Si bien la incertidumbre forma parte de la existencia
humana (y, de hecho, de la vida en sí), no solemos aceptarla y recibirla de
buen grado. O al menos, no todos. Es más o menos común que en nuestra propia
vida lo incierto nos inquiete e incluso nos angustie, que nos perturbe no saber
lo que va a pasar en el futuro próximo o distante (acaso especialmente respecto
de una situación que deseamos mucho, o ante una circunstancia que sobrevino de
pronto y sentimos que modificó radicalmente el curso de nuestra vida). La
incertidumbre es capaz de entristecernos, de enojarnos, de despertar nuestra
frustración y quizá incluso de perturbar nuestra existencia entera.
Si pensamos que un componente importante de nuestro
proceso civilizatorio como especie ha sido la capacidad de prever, de
anticiparnos, de planear y de “dominar” la contingencia propia del mundo, ¿cómo
puede ser que la realidad se nos resista y, pese a todo, sea incierta?
Reaccionar adversamente frente a la incertidumbre puede
explicarse por esa ilusión de creer que, como seres humanos, somos capaces de
controlar lo que de suyo es incontrolable: la vida en sí.
Como se ha señalado
en tantas y tantas épocas, y tantas y tantas tradiciones, lo propio de la vida
es el cambio y la transformación, a veces diametrales e instantáneos. Todo lo
que hoy creemos cierto mañana puede derrumbarse y aunque, hasta cierto punto,
qué bueno que sea así, para buena parte de nosotros esta posibilidad es
intolerable.
El problema es que la experiencia humana de la realidad
depende de una cierta “estabilidad” para entender el mundo. Es decir, en
nuestro caso, nuestra conciencia nos lleva a creer fijo o repetitivo aquello
que, en el fondo, está cambiando todo el tiempo. Y es en esa contradicción
donde surge nuestra ceguera parcial frente a lo incierto.
El siguiente poema de Fernando Pessoa puede leerse como
un “antídoto” a esa angustia por la incertidumbre. Con su particular
inclinación filosófica y aun melancólica, el poeta portugués nos guía hacia un
ángulo desde donde la vida se ve con otra densidad; no como una sustancia que
necesita ser medida y controlada sino que más bien seguirá su propio curso,
incluso en contra de nuestra voluntad y nuestros deseos. Veamos:
No tengas nada en las manos
ni una memoria en el alma.
ni una memoria en el alma.
Que cuando pongan en tus manos el último óbolo,
al abrirlas nada caiga de ellas.
al abrirlas nada caiga de ellas.
¿Qué trono te quieren dar
que Átropos no te quite?
que Átropos no te quite?
¿Qué laurel que no se marchite
en los arbitrios de Minos?
¿Qué horas que no te reduzcan
a la sombra que serás
en los arbitrios de Minos?
¿Qué horas que no te reduzcan
a la sombra que serás
cuando de noche estés
al fin del camino?
Toma las flores, pero suéltalas
apenas miradas.
al fin del camino?
Toma las flores, pero suéltalas
apenas miradas.
Siéntate al sol. Abdica
y sé rey de ti mismo.
y sé rey de ti mismo.
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[Não tenhas nada nas mãos
Nem uma memória na alma,
Nem uma memória na alma,
Que quando te puserem
Nas mãos o óbolo último,
Nas mãos o óbolo último,
Ao abrirem-te as mãos
Nada te cairá.
Nada te cairá.
Que trono te querem dar
Que Átropos to não tire?
Que Átropos to não tire?
Que louros que não fanem
Nos arbítrios de Minos?
Nos arbítrios de Minos?
Que horas que te não tornem
Da estatura da sombra
Da estatura da sombra
Que serás quando fores
Na noite e ao fim da estrada.
Na noite e ao fim da estrada.
Colhe as flores mas larga-as,
Das mãos mal as olhaste.
Das mãos mal as olhaste.
Senta-te ao sol. Abdica
E sê rei de ti próprio.]
E sê rei de ti próprio.]
Comentario al poema:
En los versos 3 y 4, el óbolo es el nombre que recibían
ciertas piezas metálicas usadas como moneda en la antigua Grecia. En la época
existía la práctica funeraria de enterrar a una persona con una de esas
piezas, ya sea debajo de la lengua (como parece que fue lo más común) o, como
sugiere Pessoa, con la moneda entre las manos. Según la creencia, el alma del
difunto necesitaba el óbolo para pagar al barquero Caronte el cruce de una
ribera a la otra del Estigia, uno de los cinco ríos del inframundo griego. De
no contar con el óbolo, el alma vagaba por la orilla de este “río del
odio” durante cien años, sin poder entrar al Hades, periodo después del
cual Caronte accedía a atravesarla gratuitamente.
En el octavo verso se menciona a Átropos, una de las tres
Moiras, deidades femeninas que simbolizan una de las metáforas más elocuentes
jamás imaginadas sobre el destino humano. Bajo la acción general del hilado,
estas tres mujeres decidían la duración de la vida humana. Cloto, la primera,
era la encargada de tomar la hebra de la vida de una persona para hilarla con
su rueca y su huso; Láquesis tenía una vara con la cual iba midiendo la
longitud del hilo; finalmente, la responsabilidad de Átropos era cortar el hilo
de la vida cuando el momento llegaba. Átropos es así una representación del fin
inevitable de la existencia y, por ende, es aquella que, al retirarnos de la
vida, de alguna manera nos arrebata todo lo que hasta entonces teníamos.
El Minos del décimo verso es el juez de Hades que decidía
la suerte de las almas de los difuntos. Las fuentes no son claras respecto de
si “Minos” era un término genérico para designar a los gobernantes de
Creta o si, por otro lado, hubo varios reyes con el mismo nombre aunque con un
desempeño como autoridad totalmente distinto. El rey Minos más célebre es aquel
que exigía a Atenas un cierto número de jóvenes para ofrecérselas en tributo al
Minotauro, encerrado en el laberinto construido por Dédalo. Este, sin embargo,
no parece ser el mismo rey Minos que fue buen gobernante y mejor legislador y
que por ello, a su muerte, los dioses decidieron que fungiera como juez de las
almas que llegaban al Hades. Sobre esto último, en Los mitos griegos,
Robert Graves describió así la función de Minos:
[...] las almas recién llegadas son juzgadas a
diario por Minos, Radamantis y Éaco en un lugar donde confluyen tres caminos.
Radamantis juzga a los asiáticos y Éaco a los europeos, pero ambos remiten los
casos difíciles a Minos. A medida que se dicta cada sentencia las almas son
conducidas por uno de los tres caminos: el que lleva de vuelta a las Praderas
de Asfódelos, si no son virtuosas ni malas; el que lleva al campo de castigos
del Tártaro si son malas; y el que lleva a los jardines del Elíseo si son
virtuosas.
Entre otros, Dante también usa a este Minos juez del
inframundo, situándolo en el segundo círculo del Infierno, adonde llegan
las almas de los condenados para conocer el tormento que les está destinado
para toda la eternidad.
Los “arbitrios de Minos” del poema es una sinécdoque en
donde confluyen la idea de muerte, de fin e incluso de “no hay más allá” (non
plus ultra), en combinación con la idea de logro humano (simbolizado por el
laurel). En efecto: que un alma llegara frente a Minos para ser juzgada (“los
arbitrios”, como sustantivo, alude doblemente a la acción del juicio y al lugar
donde este se realiza) implica que ya no puede hacer más de su vida, ya no
puede modificar ninguna acción, ya no puede sumar nada que la beneficie o la
perjudique. Ya todo está hecho, por así decirlo, y entonces ha llegado el
momento de saldar cuentas. Pero no sólo eso. El marchitarse del laurel también
puede interpretarse como el hecho de que todas esas acciones terrenales
–gloriosas o no– comenzarán a partir de ese momento a olvidarse, paulatina o
prontamente, hasta que no quede nadie vivo que las recuerde.
Los versos siguientes (11-14) no recurren a ningún
elemento mitológico o simbólico que necesite explicarse de una manera
específica. Sus imágenes son, en todo caso, más o menos propias de un
imaginario común sobre la muerte y el fin de la vida: las “horas”, las
“sombras” y la idea del “fin del camino”.
Por otro lado, las “flores” del verso 15 quizá no sean un
símbolo tan sencillo como podría parecer en una lectura pronta o superficial.
En un primer momento, en efecto, las flores podrían tomarse como un elemento
propio del ambiente funerario en que se ha manejado el poema hasta ese momento.
Sin embargo, en esos versos en particular puede notarse un cierto cambio en la
“vivacidad” de la composición, pasando en este punto a un ánimo mucho más
activo. Hasta entonces, el poema puede considerarse casi exclusivamente
reflexivo y, además, en un sentido muy preciso: con la serie de preguntas que
hace, lleva al lector a confrontarse con la idea de la muerte, la vanidad de
los “logros” mundanos y la fugacidad de la vida.
Los versos 15 y 16, no obstante, dejan de ser preguntas
para el lector y, en cambio, se mueven hacia el modo imperativo de la
conjugación. Dicho de otra manera, el poema abandona cierto ánimo meditativo
sostenido hasta entonces (el cual, desde cierta perspectiva, podría
considerarse incluso un tanto pasivo), para incitar hacia una acción más
concreta y, en general, una actitud más activa: “Toma las flores, pero
suéltalas/apenas miradas”, dice Pessoa.
Con todo, aun con ese giro anímico que podría parecer
radical, la manera de presentar tanto las flores como la acción de la cual se
les busca hacer protagonistas, mantiene a estos versos en la
intencionalidad general del poema. En este caso, pareciera que Pessoa nos
quiso decir que aun los placeres más bellos o agradables de la vida son
perecederos, por lo cual es mejor disfrutarlos apenas.
Al respecto –y también al margen– vale la pena recordar
un desacuerdo ocurrido entre el pintor Francis Bacon y un crítico de arte de
Oxford, según contó la historia el propio Bacon. Comentando alguna pintura en
donde el artista plasmó algunas flores en el estilo que caracterizaba su obra
(crudo, un tanto mortuorio, atento al componente de violencia presente siempre
en la vida), el crítico reclamó a Bacon no haber destacado lo agradable de las
flores, su color, su belleza, sus formas vivas, etc. A esto, Bacon respondió
que, incluso pintándolas de esa manera, la muerte de las flores ya está
presente en su vitalidad aparente y que, si acaso, él en su pintura sólo
se anticipó un poco a ese cambio de estado que de cualquier manera va a
ocurrir, inevitablemente. Las flores de este poema de Pessoa podrían ser las de
ese mismo cuadro de Bacon.
Los últimos versos –“Siéntate al sol. Abdica/y sé rey de
ti mismo”– pueden leerse desde distintas tradiciones de pensamiento y aun
espirituales y religiosas. Su sentido puede encontrarse en nociones como la
“ataraxia” de los estoicos, el wu wei (“no-hacer”) del confucianismo y
la sophrosyne de la filosofía griega. En todos estos
conceptos –y varios más que podrían hacerse confluir– hay un elemento
común de tranquilidad, serenidad y paz del ser que proviene de la liberación de
las ataduras que se tienen con el mundo. Se necesita dejar de ser esclavo de
las seducciones y vanidades de este mundo, renunciar a esas aspiraciones
terrenales, abdicar de esos tronos que se nos ofrecen (ser alguien en la vida,
triunfar, ser exitoso a toda costa, etc.), para entonces emprender la labor de
gobernar con entereza el único reino que de verdad importa: el de la vida
propia.
Cabe mencionar finalmente que, de acuerdo con el
repositorio digital Arquivo
Pessoa (que reúne de manera precisa y rigurosa la obra del
portugués), la
versión presentada del poema está fechada el 19 de junio de 1914.
Se conoce otra versión, ligeramente distinta (sin fecha, sin embargo), que
puede consultarse en esta página. La versión de 1914 se publicó originalmente en
Lisboa, en 1946, en la edición de las Odes de Ricardo Reis hecha
por João Gaspar Simões y Luiz de Montalvor para la editorial Ática.
Como la mayor parte de la obra de Pessoa, este poema también fue dado a conocer
póstumamente.
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