalistas. En muchos casos esas realidades lo que procurarán será
preservar y recuperar, antes que introducir algo nuevo. Hablo de instancias que
remiten inmediatamente al concepto de comunidad y, en otra
dimensión, al poder destituyente invocado por Agamben.
Aclararé que no defiendo los espacios autónomos y las comunidades primitivas
sin más: postulo su coordinación y su voluntad de sublevación.
No tengo dudas en lo que hace a la naturaleza de la terapia
que deben desplegar esas instancias de resistencia. Ya he señalado que en ella
tienen que reunirse la aplicación de frenos de emergencia que permitan salir
del imaginario miserable del crecimiento, la apuesta por una redistribución
radical de la riqueza y la defensa de formas de organización social y colectiva
que dejen atrás el capitalismo. Si se trata de garantizar que la especie humana
siga existiendo, importa, y mucho, saber cómo y en qué condiciones.
Al respecto debe hacerse valer el recordatorio de que buena
parte de la historia de esa especie se ha vinculado con fórmulas de autogestión
y de apoyo mutuo, de tal manera que no hay motivos para concluir que esas
reglas han desaparecido para siempre. Es verdad, eso sí, que en el escenario
posterior al colapso las tensiones no faltarán. Lo más probable es que
adquieran carta de naturaleza, en espacios geográficos a menudo próximos entre
sí, realidades muy dispares que en unos casos reflejarán la pervivencia de los
poderes tradicionales y en otros el ascendiente de opciones alternativas como
las que aquí defiendo, sin cerrar el paso a otros horizontes, con un corolario
insorteable: la diversidad de resistencias, de comunidades y de historias hace
difícil creer en la consolidación de algo que huela a una soberanía
planetaria.
Pero el teatro del poscolapso, que por muchos conceptos será
el de una tragedia global, bien puede borrar de un plumazo muchos de los
problemas que hoy nos acosan en materia de propiedad privada y de deuda. Las
cosas como fueren, parece llevar razón Harari cuando afirma que el final de la
historia se ha pospuesto. Agrego yo que sobran los
motivos para concluir que seguirá posponiéndose.
En 1965, y con notables capacidades de anticipación, André
Leroi-Gourhan se refirió a un curioso legado del antropoceno: “Parece que
estamos siendo testigos de las últimas relaciones libres entre el ser humano y
el mundo natural. Liberado de sus herramientas, de sus gestos, de sus músculos,
de la programación de sus actos, de su memoria, liberado de su imaginación por
la perfección de los medios televisivos, liberado del mundo animal y vegetal,
del viento, del frío, de los microbios, de lo desconocido de las montañas y de
los mares, el Homo sapiens de la zoología está probablemente
en el final de su carrera”.
Los acontecimientos más recientes, y pandemia aparte,
parecen ratificar el buen sentido del juicio de Leroi-Gourhan. La liberación
que nos prometían ha asumido la forma de sumisión interiorizada, de expansión
de las enfermedades mentales, de dudas sin cuento con respecto al futuro en el
terreno de la economía y la organización social, y, en fin, de una zozobra
general que nace de la identificación del sinfín de callejones sin salida al
que nos han conducido.
Cuenta Horvat que con ocasión de un terremoto que se produjo durante la pandemia, el gobierno croata emitió dos mensajes manifiestamente
contradictorios. Por un lado, la población debía abandonar las casas —para
hacer frente a las consecuencias previsibles del terremoto— y por el otro tenía
que permanecer en ellas —para plantar cara a la pandemia y respetar las medidas
de distancia social—. La locura en curso obliga a
aseverar que los mismos que han creado los problemas se disponen a salvarse a
costa, una vez más, de sus víctimas. En ese atolladero, y tal y como lo recuerda
el propio Horvat, “en lugar de ‘regresar a lo normal’, deberíamos encarar lo
‘normal’ como el verdadero problema”.
(Capítulo final del libro de Carlos Taibo, Ecofascismo. Una
introducción, La Catarata en 2022)
https://www.15-15-15.org/webzine/2022/10/06/ecofascismo-una-rapida-conclusion/
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