EL CUBO Y LA OLA
La película Cube se
estrenó en 1997, poco antes de que alcanzaran su momento culminante
las protestas
contra la globalización.
Quizá este ambiente inspiró su diálogo central. El planteamiento
de la película es el siguiente: varias personas despiertan dentro de
una estancia cúbica sin saber cómo han llegado hasta ese lugar y
sin conocerse. La estancia comunica por todas sus caras con otros
cubos que a su vez llevan a otros. Tratan de salir al exterior
pasando de cubo en cubo pero algunos cubos esconden trampas mortales.
En el siguiente diálogo uno de los personajes revela que, por su
trabajo, sabía algo sobre esa construcción en la que están
atrapados... pero no todo.
Lo
que describe el personaje recuerda a lo
que ocurre con la globalización.
Un número creciente de personas viven hoy día forzadas a relaciones
impersonales en empleos especializados en los que se limitan a
cumplir con una función parcial y a los que no ven un sentido
profundo que puedan comprender y sobre el que puedan decidir.
Tampoco
es posible cuestionar la finalidad general en la que se insertan esos
trabajos. Y la misma lógica de limitación de la capacidad de
decidir se aplica a los propios parlamentos nacionales, ahora reos de
una integración comercial chantajista que dicta sus órdenes
políticas en nombre de impersonales mercados como si estos generaran
automáticamente leyes racionales y democráticas.
Los
mercados, sobra decirlo, están determinados por el poder del dinero
y de quien lo detenta. Los índices bursátiles no reflejan la
evolución de la opinión pública como si el valor de una acción
fuera el voto de una persona. Y este poder del dinero en los mercados
indica que existen
responsables de
la globalización muy interesados en ella.
Pero estos responsables también actúan de un modo fragmentario, sin
una gestión conjunta que velara por que la injusta y antidemocrática
maquinaria que han construido fuera
al menos gobernable y no adquiriera un rumbo propio que puede acabar
con todo. Simplemente se confía en una lógica, "funciona bajo
la ilusión de un plan maestro" al que seguimos por
las expectativas que proporciona a
pesar de que hoy día está bastante generalizada la conciencia de
que "estropeamos el mundo". La doctora [la mujer rubia que
habla en este diálogo] no carece de razón al señalar a unos
responsables concretos, pero la maquinaria global ha sido diseñada
precisamente para que no pueda ser controlada, poniendo mucho celo en
que las reglas
queden al
margen del control humano una vez acordadas en tratados o
instituciones independientes [sin "injerencias" políticas,
dicen], se ha vuelto una
lógica deshumanizada e
ingobernable.
¿Por
qué los parlamentos no pueden poner límites ambientales efectivos
aunque restrinjan el crecimiento, o límites sociales frente a la
exclusión social a pesar de que ya producimos mucho más de lo
necesario para cubrir las necesidades materiales de todos? ¿Cómo
hemos llegado a este punto? "La razón por la que estamos aquí
es que todo está descontrolado"... y así seguirá a menos que
decidamos dejar de confiar la política a la lógica del interés
individualista, o lo que es lo mismo, a la
lógica autómata del mercado global
autorregulado.
Cuando
el mercado autorregulado hizo su aparición en el seno de las
naciones y pasó a ser la principal institución económica fue
engullendo la organización social previa, y con ello alcanzó la
relevancia de un régimen político. El mercado trataba a las
personas como meros inputs a explotar del modo más eficiente,
tomando los medios de subsistencia en forma de salarios como costes a
reducir, y tomando la naturaleza como recurso cuyo agotamiento futuro
no se considera en las fórmulas. Esto llevó a exigir de los estados
y de su legislación mecanismos de compensación por la nueva y cruel
dependencia de un mercado. Pero la expansión supranacional del
mercado ha hecho trizas la capacidad política de los propios
estados, ahora dependientes de los criterios mercantiles privados. Si
la dependencia del mercado libre ya pone difícil cualquier tentativa
de frenar sus diversas formas de explotación, so pena de
obstaculizar su funcionamiento, la subordinación de las naciones a
un mercado que las trasciende hace perder toda esperanza de poder
reconducir sus externalidades.
Por su mera existencia, la globalización impide la racionalidad
democrática y es ciega a los intereses a largo plazo o a los limites
ambientales. Urge revertirla desde el mismo corazón
financiero de
su concepción, que como un
virus, mata al huésped que lo aloja.
En
este contexto y ante las consecuentes crisis, el
aumento de la desigualdad y
la precarización del trabajo asalariado, no debería resultar
extraño que la perplejidad y la confusión generalizadas lleven a
los votantes a optar por una reacción de pura ruptura con el
mecanismo global apoyando a quien la prometa. Las protestas contra la
globalización antes citadas, lideradas por la parte más consciente
de la sociedad, fueron ignoradas, y ahora se están pagando las
consecuencias. Gran parte de la izquierda fue partidaria o connivente
con la globalización, quizá engañada por un legítimo espíritu
universalista pero que en este caso no tenía nada que ver con el
internacionalismo de clase sino con una integración comercial al
servicio de las élites. Y los principales sindicatos se acomodaron
en la gestión de acuerdos en las fábricas patrias y carecieron del
empuje cultural y de la ambición globalizadora que sí mostraron los
propietarios neoliberales. En
consecuencia es la derecha nacionalista la que ahora está recogiendo
el descontento en
muchos países desarrollados.
¿Qué
implicaciones tiene este giro político? De entrada es necesario
apreciar el nacionalismo económico por cuanto reduce la
insostenibilidad debida al descomunal movimiento de mercancías así
como la dependencia económica del incontrolable entramado comercial
global. Sería deseable llevar aún más lejos una relocalización
de la producción dentro
de los propios estados en la medida de lo posible, (algo a lo que
podrían contribuir las pujantes tecnologías de fabricación
distribuida y a demanda si se insertaran
en otra lógica económica, o las cooperativas de consumo
agroecológico por poner algún ejemplo de la economía
solidaria). En
este sentido, es grato constatar que los tratados comerciales y las
instituciones
económicas supranacionales no
son aún intocables y pueden deshacerse. Además, los parlamentos
nacionales son las únicas instituciones políticas que, a día de
hoy, y si recuperaran su poder librándose del chantaje de los
mercados, podrían recoger la expresión de la voluntad democrática
y ponerla de nuevo por encima del condicionamiento económico de los
mercados.
Pero
aquí nos encontramos con otro peligro. Como ya ocurriera en el
pasado, una involución nacionalista que no distinga los males de la
globalización y que se limite a negar todo universalismo llevando a
un repliegue de las poblaciones identitario, sectario y competitivo,
puede traer consecuencias aun peores. Porque nacionalismo
puede
no significar simplemente una forma de recogimiento económico y
político sino una apuesta por el encumbramiento de la nación propia
sobre las demás en los rankings económicos, (aunque esto suponga
una mayor degradación ambiental dentro del territorio, la
explotación entre naciones y el deterioro de la convivencia), o
incluso una más idealizada apuesta por la supremacía de la patria
de cada cual.
Para
ilustrarlo podemos acudir a otra película, en este caso basada en un
experimento
real. Se trata
de La Ola,
(2008).
(Existe una adaptación
previa de 1981 para la televisión).
El argumento es el siguiente. En
un curso de una semana para explicar qué es la autocracia el
profesor decide simular la creación de un movimiento fascista.
Aparentemente ninguno de los participantes, adolescentes de la parte
acomodada del mundo, tiene motivos claros para sentirse atraídos por
algo así. Pero el experimento acaba revelando una necesidad de
pertenencia grupal que tienta a muchos de ellos, incluido el propio
profesor, convertido en el líder del movimiento, y esto les lleva a
tomárselo en serio más allá del curso. La siguiente escena
pertenece al momento en el que el profesor decide abortar el
experimento porque se ha dado cuenta de que ha ido demasiado lejos.
En la versión de 2008, llama la atención lo mal parados que salen
los anarquistas en la forma de ser representados en la película,
empezando por el profesor, que en realidad quería dar el curso de
anarquía y acaba seducido por su propio experimento de autocracia
revelando un carácter autoritario. Y las ideas del movimiento que
llaman La
Ola son
de izquierda antiglobalización, aprovechando la escandalosa
desigualdad de nuestros días, esa flagrante injusticia que no ha
hecho sino aumentar en las últimas décadas. Conociendo la manipulación ideológica habitual en el cine
moderno, diría que es algo intencionado, para desacreditar estas
tendencias ideológicas. Además, para conformar su movimiento, el
profesor apela a un espíritu comunitario novedoso para los participantes, y que a la postre también queda en mal lugar,
como algo peligroso.
Pero cabe hacer una segunda lectura: cuando el profesor
instrumentaliza ese espíritu comunitario desconocido para los
alumnos, y que parece despertar algo ilusionante en ellos, está
delatándose una carencia de nuestro mundo. Nuestra civilización no
da respuesta
a aquello para lo que estamos naturalmente constituidos, y como en
toda represión, la desinhibición puede arrollar la psique humana de
una forma desequilibrada. (Algo que, por cierto, también trata de
explotar el coaching
empresarial).
Esa falta de ese sentido comunitario en la vida cotidiana, el
desarraigo cultural y el desamparo propios de la expansión de los
mercados como institución hegemónica de la sociedad, (primero a
escala nacional y ahora globalmente), pueden acabar haciendo
atractivo un movimiento autoritario que apele a la protección desde
sentimientos de identidad y pertenencia excluyente en competición
con el resto del mundo.
Esta
es la reacción que está detrás de los nacionalismos emergentes en
los estados opulentos que tratan de atrincherarse competitivamente
frente a la desprotección y los daños sociales propios de la
globalización cuando estos han empezado a generalizarse, (a pesar de
que han sido las élites de estos estados las que han desestabilizado
el mundo con la imposición de sus políticas globalizadoras y de sus
intereses desde
hace mucho tiempo). No
hay un movimiento popular fascista detrás
del apoyo a los actuales líderes nacionalistas ni estos proponen una
autocracia, pero comparten y promueven valores que nos acercan a esa
forma de ver el mundo. Quien no crea que esto puede ir más lejos
quizá no habría creído que Hitler podía llegar tan lejos
considerando sólo sus primeros años de relativo éxito.
¿Y
acaso estos partidos de derecha no van a defender el poder global de
sus élites patrias? El carácter primario y excluyente del ideario
nacionalista con el que se está reivindicando esta relocalización,
marcada por la primacía [América
first]
y no sólo por los argumentos racionales contra la globalización,
puede acabar desembocando en un mayor deterioro de la convivencia
global, y en una mayor indiferencia hacia los límites naturales del
crecimiento económico. El nacionalismo se encuentra ante la misma encrucijada
planetaria que
también la izquierda desprecia. Tal y como se proponen hoy día
ambos movimientos, sólo buscan ser una alternativa para crecer con
más fuerza o para renovar esa expectativa.
La
ausencia de una estructura de reglas para la gobernanza
internacional, dejando esta al albur de la razón
de estado,
(de cada estado), lleva a las relaciones internacionales la lógica
individualista que el sistema de mercado requiere de todos nosotros
pero ahora
adoptada por los estados como agentes económicos. El egoísmo
nacional de este no sistema facilita que tarde o temprano pueda
producirse una ruptura de la convivencia pacífica, (como ocurrió
con la ruptura del concierto
europeo a
principios del siglo XX). Dada la necesidad de alimentar el mercado
del que depende la sociedad también dentro de las naciones, la paz
pasa a ser algo secundario. Y en cualquier caso, este comportamiento
nacional acabará desbaratando los recursos de uso común a gran
escala [atmósfera, océanos, biodiversidad] amplificando así la
habitual tragedia
del mercado como
principio gestor de los bienes no regulados.
Podemos
citar varias noticias que apuntan en esta dirección, aun de modo
incipiente: la amenaza del Reino Unido de convertirse en un paraíso
fiscal, la tensión surgida entre EEUU y México, Irán o China, el
negacionismo
sobre el cambio climático,
el nuevo impulso de las tuberías de gas y petróleo que atravesarán los
EEUU, una creciente y desinhibida xenofobia.
Tanto la globalización como el nacionalismo se centran en la
rivalidad; son dos formas de competir y beben de ese mismo principio,
(y en realidad ambas han continuado actuando en el pasado reciente
sólo que con distinto énfasis, como muestran las guerras
geoestratégicas
y por los recursos). En ambos casos se busca jugar mejor una partida
que, en el esfuerzo por ganarla, se supone traerá beneficios para
toda la sociedad, (al menos la propia). Pero, como
ocurre en el caso de la educación,
el énfasis en la competencia lleva a elegir el camino más fácil
para pasar
la prueba a
corto plazo, no el que aporta mayor comprensión o calidad en el
desarrollo. En el caso que nos ocupa, el juego de la competencia nos
lleva a elegir caminos que no tienen en cuenta ni el equilibrio
social, ni el internacional ni la sostenibilidad; nos lleva a elegir
el camino que sólo sirve para intentar pasar una prueba
posicional
en un sistema
de valoración disfuncional.
¿Cómo construir una buena alternativa a la globalización, una
sostenible, inclusiva y cooperativa en lugar de una explotadora,
excluyente y que promueve la rivalidad?
Lo
primero que deberíamos tener en cuenta es que las condiciones
sociales no determinan nuestro comportamiento pero lo condicionan
decisivamente.
No es tanto una cuestión de causa-efecto pura y dura como de
probabilidades. Podemos citar en este sentido otras experiencias
equiparables a las de La
ola,
como el Experimento
de Milgram o
el de la cárcel
de Stanford.
Por eso es importante prever qué tipo de conducta promueve cada
ordenamiento legal, cada estructura
de incentivos y
de poder,
cada forma de concebir las relaciones internacionales o incluso los
propios discursos de las personas con relevancia pública. ¿Hacia
qué apuntan los discursos de Trump y de los nacionalistas europeos?
¿Hacia dónde los discursos de los economistas globalizadores?
Con
la globalización, la megamáquina de Mumford
se ha liberado
de una cúspide que pueda identificarse fácilmente, y en este
entorno deliberadamente inseguro y relativista, la ansiedad se
traduce en un profundo deseo de algoritmos eficaces que ordenen la
conducta y que nos resuelvan los problemas. Cuando esto falla y la
compleja construcción empieza a causarnos daños, el mismo miedo
[ese miedo
a la libertad que
describió Fromm] lleva a buscar el auxilio de líderes autoritarios.
Pero este giro en las elecciones
recientes permite comprobar que todo depende, al menos en parte, de
lo que promovamos colectivamente. También podríamos tomar
las riendas de
una forma más activa y cooperativa en lugar de confiar en algoritmos
con desconocidos efectos secundarios o en liderazgos fuertes. Y por eso es importante definir
los objetivos a los que convendría apuntar, o lo que no es muy
distinto, elegir de qué modo nos organizaremos para avanzar hacia el
incierto futuro.
Deberíamos
evitar tanto el peligro del cubo,
donde una estructura concebida racionalmente ha perdido de vista el
sentido y la sostenibilidad, como el peligro de la ola,
donde las soluciones primarias que parecen aportar sentido abandonan
la racionalidad, utilizan la exclusión y renuncian a integrar en su
modelo una propuesta de convivencia para todo el planeta, algo
imprescindible hoy día por muy complejo que parezca.
Los
políticos convencionales y sus medios afines, escandalizados por los
éxitos del Brexit y de Trump, y por el ascenso
del nacionalismo en Europa,
en general se han limitado a hacer alaracas
retóricas sin
reconocer ningún mal concreto en el modelo de sociedad que tan interesadamente han promovido en las últimas
décadas y al cual se aferran. Son aspavientos desesperados que no
tienen posibilidad alguna de frenar la tendencia. Es más, ellos la
han provocado. Para frenarla sería imperativo reconocer primero las
consecuencias de la globalización.
La globalización hace aguas y tratar de salvarla insistiendo en su
retórica es en vano. Para proponer alguna alternativa real y
razonable es necesario asumir que la rentabilidad de los mercados
financieros internacionales no puede constituirse como la piedra de toque de las valoraciones humanas al margen del criterio
ético y político de los ciudadanos. Es necesario reconocer que los
derechos de propiedad son sólo derechos, y como tales, deben estar
sujetos al criterio democrático del que emana la legitimidad
de todo derecho. Es necesario asimilar que las condiciones materiales
no son lo más importante para nuestra realización personal, una vez
superada cierta suficiencia, y que la biosfera, tal y como la
necesitamos, no puede asumir un crecimiento indefinido de las mismas.
Y es imprescindible definir, proponer y defender un modelo de
convivencia planetaria alternativo que no nos deje en manos de la
simple lucha por la posición.
El objetivo de esto último no sería tanto una implantación
inmediata de este modelo de convivencia como establecer un polo de
orientación que pudiera ir ampliando el número de países adeptos a
medida que se experimenta con el mismo. Por muy lejano y meramente teórico que pueda parecer un proyecto de convivencia
mundial, un modelo de gestión común para lo que nos concierne a
todos, explicarlo enviaría un mensaje concreto a las emociones y a
las expectativas de quien escucha aunque a la vez propongamos
una relocalización de la producción y del poder político: No
podemos desentendernos de la convivencia, de la tolerancia a la
diversidad y de la gestión de problemas comunes;
no podemos apelar a la selección de la nación más apta en un
espacio de confrontación y de disposición incontrolada de una
biosfera con claros límites, porque con los medios a nuestro alcance
hoy día, eso acabaría con todo y con todos.
"Necesitamos
algún tipo de re-casamiento de un poder y una política que
actualmente viven divorciados." Charla
de Zygmunt
Bauman en la
presentación del documental
En el mismo barco
Por lo tanto tendremos que innovar políticamente. La encrucijada
inédita en la que se encuentra el planeta así lo pide. Ya no nos
sirven los sistemas que degradaron el mundo con su dogmatismo a ambos
lados del muro. Ya no nos sirven los muros.
Tendremos
que retrotraernos a aquellas bifurcaciones
que quedaron olvidadas en la historia.
Y tendremos que fijarnos en lo que florece en los márgenes. En este
blog hemos hablado de algunas de esas alternativas.
Y para este caso podemos tomar el ejemplo de un paradigma emergente
que responde tanto a la tradición olvidada como a la más excelente
y precursora innovación: el procomún,
actualmente de plena actualidad en algunos ámbitos, (software y
hardware libres, P2P, cultura libre, wikipedia) y a la vez apoyado en
una vasta red de tradiciones a lo largo de todo el planeta de las que
Elinor Ostrom
intentó
extraer algunos principios.
“El desafío al que nos enfrentamos es la concepción de nuevas
formas de gobierno que transformen necesariamente la naturaleza de la soberanía del
Estado."
"David
Bollier. Pensar
desde los comunes,
(disponible para su descarga y difusión).
El
sentido que el autor da a esta frase es que "el Mercado/Estado
no es capaz de persuadirse a sí mismo de la necesidad de establecer
límites significativos a la actividad comercial que los está
exacerbando." Y por tanto, es necesario conceptualizar de nuevo
la economía de mercado y el Estado de acuerdo a lo que Michel
Bauwens llama una triarquía
"que
comparte la autoridad gubernamental con el procomún:
Mercado/Estado/Procomún". Pero en su planteamiento, Bollier
reserva un papel para el estado en el ámbito de los comunes: como
administrador fiduciario de los recursos de uso común que por su
tamaño "necesitan estar bajo el cuidado del gobierno". Y
cita ejemplos como el Fondo
Permanente de Alaska (con
el que se financia el único ejemplo de Renta
Básica Universal del
mundo que lleva décadas funcionando).
Bollier también resalta la necesidad de crear nuevas instituciones: "Es
imposible gestionar de la misma manera los CPR [recursos de uso
común] grandes y los comunes de un pueblo pequeño. Por eso se
necesita una serie más extensa de sistemas institucionales y reglas
legales (una «infraestructura de los comunes»).(...) Esto nos
traslada más allá de los comunes administrados por el Estado, hasta
dar con formas completamente novedosas de respaldo estatal para el
procomún. (...) El reto al diseñar esto consiste en encontrar un
modo de gobernar los CPR al nivel de gestión más bajo posible
(«subsidiariedad») y con múltiples centros de autoridad. Los
niveles del procomún se diversificarían y cada uno se “anidaría”
en un nivel más alto de gobernanza, lo cual responde al concepto de
«policentrismo», idea que Elinor Ostrom exploró en su obra."
(...) "Necesitamos nuevas federaciones en el sector procomún
que tengan capacidad de movilización política. Debemos concebir
innovaciones legales que brinden al procomún auténtica legitimidad
ante la ley."
Pero podemos matizar o complementar esta visión de Bollier partiendo
del contexto de globalización en declive que hemos explorado antes.
Ese "respaldo estatal" que menciona presupone o requiere la
presencia de estados con capacidad política, no lo que
tenemos con la globalización. Por otra parte, la posibilidad del
proteccionismo,
que ahora empieza a emerger, muestra que el Estado sigue pudiendo
actuar en sentido opuesto, limitando la actividad comercial y los
compromisos internacionales, siempre y cuando
la población lo exija. Pero, como hemos visto, desde su
independencia el Estado también puede emular un comportamiento
"individualista" o free
rider en
el contexto internacional, o continuar el proceso de cercamiento
de
comunes que acaba con ellos para inflar las cuentas nacionales. Por
tanto la clave para la gestión de los recursos de uso común a gran
escala puede pasar por una recuperación de la soberanía que al
mismo tiempo reformule el sentido de este término, (como también sugiere
Bollier): una soberanía no plena sino consciente de la
interdependencia planetaria, (y que por tanto sería más bien
autonomía);
una soberanía basada en la democracia real y no en cualquier clase
de poder dentro del estado; y una soberanía que distribuya su
capacidad de actuar entre el estado, el mercado local y los comunes.
Quizá
de esta forma, desde unos parlamentos democráticos que hubieran
recuperado su capacidad política por encima de los mercados, sería
posible, por ejemplo, establecer acuerdos y reglas de gestión
compartida por distintos estados inspiradas en el procomún.
Así como el paradigma del mercado autorregulado traslada a los
estados la lógica del individualismo competitivo y los convierte en
agentes (necesariamente egoístas) de un mercado global, podríamos
inspirarnos en la lógica de los
comunes [que
no son bienes sino una conjunción de bienes, comunidad de usuarios y
reglas de gestión] para que los estados actuaran como agentes
suscriptores de acuerdos internacionales para la gestión sostenible
de los recursos de uso común a gran escala o que no se pueden
clasificar fácilmente, (atmósfera, pesquerías, biodiversidad,
genoma humano, etc.), velando además por la inclusión y la
estabilidad de las poblaciones firmantes de los acuerdos. Podríamos
plantearnos los sistemas internacionales como un
problema de acción
colectiva en
el que los sujetos agentes son los propios estados. Simplemente no
hemos experimentado lo suficiente ni hemos
dado con un capital
social [en
este caso resultante de la interacción entre los distintos países]
que tenga éxito en una gestión común policéntrica
tanto
de la convivencia como del uso de la biosfera.
Pongamos un caso simple: hay que tener en cuenta que algunos de esos
recursos de uso común a gran escala están insertos en territorios
nacionales pero tienen una afección ecológica de alcance
planetario, (como los bosques primarios), por lo que sería necesario
llegar a acuerdos de compensación por la no explotación de los
mismos y compartir globalmente el coste de su preservación, al igual
que dentro de los estados se dota presupuestariamente el cuidado de
los parques nacionales insertos en una provincia concreta pero que se
entienden como un patrimonio nacional a proteger solidariamente.
Sea
como fuere, (a través de nuevas instituciones transnacionales o por
medio de acuerdos internacionales), lo que ahora debería estar
preocupando hasta la obsesión a todos los países desarrollados o
medio desarrollados es cómo
proporcionar autonomía a
esa gran parte de la humanidad que, si no la obtiene, va a quedar aún
más excluida y empobrecida en las próximas décadas por problemas
de sostenibilidad, convertida en refugiados
climáticos o
movilizada como fruto de las guerras
por los recursos,
y que lógicamente
intentará desplazarse para salvarse, como ya ha empezando a hacer,
por pura desesperación. Lo que estamos viendo en nuestros días no
es una libre circulación de personas en un mundo solidario,
equilibrado y tolerante, es una emigración masiva y forzosa, lejos
del ideal de cualquiera de los que huyen, y provocada por la política
de las principales potencias al servicio de sus corporaciones.
Más
allá de la paz (o precisamente para lograrla y preservarla), habría
que reivindicar la convivencia, un concepto que apela a la vida,
no a un mero estado de la sociedad, y que requiere unas reglas
adecuadas para garantizar la inclusión, el respeto y la
sostenibilidad por encima de lo que convenga al “dinamismo” de
los mercados o a la razón
de estado.
Todos deberíamos valorar mejor el talento desperdiciado con la
exclusión global, talento que necesitamos para la aportación de
soluciones comunes. Pero esto requiere dar acceso a la estabilidad
vital y al conocimiento a todos los cerebros del planeta.
Necesitamos
una visión para el mundo alternativa,
no centrada en la integración de los mercados y en la creación de
deuda sino en el desarrollo de políticas públicas acordadas desde
parlamentos democráticos para favorecer la autonomía económica de
cada pueblo del planeta y para dotar de servicios públicos básicos
a toda la humanidad. En lugar de tratados comerciales, necesitamos
presupuestos públicos comunes para determinados objetivos
compartidos. Necesitamos
normas democráticas para la gestión internacional de recursos de
uso común a gran escala.
Y necesitamos que el comercio esté protagonizado por los estados en
lugar de estarlo por las grandes empresas, cuya acción política (a
través de lobbies y movimientos de capital) no responde a la
democracia sino a una serie de funciones matemáticas que determinan
la rentabilidad de sus inversiones y clausuran el sentido de nuestra
actividad, (sometida a la lógica de un cubo impersonal).
.
1 comentario:
Desde luego que son vitales esta mejoras en nuestro día a día para ir poquito a poco mejorando, muchas gracias por compartir
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