Nadie se llevará a engaño si asegura que el confinamiento
ha trastocado algunos aspectos fundamentales de su cotidianidad; y sin embargo,
no será lo suficientemente riguroso en el ejercicio. Hasta la llegada de la
reclusión obligatoria de la que se hizo acompañar por un conjunto de medidas
destinadas a castigar nuestro día a día, la virtualidad jugaba un espacio
estratégico. Ensanchaba nuestras facultades para satisfacer los quehaceres y
ocupaciones de una vida acelerada y altamente afanada; las tornas han cambiado
y lo que antes multiplicaba ahora divide.
¿Qué es lo que ha ocurrido? La virtualidad que hasta
entonces era vía para el caminante se ha convertido en meta para el peregrino.
De la virtualización de ciertas actividades humanas hemos
transitado a la virtualización de la entera existencia. Es como
pasar de presumir un reloj en la muñeca a hacer de nuestro cuerpo la aguja de
un reloj. Antes lo virtual extendía los límites de la realidad; ahora la
realidad viene absorbida por el mundo de la pantalla. Y esto tiene
consecuencias determinantes.
Uno de los efectos se asocia al cambio de percepción del
tiempo. Los días se eternizan, haciéndose iguales unos a los otros, y sin
embargo, el ritmo de nuestra vida se acelera. Esta paradoja es consustancial a
lo virtual donde la pantalla favorece el achatamiento de cualquier alteración
de la normalidad igualando las sensaciones de las cosas distintas. A la vez
favorece la velocidad en el procesamiento de actividades sustraídas del peso de
lo real.
La vida más ocupada se siente cada vez más vacía. La
velocidad nubla la experiencia desde la que reposa el pasado y quiebra las
expectativas que anticipan el futuro. Melancolía y angustia son exaltadas como
los sentimientos reinantes de la “nueva normalidad”. El pasado se recrea
favorecido por el romántico ejercicio de la memoria. La historia es una
autoridad “execrable” que hay que desterrar. Fruto de ello ha sido la vana
interpretación “posmoderna” de los conflictos históricos cristalizados en el derrumbe
de estatuas y monumentos civiles y militares. El futuro, en cambio, se consagra
a un presente circular que comprime nuestra vida a una monótona renovación cada
veinticuatro horas.
La conducta moral se ha reblandecido en otro de los
efectos de la virtualización. Lo virtual se identifica con la facultad de
“escape”; es decir, con la posibilidad para recrear mundos alternativos que nos
aíslen de la influencia devoradora de la costumbre.
El individuo se radicaliza en su “sujet(o)”-“vidad” y su
responsabilidad ante la ley moral se degrada a la elección entre las
alternativas artificiales. El sentimiento se sobrepone a la razón, y no es de
extrañar que esa ingenua idea de situar la emoción por encima de la naturaleza
haya dañado el sentido de sus energías y llenado el corazón de zozobra. El
compromiso cae rendido a los pies de la “presencialidad” en una especial misión
de la forma imponiéndose frente a la sustancia. La banalidad ensucia sus torpes
propósitos y, en menoscabo a sus deberes, el mundo se reúne en asociación a sus
intereses.
La naturaleza queda reducida a la pantalla. La vista y el
oído se refuerzan en perjuicio del tercero, cuarto y quinto de los suyos. Hacer
dos de los cinco sentidos intensifica los movimientos (aceleración del pulso,
desgobierno de la concentración, tics nerviosos) y expone al cuerpo a dolencias
desconocidas (sedentarismo). Las palabras vienen a llenar el contenido que la
realidad guardaba celosa y una inflación de verborrea reseca la garganta
docente. La mirada rica en silencios con la que Romeo encandila a Julieta viene
sustituida por un estéril cantar de los cantares.
En la virtualidad se te cuenta cómo se te quiere en
franco perjuicio al vívido sentimiento de afecto. La realidad virtual se nutre
del relato lineal, una rígida narrativa cuenta un universo que se resiste a ser
vivido; el mundo se deshace irreversible ante mi mundo. ¿Cómo se recrea en la
pantalla la fragancia de un “te quiero” que aspira decir “te amo”? Imposible.
La emoción perdura sí; pero mutilada, divaga errante ante la falta de paradero.
La realidad parece haber perdido la batalla; ¿quizás la
guerra? Primero habrá que entender si no estamos hablando de la misma cosa.
Cuál sea el bien que diferencia por entero a la realidad de la virtualidad
resulta ser tarea tan difícil como la de distinguir al chiflado del cuerdo en
los Renglones de Luca de Tena. Si uno busca oponer la
realidad a lo virtual verá que no es juego de niños y cualquier cosa que quiera
aferrar celosa a una de las dos la verá presente en la otra. Existen amores
virtuales como encuentros de mesas separados por la distancia de dos celulares.
A fin de cuentas –sostendrán los fanáticos de la
virtualización- la realidad se resiste a desplegarse en toda su extensión.
Nadie alcanza a atravesar su espeso velo para auparse hasta la cima de su
fondo. El acceso al mundo de lo real está preñado de máscaras simbólicas e
ideológicas (Alonso Quijano despacha el mejor ejemplo) que se aferran al
derecho de guardar distancia frente al mundo de las vivas experiencias. ¿No es
acaso a esta misma lógica a la que se agarra el universo de lo virtual con tal
de no verse atrapado del todo por la naturaleza (tener siempre un pie fuera de
la guisa)?
Pero no nos llevemos a engaño: la realidad viene empujada
más allá de los límites desde los que trabaja la virtualidad. Hay algo en ella
intransferible a su naturaleza que la enaltece en su entidad soberana; digamos
así; lo irremediable. La realidad tiene que ver con la última tensión, con esa
imposibilidad de escapar completamente de sus garras; ese afincarse sin otra
solución a la raíz de sus zapatos. Ello reafirma su facultad emancipadora sobre
la especie humana.
No podemos evadirnos de su influencia, todo lo contrario.
Nos obliga a afrontar nuestro destino, los retos e incertezas, persistir en lo
negativo; en esa tensión que te empuja en últimas a asumir tu cometido y
cargarlo sobre tus hombros. La realidad muestra un gusto natural por la
experiencia trágica con la que Sísifo a quién en el momento de alcanzar la cima
su pesada carga lo impulsa hacia abajo. ¿Podríamos esperar algo así en el mundo
virtual? En absoluto.
El progreso humano nunca aspirará a la cima sin una
atracción que lo una a la tierra. Donde hay peligro crece también lo que nos
salva, recuerda Höderlin. La fortaleza interior de la humanidad fructifica en
el entregado sacrificio de “perderse en algo” (en lo recurrente de Sísifo); de
no saberse resuelto fuera de las hostilidades que le impone la naturaleza. En
ella el individuo tropieza con lo que le salva consagrado a la manera de lo
absurdo, lo inútil, aquello sustraído de “propósito activo”
Las pasiones humanas irrumpen sustraídas del servicio a
Monsieur Utilidad. Uno no accede a la amistad o al amor (grandes empresas de lo
humano) como así hace con su computadora; ellas, en cambio, te descubren. Así,
pues, al mismo tiempo que lo virtual permite al pueblo acceder a todo, le
impide hacerlo todo y le prohíbe aventurarse en todo.
En lo artificial un solo
botón te arranca de la realidad, te desconecta, te empuja a instancias donde la
acción sucumbe ante el desenfreno telemático; mientras que solo desde la
solidez que proporciona la realidad, lo virtual llega a infundir prosperidad y
con cuyo auxilio los hombres son capaces de sortear todas las inclemencias.
Fuera de la realidad; el infierno.
Antonini de Jiménez es profesor y Doctor en Ciencias Económicas.
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