Un argumento humanista para implementarlo
La idea de un ingreso mínimo básico accesible a cualquier
persona, sin distinción, puede defenderse desde una perspectiva humanista
En años recientes, ciertas discusiones económicas han
explorado seriamente la posibilidad de implementar un “salario mínimo
universal”, esto es, el derecho a recibir un ingreso fijo mínimo para cualquier
persona, sin distinción de ningún tipo.
Para muchos, esta idea es impensable o intolerable. Bajo
el sistema en que vivimos, que tiene implicaciones económicas pero también
culturales e ideológicas, la posibilidad de recibir algo “gratuitamente” suena
increíble, como si, en efecto, a cambio de otro tipo de apoyos sociales no se
diera absolutamente nada a cambio. Estamos ya tan condicionados a intercambiar
nuestra fuerza de trabajo por un salario, que cualquier otra manera de obtener
algún tipo de ingreso nos parece extraordinaria o francamente imposible.
Hay
personas que incluso se rebelan a la idea de “recibir sin hacer,” sin darse
cuenta que, de hecho, en las sociedades contemporáneas, caracterizadas por
una economía basada en el consumo, prácticamente todas las acciones que
realizamos, desde las más importantes hasta las más triviales, terminan por
generar algún tipo de ganancia para el sistema económico en que vivimos.
Entre otros efectos psicológicos y culturales, esa manera
en que el ser humano considera su condición laboral y productiva, casi
exclusivamente bajo el esquema de intercambio de fuerza de trabajo por un
salario, conduce a la idea un tanto estrecha de que una persona es valiosa sólo
por lo que hace activamente y por las ganancias económicas que obtiene por
dichas actividades, o como si sólo su definición como ser humano se derivara
sólo del trabajo asalariado que realiza (cuando, lo sabemos bien, una persona
también es valiosa por sus afectos, sus habilidades, las relaciones que
sostiene con otros, sus divertimentos, su manera subjetiva de colocarse en el
mundo y más).
El trabajo, en efecto, es importante, y en las sociedades
modernas tiene de hecho una primacía difícil de soslayar. ¿Sería posible un mundo
de lo humano donde el trabajo como se concibe y realiza actualmente no
existiera? No parece sencillo siquiera imaginarlo. Sin embargo, la idea del
“salario mínimo universal” y la reflexión que la acompaña nos acerca quizá no a
esa posibilidad, pero sí a algunas preguntas fundamentales a propósito del
tiempo, energía y recursos que dedicamos a producir algo, no en un sentido
económico, sino existencial, es decir, a todo aquello de nuestra vida que
podemos considerar “en activo” y que en el curso de esa actividad transforma
nuestra existencia al tiempo que genera un efecto sobre el mundo.
Desde un punto de vista que puede calificarse como
humanista (en oposición a lo meramente económico o utilitario, esto es, que
considere al ser humano como ser vivo y consciente y no sólo como una pieza más
del sistema económico), la noción de una renta universal básica tiene como uno
de sus fundamentos la idea de que si una persona pudiera desprenderse por un
momento de la preocupación de “ganarse el sustento”, tendría entonces un mayor
margen de acción o de libertad para desarrollar su potencial como ser humano.
Dicho en otros términos, se pasaría de únicamente buscar la mera supervivencia
a, en cambio, emprender el camino de la vida auténtica, la vida en consciencia
plena, la vida realizada.
Como decíamos al inicio, la idea del salario mínimo
universal ha formado parte de ciertas discusiones económicas de nuestra época.
Entre otros, el economista de origen francés Thomas Piketty, uno de los estudiosos más serios del
capitalismo contemporáneo, ha defendido la necesidad de implementar dicha
medida, particularmente bajo la premisa de que ésta podría contribuir
significativamente a reducir la desigualdad inherente al sistema económico en
que vivimos.
Desde otras perspectivas fuera de la economía, esta
propuesta no es ni reciente ni nueva. En varios momentos en la historia del
capitalismo ha sido evidente para algunos pensadores que si la humanidad aspira
a vivir en condiciones más justas, más pacíficas, más armónicas incluso, es
imprescindible atacar de algún modo la desigualdad que resulta inevitablemente
de los procesos económicos propios del capitalismo y la cual, por otro lado, es
necesaria para que el sistema económico se mantenga en marcha, en una suerte de
círculo vicioso entre necesidad y miseria.
Entre otros autores, Erich Fromm fue uno de esos defensores de la idea del
ingreso universal básico, para todos y sin distinciones. Según escribe en su
obra ¿Tener o ser? (1976), ya desde 1955, en otras obras
suyas, Fromm sostuvo que un ingreso anual garantizado contribuiría a
desaparecer lo que él llamó “males” de las sociedades tanto capitalistas como
comunistas (división geopolítica relevante en su época). Al respecto escribe
Fromm:
La esencia de esta idea [el ingreso universal básico] es
que todas las personas, trabajen o no, deben tener el derecho incondicional de
no morir de hambre ni carecer de techo. Recibirán sólo lo que necesitan
básicamente para mantenerse, pero no recibirán menos. Este derecho expresa un
nuevo concepto en la actualidad, aunque es una norma muy antigua, proclamada
por el cristianismo y practicada por muchas tribus "primitivas": los
seres humanos tienen el derecho incondicional de vivir, sin importar si cumplen
su "deber para con la sociedad". Otorgamos este derecho a nuestros
animales favoritos, pero no a nuestros semejantes.
Como vemos, el argumento central de Fromm para defender
la implementación de un salario mínimo universal es sumamente elemental: los
seres humanos tienen el derecho incondicional de vivir. ¿Por qué esta idea tan
sencilla provoca tanta polémica y, sobre todo, oposición? ¿No es, por decirlo
de alguna manera, la actitud solidaria mínima que tendríamos que tener con
respecto a nuestros semejantes? ¿No somos todos parte de un mismo género –la
humanidad– que, como tal, podríamos hacer el esfuerzo de vivir conjuntamente,
en paz, cooperativamente, trabajando juntos en pos de un bien común? ¿Por qué
este panorama nos parece a priori tan utópico, tan idílico, tan inalcanzable?
Con cierta cercanía a las líneas finales del Elogio de la ociosidad (1932) de Bertrand
Russell, Fromm continúa, profundizando ahora sobre los beneficios humanos y
sociales de tener una renta mínima asegurada:
El campo de la libertad personal se ampliaría enormemente
con esta ley; una persona que es económicamente dependiente de otra (de un
padre, de un esposo, de un jefe) ya no se vería obligada a someterse a la
extorsión del hambre […].
El ingreso anual garantizado aseguraría una libertad y
una independencia reales. Por ello, esto es inaceptable para cualquier sistema
basado en la explotación y en el dominio […].
Este punto puede provocar un interés especial porque, en
efecto, desde una perspectiva psicológica, económica y social, el intercambio
entre fuerza de trabajo y salario tiene como fundamento un sistema de dominio y
explotación que no muchas personas están dispuestas a cuestionar, cambiar y a
veces ni siquiera a aceptar que viven sometidas a éste. Dado que el ser humano,
por su propia condición, pasa sus largos primeros años en una relación de
sujeción y dominio frente al Otro (tal y como lo describió con precisión Hegel
con su idea de la “dialéctica del amo y el esclavo), las formas de ser
asociadas con la obediencia, la subordinación, la sumisión y otras de ese tipo,
se instalan profundamente en la subjetividad, generando subjetividades “útiles”
a un sistema económico basado en la explotación.
Este es un proceso cultural sumamente complejo que, para
poder entenderlo, es necesario mirar y analizar sin moralismo ni dogmatismo o
prejuicios, sino con objetividad e incluso con ánimo científico. No es que esté
“mal” o “bien” que se forme en la sujeción de otro y que, después, esto sirva a
los fines del sistema económico capitalista. Esas categorías morales son
inútiles por imprecisas. En todo caso lo importante es, de inicio, darse cuenta
que dicho proceso es parte de la condición humana y, en un segundo momento,
preguntarnos si hay posibilidad de transformarlo.
La resistencia a implementar un salario mínimo universal
podría explicarse a la luz de dicho elemento tan estructural del ser humano.
Quizá, en el fondo, quienes se oponen categóricamente a que se ofrezca un
ingreso monetario a todas las personas, sin distinción de ningún tipo,
sostengan dicha renuencia porque no han hecho consciente el sometimiento del cual
son todavía sujetos, la explotación en la que viven, el miedo a su propia
libertad y, por ende, no consideran aún la posibilidad de vivir de otra manera,
bajo otras condiciones, tanto para sí mismos como para los demás.
Sin embargo, la historia del ser humano demuestra que los
cambios son posibles, tanto a nivel personal como colectivo. No son sencillos
ni inmediatos, tampoco fruto del azar, sino más bien resultado de un trabajo
sostenido, común, constante. Por elemental que parezca, quizá una medida como
el salario mínimo universal podría, como dice Fromm, contribuir a establecer
una mejor convivencia no sólo entre seres humanos, sino también del ser humano
hacia la vida en la Tierra y otros ámbitos donde la explotación se ha
establecido como modo casi exclusivo de vínculo con el otro y con lo otro.
En el fondo, esta es la circunstancia que valdría la pena
atender con urgencia.
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