Explicaba Richard M. Weaver que todo ser humano que forma
parte de una cultura atiende a tres niveles de reflexión: las ideas que le
inspiran las cosas concretas, sus creencias o convicciones generales y su ideal
metafísico del mundo. Esto último, para que nadie se asuste, consiste poco más
o menos en la visión que cada cual tiene del mundo o, si se prefiere, cómo
entendemos la vida.
Las primeras categorías nos permiten posicionarnos y
afrontar las actividades cotidianas y reaccionar ante los sucesos y
contingencias del momento, por lo tanto, constituyen el universo cercano; esto
es, el día a día. Se puede vivir atendiendo sólo a este plano por largos
periodos de tiempo, pero vivir anclados a la cotidianeidad acaba generando
desequilibrios y conflictos. Y es que, al convertirnos en seres que sólo
reaccionan a los estímulos inmediatos y toman decisiones de muy corto plazo
inconexas entre sí, la suma de estas decisiones, paso a paso, da lugar a una
inconsistencia temporal que puede conducir no ya a ninguna parte, sino a algún
lugar peor del que partimos.
Pese a todo, se ha impuesto la creencia de que el ideal
metafísico es una antigualla, algo que quizá sea contemplado por los filósofos,
si es que queda alguno, pero no por el ciudadano de a pie, porque a éste sólo
le interesa el presente o, a lo sumo, el día a día. Así que, para afrontar los
graves conflictos que nos aquejan, y más allá de lo que hoy llamamos corrientes
populistas, se apela a la racionalidad como panacea.
No cabe duda que los problemas sólo pueden resolverse si
razonamos sobre ellos, lo que implica estudiarlos, pero quizá esto no sea
suficiente cuando da la casualidad que muchos de los conflictos surgen de
determinadas visiones del mundo; es decir, de un sentimiento, y no de razones.
Pero lo que puede resultar todavía más inquietante es que quizá los conflictos
que consideramos más preocupantes surgen precisamente de la ausencia de
sentimiento.
LA ILUSTRACIÓN COMO CARICATURA
Existe un entendimiento de la Ilustración equivocado —o a
mí me lo parece— que tiende a dividir el pasado en dos partes contrapuestas.
Una, la anterior a la Ilustración, en la que habríamos estado entre tinieblas y
que se ha simplificado hasta el absurdo, y otra a partir de la Ilustración, en
la que la luz nos deslumbra y que, por el contrario, se ha idealizado hasta el
extremo. Con esta división simplista, la historia deja de ser evolutiva para
convertirse en episodios antagónicos; en la práctica, dos historias distintas cuyo
único nexo de unión, y porque no podemos evitarlo, es la sucesión de fechas en
el calendario. Así, la parte de la historia que supuestamente nos ilumina, debe
anular a la que nos mantenía entre tinieblas. Sin embargo, si hemos llegado
hasta aquí es por 25 siglos de historia, no sólo por los tres últimos.
Esta idealización de la Ilustración ha degenerado en
convencionalismos que se asumen de manera casi automática. Lo que lleva a
muchos a dar por supuesto que cualquier elogio y defensa del pasado, la tradición
y la costumbre es, por definición, un retroceso y una opresión. Esto es así
porque, para unos, la libertad individual ha de traducirse en el derecho de
cada sujeto a flotar libremente en el espacio y en el tiempo, construyéndose su
propio universo. Y para otros, porque sólo la demolición del mundo prexistente
permitirá construir otro nuevo y feliz donde todos seamos iguales.
Sin embargo, aunque los ilustrados más radicales
consideraran que la Ilustración debía liquidar todo vestigio del “viejo orden”
para imponer un orden nuevo basado en la razón como absoluto, lo cierto es que,
aun en nuestros días, el sentimiento sigue anteponiéndose a la razón. Esto no
va a cambiar, salvo que en el futuro el cerebro humano sea reemplazado por un
procesador cibernético… o las élites decidan poner punto y final al
“experimento democrático”. Y es que aquello de que la razón, por sí sola, es
incapaz de justificar sus razones, no es una licencia poética: es una
afirmación que nace de la experiencia.
SENTIMIENTO Y RAZÓN
Cuando observamos que la filosofía nace del asombro, lo
que constatamos es que el sentimiento se antepone a la razón. Y es que el ser
humano no piensa sobre cualquier cosa indistintamente, de forma aleatoria:
razona sobre aquello que previamente le atrae íntimamente, de manera afectiva.
Esto no significa que la razón sea una cuestión menor, ni
mucho menos. La razón es indispensable. Tan importante que, si el sentimiento
que nos guía es un sentimiento correcto, la razón es lo que permitirá
desarrollarlo y traducir ese ideal metafísico en virtudes y beneficios
tangibles. Así mismo, si el sentimiento es equivocado, la razón lo convertirá
en algo peligroso, una amenaza real para la libertad y la vida. Por último,
pero igualmente importante, la razón es imprescindible para distinguir
sentimiento de sentimentalismo.
Aquí es obligado separar los asuntos profundos y
complejos que requieren la capacidad del sabio, de los asuntos muy concretos
que son materia del experto. Esta distinción se aplica también a la política,
donde habría que distinguir entre la política constitucional y la política
ordinaria; esto es, entre los ideales de la nación política y la gestión
cotidiana de los asuntos públicos. Así, de la misma manera que un sentimiento
incorrecto o la ausencia de sentimiento convierte a la razón en una herramienta
entre peligrosa e inútil, en política, la ausencia de ideales convierte la
gestión en una sucesión de incoherencias, cuya visión de conjunto carecerá de
sentido, o en acciones que socavarán los principios fundamentales que dábamos
por supuestos.
Lamentablemente, al igual que el experto ha terminado por
usurpar la posición que le correspondía al sabio, el burócrata de partido, que
se sirve a sí mismo y sólo alcanza a pensar en las siguientes elecciones, ha
suplantado al político con visión y vocación de servicio. En consecuencia, el
sentimiento ha sido declarado proscrito. Y en su lugar o bien se impone un
racionalismo presentista, que cae en la trampa de debatir sobre problemas
imaginarios, o bien el totalitarismo avanza cabalgando sentimentalismos.
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