28/8/24

Sin libertad, o sin sensación de ella, no hay autonomía; sin autonomía no hay felicidad

LA CULTURA DEL ESFUERZO Y LA SUERTE           

Ganarás el pan con el sudor de tu frente:

«Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado.Porque polvo eres y al polvo volverás». Génesis 3:19

Determinar el mérito no es cosa fácil si careces de un clon tuyo y un laboratorio perfectamente aislado del mundo exterior. Porque la única manera fiable de saber qué parte es fruto de tu esfuerzo y qué parte no lo es consiste en tomar a dos personas exactamente iguales, clones perfectos, y encerrarlos en sendas habitaciones idénticas, incluso con los mismos niveles de humedad, presión, temperatura, etc. Entonces podremos observar si ambos acaban llegando a las mismas metas partiendo de la misma naturaleza y el mismo ambiente.

El «si tú quieres, puedes» es insultantemente simplificador.

En el mundo real, las cosas no son así. Tanto lo que procede de nuestro esfuerzo como lo que no se retroalimenta continuamente. De modo que nunca podremos saber dónde establecer una frontera clara entre mérito y demérito, entre el esfuerzo y la suerte.

Es cierto que una de las mayores ventajas para prosperar socialmente consiste en nacer en una familia rica. Que la historia de superación personal de Rocky es solo una anécdota, una rareza estadística, que se agita delante de los perdedores como la zanahoria que cuelga a escasos centímetros del belfo del burro. El «si tú quieres, puedes» es insultantemente simplificador. Porque ¿quién en su sano juicio no va a querer ser mejor de lo que es? El problema, como le sucedía al barón de Münchhausen, es que uno no puede tirar de su propio cabello para salir del pozo.

La suerte y el sudor

Sudar está bien, pero no todos los sudores son iguales. No todos los sudores producen los mismos beneficios. Incluso hay quienes sudan simplemente para sobrevivir.

La suerte es siempre más determinante que el sudor. Además de tu lugar de nacimiento, están los rasgos que vienen de serie, cincelados por nuestro genoma. Nadie elige nacer más bello, alto o asertivo. Puedes maquillarte, ponerte tacones o entrenar tu personalidad, pero hay límites que nunca podrás superar, por mucho que sudes la gota gorda.

Y todo está mezclado de tal forma que resulta muy difícil establecer una línea de corte. Por ejemplo, las personas de alta estatura tienden a ser más asertivas que las de baja estatura (siempre que la alta estatura haya llegado durante la pubertad, en las primeras relaciones de competición sexual con los pares, y no después).

Pero también puede ser que alguien te haga daño y de ese dolor surja un incentivo poderoso para ser más asertivo y evitar de nuevo ese daño. ¿Entonces? ¿Quién tiene el verdadero mérito de semejante asertividad? ¿Tú? ¿Quien te hizo daño? ¿La casualidad de que dos genomas concretos hayan interactuado justo ese día propicio?

Y si un libro te cambia tu manera de enfocar un problema, ¿tú eres quien resuelve el problema o fue el libro? La única manera de saberlo es viajar atrás en el tiempo, no leer el libro y ver qué sucede. Pero eso es imposible.

Finalmente, si asumimos que nada es mérito nuestro, si todo lo que hacemos es fruto de una miríada de interacciones azarosas, ¿entonces no merecemos nada? ¿No merecemos ni lo bueno ni lo malo?

Si todos tenemos lo mismo, si todos recibimos lo mismo, si todos corremos la misma suerte, ¿qué sentido tiene hacer cualquier cosa? ¿Por qué hacer lo correcto frente a lo incorrecto si realmente no puedo escoger? En semejante escenario, un estafador debería abandonar la cárcel del mismo modo que un millonario debe abandonar su mansión para que ambos empiecen a residir en la misma solución habitacional.

No hay respuestas para tales cuestiones. Porque el ser humano no está diseñado para enfrentarse a su reflejo especular ni para entender la forma del mundo. Somos seres narrativos. Nos gustan las historias, como las de Rocky. Y por eso, el sudor de la frente puede ser inspirador de grandes y bonitas historias. Esa clase de historias que hacen que la vida merezca la pena, tenga propósito, épica.

Es el relato, cual profecía autocumplida, el que favorece la siguiente cadena causal: si yo asumo que puedo evitar la cárcel si me porto bien (aunque no necesariamente vaya a ser así) y puedo comprarme una mansión si trabajo duro (aunque no necesariamente sea así), me portaré bien y trabajaré duro (en la medida que yo pueda escoger hacer tal cosa, que ignoro cuál es), a la vez que mi vida tiene propósito y orientación.

Seguramente me alcanzará el sepulcro siendo pobre como una rata, sin obtener ninguna de esas dádivas, sin alcanzar nunca esa zanahoria que cuelga a escasos centímetros de mi belfo. Pero ¿cuál es la alternativa?

¿Por qué escribo?

Si estoy escribiendo este artículo es precisamente porque creo que merezco la atención del lector. También creo que merezco los emolumentos que recibo por este trabajo. Si no fuera así, no escribiría y eventualmente esperaría en mi sofá a que me llegaran tales parabienes. ¿Acaso no es todo azaroso? O haría algo que me apetece más. Si una cosa me apetece más también depende de cuánto control creo que tengo sobre esa cosa. Si no tengo control, no me apetece. Necesito sentir que tengo ese control.

Naturalmente, ni siquiera sé de dónde nace mi ilusión a la hora escribir. ¿Viene genéticamente determinada? ¿Es un trauma porque me he sentido abandonado? ¿Es una manera de recibir palmaditas en la espalda para compensar alguna carencia? ¿Es que leí algún libro especial? ¿Quizá es porque no soy muy guapo? ¿O porque me creo muy listo? ¿Quizá aquella profesora que me dijo que mi futuro cierto iba a ser convertirme en basurero fue quien me incentivó a hacer cosas que me alejaran de ese destino? ¿Fue el odio de mi profesora lo que me hizo bien? ¿O me hizo mal porque quizá sería más feliz siendo basurero?

¿Una persona que me odiaba cuando era niño tiene el mérito de todo lo que he conseguido? ¿Debería darle a ella todo mi crédito? ¿Incluso todos mis ingresos? ¿O solo una parte alícuota? ¿De quién es el mérito? ¿Del que suda copiosamente o del que produce sudor en los demás? ¿Del esfuerzo o de la suerte?

Al final, cualquier enfoque maximalista acaba produciendo un escenario totalitario en el que todos recibimos lo mismo y nada tiene sentido. Sin libertad, o sin sensación de ella, no hay autonomía; sin autonomía no hay felicidad. Ni vida. Y viceversa: si un escenario de total libertad hace que muchos nos quedemos atrás, quizá habría que determinar algunos mecanismos de compensación para que ese retraso no sea demasiado manifiesto. Demasiado paralizante. Clamorosamente triste o miserable. El problema en todo esto es definir cuánto.

Preguntarse sobre la meritocracia, pues, no difiere demasiado de preguntarse sobre el sentido de la vida. O para qué continuamos teniendo hijos, o incluso viviendo, si todos vamos a morir, o todas las estrellas se terminarán apagando. Son preguntas sin respuesta.

Solo hay respuesta a través de los cuentos bonitos, como los de Rocky. Además de la suerte, simultáneamente, conviene recordar otra cosa, al estilo del doblepensar de Orwell. Conviene contar una historia sobre nuestro mérito. Una historia acaso un tanto fantástica, sí, necesaria, como cualquier hiperstición.

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