7.10.25

Tuve la certeza de que el bosque no solo era una belleza, sino también el mejor maestro

LO QUE EL BOSQUE ME ENSEÑÓ

Cuando le digo a alguien que vivo en un bosque casi siempre recibo una sonrisa de vuelta. Es matemático, como una prueba fehaciente de que aún vive en nosotros esa hoguerita de amor por la naturaleza que se intensifica cada vez que pisamos la tierra húmeda o sumergimos la barriga en la corriente de un arroyo.


Lo siguiente es un «qué bonito» o «qué envidia», dependiendo del carácter del que me escuche. Hay dos excepciones: los ultraurbanitas, que ponen la misma expresión facial que si les propusiera merendar cera de oído, y mi madre, quien no concibe mayor lujo que ir al supermercado saludando a las vecinas como si fuera la reina de Inglaterra.

Aun así, una cosa es tener tu ración de naturaleza de vez en cuando y otra muy diferente es vivir rodeada de ella. Lo digo con evidente conocimiento de causa porque a mí, que tengo matrícula de honor en ser de pueblo, también se me formó un atasco de angustia en la garganta la primera vez que me vi en pleno bosque.

Vamos a vivir… ¿aquí? — dije con voz entrecortada, mientras señalaba la boca oscura de un lugar que entonces parecía amenazador. Ante los limpiaparabrisas, que sudaban la gota gorda para despejar los calderos de agua negra cayendo del cielo, se abría una cúpula de robles, fresnos y acebos. Lo único que la atravesaba era una senda de grava irregular, por decirlo de manera amable, con una fila de hierba central que hacía del camino la columna vertebral de un galgo viejo. Ese era el sendero que llevaba a nuestra nueva casa.

Él, positivo por naturaleza, se esforzó por sostener una sonrisa, intentando pasar por alto el hecho de que acabábamos de cruzar 1.000 kilómetros y una frontera con un bebé, un niño de cinco añosy todas nuestras pertenencias para mudarnos a la nada.

¿A que es precioso?

Voy a ser sincera. Ese día me costó darme cuenta de que lo era.

Sin embargo, según fueron pasando los meses, me alcanzó la certeza de que el bosque no solo era una belleza, sino también el mejor maestro. Si no fuera por sus lecciones, no sabría que los jacintos silvestres aparecen de un día para otro, pasada Semana Santa, tan abundantes como una alfombra azul. O que en las mañanas de días soleados, los árboles retienen su niebla y puedes gritar en ella hasta quedarte a gusto, porque las hojas guardan tu voz como un regalo.

Tampoco habría comprobado de manera empírica que tumbarte en la hierba alta te convierte en un buffet para garrapatas; que esa flor que huele a ajo y sabe a ajo es, sorprendentemente, ajo; y que no debes guardar cartones sucios en la caseta de herramientas si no quieres encontrarte a una marta con cara de no tener el rabo para farolillos.

Tan en serio me estoy tomando sus enseñanzas que sospecho que estoy haciéndome bosque. Que dentro de poco me florecerán las orejas y estornudaré rocío. Estoy casi segura porque, cuando voy a la ciudad, el perfume de la gente me hace arrugar la nariz y siento nostalgia del humus que destila mi pelo después de una tarde entre zarzas y del aroma acre de ciervo salvaje que impregna las cortezas.

Algo similar me atraviesa cuando conecto mi mente para enviar palabras allí, a las luces artificiales de los edificios de oficinas. Al apresuramiento, la vibración del móvil, la inmediatez. Al principio, un incendio forestal de calendarios, fechas límites y urgencias amenaza con barrer los helechos y mariposas que ya viven en mi cabeza.

Pero, cuando eso sucede, miro al roble de 1.000 años que tengo por vecino y que me susurra con voz fresca que él seguirá aquí. Que la pasajera soy yo. Que ninguna de mis preocupaciones es tan importante como la verbena de trinares que celebra cada amanecer.

Entonces lo entiendo, por fin: no es tan difícil frenar el apremio cuando lo que te rodea no tiene prisa. Y cuando lo descubro, siento que puedo volar de ligereza, más allá de las copas, como el milano que acaba de pasar ahora, nada más escribir esta frase, y me doy cuenta de que el bosque me ha enseñado justo lo que necesitaba.

Alba Sueiro

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