LA CULTURA DEL ESFUERZO Y LA SUERTE
Ganarás el pan con el sudor de tu frente:
«Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que
vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado.Porque polvo eres y al polvo
volverás». Génesis 3:19
Determinar el mérito no es cosa fácil si careces de un clon tuyo y un laboratorio perfectamente aislado del mundo exterior. Porque la única manera fiable de saber qué parte es fruto de tu esfuerzo y qué parte no lo es consiste en tomar a dos personas exactamente iguales, clones perfectos, y encerrarlos en sendas habitaciones idénticas, incluso con los mismos niveles de humedad, presión, temperatura, etc. Entonces podremos observar si ambos acaban llegando a las mismas metas partiendo de la misma naturaleza y el mismo ambiente.
El «si tú quieres,
puedes» es insultantemente simplificador.
En el mundo real, las cosas no son así. Tanto lo que procede
de nuestro esfuerzo como lo que no se retroalimenta continuamente. De modo que
nunca podremos saber dónde establecer una frontera clara entre mérito y
demérito, entre el esfuerzo y la suerte.
Es cierto que una de las mayores ventajas para prosperar
socialmente consiste en nacer en una familia rica. Que la historia de
superación personal de Rocky es solo una anécdota, una rareza estadística, que
se agita delante de los perdedores como la zanahoria que cuelga a escasos
centímetros del belfo del burro. El «si tú quieres, puedes» es insultantemente
simplificador. Porque ¿quién en su sano juicio no va a querer ser mejor de lo
que es? El problema, como le sucedía al barón de
Münchhausen, es que uno no puede tirar de su propio cabello para salir del
pozo.
La suerte y el sudor
Sudar está bien, pero no todos los sudores son iguales. No
todos los sudores producen los mismos beneficios. Incluso hay quienes sudan
simplemente para sobrevivir.
La suerte es siempre más determinante que el sudor. Además
de tu lugar de nacimiento, están los rasgos que vienen de serie, cincelados por
nuestro genoma. Nadie elige nacer más bello, alto o asertivo. Puedes
maquillarte, ponerte tacones o entrenar tu personalidad, pero hay límites que
nunca podrás superar, por mucho que sudes la gota gorda.
Y todo está mezclado de tal forma que resulta muy difícil
establecer una línea de corte. Por ejemplo, las personas de alta estatura
tienden a ser más asertivas que las de baja estatura (siempre que la alta
estatura haya llegado durante la pubertad, en las primeras relaciones de
competición sexual con los pares, y no después).
Pero también puede ser que alguien te haga daño y de ese
dolor surja un incentivo poderoso para ser más asertivo y evitar de nuevo ese
daño. ¿Entonces? ¿Quién tiene el verdadero mérito de semejante asertividad?
¿Tú? ¿Quien te hizo daño? ¿La casualidad de que dos genomas concretos hayan
interactuado justo ese día propicio?
Y si un libro te cambia tu manera de enfocar un problema,
¿tú eres quien resuelve el problema o fue el libro? La única manera de saberlo
es viajar atrás en el tiempo, no leer el libro y ver qué sucede. Pero eso es
imposible.
Finalmente, si asumimos que nada es mérito nuestro, si todo
lo que hacemos es fruto de una miríada de interacciones azarosas, ¿entonces no
merecemos nada? ¿No merecemos ni lo bueno ni lo malo?
Si todos tenemos lo mismo, si todos recibimos lo mismo, si
todos corremos la misma suerte, ¿qué sentido tiene hacer cualquier cosa? ¿Por
qué hacer lo correcto frente a lo incorrecto si realmente no puedo escoger? En
semejante escenario, un estafador debería abandonar la cárcel del mismo modo
que un millonario debe abandonar su mansión para que ambos empiecen a residir
en la misma solución habitacional.
No hay respuestas para tales cuestiones. Porque el ser
humano no está diseñado para enfrentarse a su reflejo especular ni para
entender la forma del mundo. Somos seres narrativos. Nos gustan las historias,
como las de Rocky. Y por eso, el sudor de la frente puede ser inspirador de
grandes y bonitas historias. Esa clase de historias que hacen que la vida merezca
la pena, tenga propósito, épica.
Es el relato, cual profecía autocumplida, el que favorece la
siguiente cadena causal: si yo asumo que puedo evitar la cárcel si me porto
bien (aunque no necesariamente vaya a ser así) y puedo comprarme una mansión si
trabajo duro (aunque no necesariamente sea así), me portaré bien y trabajaré
duro (en la medida que yo pueda escoger hacer tal cosa, que ignoro cuál es), a
la vez que mi vida tiene propósito y orientación.
Seguramente me alcanzará el sepulcro siendo pobre como una
rata, sin obtener ninguna de esas dádivas, sin alcanzar nunca esa zanahoria que
cuelga a escasos centímetros de mi belfo. Pero ¿cuál es la alternativa?
¿Por qué escribo?
Si estoy escribiendo este artículo es precisamente porque
creo que merezco la atención del lector. También creo que merezco los
emolumentos que recibo por este trabajo. Si no fuera así, no escribiría y
eventualmente esperaría en mi sofá a que me llegaran tales parabienes. ¿Acaso
no es todo azaroso? O haría algo que me apetece más. Si una cosa me apetece más
también depende de cuánto control creo que tengo sobre esa cosa. Si no tengo
control, no me apetece. Necesito sentir que tengo ese control.
Naturalmente, ni siquiera sé de dónde nace mi ilusión a la
hora escribir. ¿Viene genéticamente determinada? ¿Es un trauma porque me he
sentido abandonado? ¿Es una manera de recibir palmaditas en la espalda para
compensar alguna carencia? ¿Es que leí algún libro especial? ¿Quizá es porque
no soy muy guapo? ¿O porque me creo muy listo? ¿Quizá aquella profesora que me
dijo que mi futuro cierto iba a ser convertirme en basurero fue quien me
incentivó a hacer cosas que me alejaran de ese destino? ¿Fue el odio de mi
profesora lo que me hizo bien? ¿O me hizo mal porque quizá sería más feliz
siendo basurero?
¿Una persona que me odiaba cuando era niño tiene el mérito
de todo lo que he conseguido? ¿Debería darle a ella todo mi crédito? ¿Incluso
todos mis ingresos? ¿O solo una parte alícuota? ¿De quién es el mérito? ¿Del
que suda copiosamente o del que produce sudor en los demás? ¿Del esfuerzo o de
la suerte?
Al final, cualquier enfoque maximalista acaba produciendo un
escenario totalitario en el que todos recibimos lo mismo y nada tiene sentido.
Sin libertad, o sin sensación de ella, no hay autonomía; sin autonomía no hay
felicidad. Ni vida. Y viceversa: si un escenario de total libertad hace que
muchos nos quedemos atrás, quizá habría que determinar algunos mecanismos de
compensación para que ese retraso no sea demasiado manifiesto. Demasiado
paralizante. Clamorosamente triste o miserable. El problema en todo esto es
definir cuánto.
Preguntarse sobre la meritocracia, pues, no difiere
demasiado de preguntarse sobre el sentido de la vida. O para qué continuamos
teniendo hijos, o incluso viviendo, si todos vamos a morir, o todas las
estrellas se terminarán apagando. Son preguntas sin respuesta.
Solo hay respuesta a través de los cuentos bonitos, como los
de Rocky. Además de la suerte, simultáneamente, conviene recordar otra cosa, al
estilo del doblepensar de Orwell. Conviene contar una historia sobre
nuestro mérito. Una historia acaso un tanto fantástica, sí, necesaria, como
cualquier hiperstición.
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