LO QUE EL BOSQUE ME ENSEÑÓ
Cuando le digo a
alguien que vivo en un bosque casi siempre recibo una sonrisa de vuelta. Es
matemático, como una prueba fehaciente de que aún vive en nosotros esa hoguerita
de amor por la naturaleza que se intensifica cada vez que pisamos la tierra
húmeda o sumergimos la barriga en la corriente de un arroyo.
Lo siguiente es un «qué bonito» o «qué envidia», dependiendo del carácter del que me escuche. Hay dos excepciones: los ultraurbanitas, que ponen la misma expresión facial que si les propusiera merendar cera de oído, y mi madre, quien no concibe mayor lujo que ir al supermercado saludando a las vecinas como si fuera la reina de Inglaterra.
Aun así, una cosa es tener tu ración de naturaleza de vez en
cuando y otra muy diferente es vivir rodeada de
ella. Lo digo con evidente conocimiento de causa porque a mí, que tengo
matrícula de honor en ser de pueblo, también se me formó un atasco de angustia
en la garganta la primera vez que me vi en pleno bosque.
Vamos a vivir… ¿aquí? — dije con voz entrecortada, mientras
señalaba la boca oscura de un lugar que entonces parecía amenazador. Ante los
limpiaparabrisas, que sudaban la gota gorda para despejar los calderos de agua
negra cayendo del cielo, se abría una cúpula de robles, fresnos y acebos. Lo
único que la atravesaba era una senda de grava irregular, por decirlo de manera
amable, con una fila de hierba central que hacía del camino la columna
vertebral de un galgo viejo. Ese era el sendero que llevaba a nuestra nueva
casa.
Él, positivo por naturaleza, se esforzó por sostener una
sonrisa, intentando pasar por alto el hecho de que acabábamos de cruzar 1.000
kilómetros y una frontera con un bebé, un niño de cinco añosy todas nuestras
pertenencias para mudarnos a la nada.
¿A que es precioso?
Voy a ser sincera. Ese día me costó darme cuenta de que lo
era.
Sin embargo, según fueron pasando los meses, me alcanzó la
certeza de que el bosque no solo era una belleza, sino también el mejor
maestro. Si no fuera por sus lecciones, no sabría que los jacintos
silvestres aparecen de un día para otro, pasada Semana Santa, tan abundantes
como una alfombra azul. O que en las mañanas de días soleados, los árboles
retienen su niebla y puedes gritar en ella hasta quedarte a gusto, porque las
hojas guardan tu voz como un regalo.
Tampoco habría comprobado de manera empírica que tumbarte en
la hierba alta te convierte en un buffet para garrapatas; que esa flor que
huele a ajo y sabe a ajo es, sorprendentemente, ajo; y que no debes guardar
cartones sucios en la caseta de herramientas si no quieres encontrarte a una
marta con cara de no tener el rabo para farolillos.
Tan en serio me estoy tomando sus enseñanzas que sospecho
que estoy haciéndome bosque. Que dentro de poco me florecerán las
orejas y estornudaré rocío. Estoy casi segura porque, cuando voy a la ciudad,
el perfume de la gente me hace arrugar la nariz y siento nostalgia del humus
que destila mi pelo después de una tarde entre zarzas y del aroma acre de
ciervo salvaje que impregna las cortezas.
Algo similar me atraviesa cuando conecto mi mente para
enviar palabras allí, a las luces
artificiales de los edificios de oficinas. Al apresuramiento, la vibración del
móvil, la inmediatez. Al principio, un incendio forestal de
calendarios, fechas límites y urgencias amenaza con barrer los helechos y
mariposas que ya viven en mi cabeza.
Pero, cuando eso sucede, miro al roble de 1.000 años que
tengo por vecino y que me susurra con voz fresca que él seguirá aquí. Que la
pasajera soy yo. Que ninguna de
mis preocupaciones es tan importante como la verbena de trinares que celebra
cada amanecer.
Entonces lo entiendo, por fin: no es tan difícil
frenar el apremio cuando lo que te rodea no tiene prisa. Y cuando lo
descubro, siento que puedo volar de ligereza, más allá de las copas, como el
milano que acaba de pasar ahora, nada más escribir esta frase, y me doy cuenta
de que el bosque me ha enseñado justo lo que necesitaba.
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