VIENTOS DE CAMBIO
Probablemente muchos de vosotros crecisteis con una idea que parecía incuestionable: que el mundo mejora solo, que el futuro está garantizado, que todo irá a mejor porque, bueno… porque sí. Como si fuese una ley natural.
Pero hoy, al mirar alrededor, os encontráis con algo muy
distinto: incertidumbre, precariedad, cinismo, corrupción, desconfianza,
fatiga. Un ambiente extraño en el que muchos adultos —los mismos que os
prometieron que el mundo sería vuestro— ahora os advierten que no seáis
demasiado ambiciosos, que empobrecerse es algo virtuoso porque así se protege
al medio ambiente, que mejor no tengáis hijos, que quizá lo mejor que podéis
hacer por el planeta es desaparecer.
Esta idea, muy de moda, se presenta como lúcida y compasiva. Pero es profundamente falsa y cruel. Por eso hoy quiero hablaros de una palabra que parece fuera de moda y sin embargo está en el centro de todo lo que nos pasa. Una palabra que bien entendida forma parte del conservadurismo.
Aunque os parezca paradójico, esta palabra es progreso.
Sí, me refiero a esa idea que durante siglos significó crecimiento
económico, avances científicos, mejora del bienestar y aumento de la población.
Esa idea que nos llevó —a los occidentales, pero también al resto del mundo—
del barro a la Luna, del hambre a la abundancia, de la superstición a la
medicina.
Pero ahora resulta que la idea de progreso occidental molesta. Que es cosa de capitalistas
sin alma, de boomers inconscientes, de gente con aire
acondicionado y calefacción que destruye el planeta. Que lo moderno es
decrecer, vivir cada vez con menos, comer insectos, el coliving,
el coworking y hablarle con consentimiento a tu perro para no
oprimirlo.
¿Qué narices ha pasado?
Para intentar desentrañarlo, quizá esta cita de Chesterton nos dé alguna pista: “El mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas”.
El progreso —el de verdad— no era una huida hacia adelante.
Era una dirección sostenida por ciertos valores: libertad, responsabilidad, familia, comunidad, trascendencia, esfuerzo,
verdad. Hoy muchos activistas siguen usando algunas de estas palabras,
pero han vaciado su contenido y las agitan como si fueran meras consignas.
El progreso occidental no fue fruto de la casualidad, ni de
una alineación afortunada de planetas. Fue el resultado de siglos de
pensamiento, de tradición, de esfuerzo y, sí, también de fe. No os asustéis. No vengo a
convertir a nadie. Pero conviene reconocer lo evidente: el cristianismo contribuyó decisivamente al
progreso de Occidente.
No sólo por su defensa del libre albedrío, base moral de la libertad individual, sino por su
visión del ser humano como portador de dignidad inherente. Esa idea de que
todos somos iguales ante Dios fue el germen de la igualdad ante la ley. Su
humanismo frenó muchas de nuestras peores pulsiones: la esclavitud, la
violencia desatada, el desprecio a los débiles. Incluso la ciencia moderna
creció en suelo cristiano, porque si el mundo tiene un Creador racional,
entonces puede —y debe— ser comprendido.
De modo que, aunque se pueda vivir sin fe, no se puede entender el progreso occidental
sin reconocer su raíz cristiana. No en vano, cuando esa raíz se ha
cortado, han florecido los peores frutos: totalitarismos, nihilismo, y esa
melancolía postmoderna, que nace de la falta de sentido, que ni con todos los
antidepresivos del mundo se cura.
“Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen malos modales,
desprecian la autoridad, no tienen respeto por los mayores y charlan en vez de
trabajar”.
Esto podría haberlo dicho cualquier adulto cascarrabias de
hoy, pero no. Es una cita atribuida a Sócrates en el siglo V a.C. o a casi
todos los griegos gruñones de hace 2.400 años.
¡Vaya sorpresa! Resulta que el apocalipsis juvenil es tan
viejo como el propio teatro griego. Cada generación piensa que la siguiente lo
va a estropear todo. Pero aquí estamos, más sanos, más longevos y —aunque no
siempre lo parezca— más civilizados que nunca.
La historia del progreso occidental no es una línea recta, a
veces tiene retrocesos y se retuerce como una serpiente pero tiene dirección.
Durante más de dos mil años ha consistido en algo bastante razonable: producir
más, vivir mejor, saber más, y multiplicarnos sin pedir perdón por existir. La
idea de progreso occidental lo impregna todo, desde la agricultura hasta
internet, pasando por la penicilina, la rueda y —para los más aseados— el bidé,
porque, reconozcámoslo: usar sólo papel es una cochinada.
Robert Nisbet lo advierte magistralmente en su libro Historia
de la idea de progreso. Hasta hace poco, esta idea era tan poderosa y
estaba tan ampliamente compartida que apenas necesitaba defensa o explicación.
El progreso se daba por hecho. Pero algo cambió.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, empezaron a ganar
influencia unos nuevos profetas. No predicaban el futuro, sino su final.
Decían: “Cuidado, que si seguimos creciendo, el mundo se acaba”. Lo curioso es
que ninguno de sus pronósticos se cumplió. El informe del MIT Los
límites del crecimiento predijo catástrofes que nunca llegaron. Fue como si
el horóscopo lo escribiera un contable deprimido, en plena crisis de los
cuarenta.
La población creció, sí, pero también el conocimiento, la
eficiencia, y la prosperidad. ¿El resultado? Menos hambre, menos pobreza, más
derechos, menos mortalidad y más salud. Un drama espantoso, vamos.
En los años 70, algunos ecologistas aseguraban que, para el
año 2000, numerosos países desarrollados sufrirían racionamientos de comida
como en la guerra. Hoy el mayor problema de salud pública es… la obesidad. La
escasez, al parecer, es de autocontrol, no de recursos.
En 1894, se celebró en Londres una gran conferencia
internacional para resolver la mayor crisis urbana de la época: el estiércol de
caballo. Se temía que Londres quedara enterrada bajo heces en menos de 50 años.
¿La solución? Nadie en esa sala imaginó el automóvil. El progreso vino de donde
no lo esperaban.
Pero volviendo a lo que importa, cuando los enemigos del
progreso vieron que los recursos no se acababan, cambiaron de argumento: “No es
que se acaben los recursos —dijeron—, es que estamos destruyendo el planeta al
emplearlos”. Pero aquí también hay algo que no encaja. ¿Quién contamina más, un
agricultor pobre que quema leña y usa pesticidas de segunda o uno de un país
rico que puede acceder a energías más limpias, recicla y produce más y mejor
con mucho menos?
La paradoja es esta: cuanto más desarrollada es una
sociedad, más limpia tiende a ser. El verdadero enemigo del planeta no es el
desarrollo; es decir, el progreso, es su ausencia.
Queridos jóvenes, es cierto, los recursos naturales son
finitos… pero el ingenio humano, por el contrario, tiende a infinito. Esta
asimetría clave es lo que los agoreros os ocultan.
Lo que hemos hecho hasta ahora es impresionante, pero lo que
podéis hacer vosotros es aún más importante. No os dejéis paralizar por los
cenizos que desconfían del ser humano y del futuro. Lo hacen porque han perdido
la fe, empezando por dejar de creer en sí mismos.
La historia del progreso no es la historia de una élite
iluminada, omnisciente y reducida, sino de infinidad de personas corrientes que
hicieron cosas extraordinarias. Ahora, vosotros sois parte de esa historia —en
breve, la parte más importante—. Y os aseguro que aún queda mucho por escribir.
Sólo un consejo, tened presente siempre que no heredamos la
Tierra de nuestros padres, la tomamos prestada de nuestros hijos.
Y aquí llegamos a otro punto clave. Uno de los argumentos
más comunes para denostar la libertad, que es intrínseca a nuestra idea de
progreso, consiste en afirmar que nos
ha vuelto egoístas y hedonistas. Que la libertad individual es la
culpable de la decadencia de la familia, la desaparición de la autoridad, la
explotación del hombre por el hombre y hasta de que se desplome la natalidad.
Vamos, que la libertad nos ha dejado tan exhaustos e intoxicados que ya ni
ganas de reproducirnos tenemos.
Pero esta idea confunde la libertad con el capricho. Con
hacer lo que me da la gana, sin deber nada a nadie. Eso no es libertad, es infantilismo.
De hecho, la verdadera libertad no destruye la sociedad, la salvaguarda. Porque reconoce que la
sociedad no es lo mismo que el Estado. La sociedad está formada por personas
que se asocian libremente, que cooperan, que cuidan a los suyos, que deciden. Y
esa libertad no autoriza a vivir
sin responsabilidad, sino al contrario: exige colaboración, madurez,
esfuerzo, sentido común y comportamiento ético.
Paradójicamente, los que critican esta libertad no es que quieran más sociedad,
sino una idea deshumanizada de
sociedad que el Estado debe promover, asegurar… e imponer si hace
falta. Y ahí es cuando todo se tuerce.
Permitidme plantear una duda razonable: ¿y si ese
individualismo negativo del que tanto se habla no fuera culpa de la libertad, sino de algo que parece su defensor
y, sin embargo, la corroe por dentro?
Hablo del auge imparable del poder del Estado de la mano de
esa nueva vía evolucionada del viejo marxismo, la socialdemocracia, que no
expropia medios de producción, sino que domestica la forma de pensar. No controla la oferta, sino la
demanda. No nos dice qué producir, sino qué y cómo consumir: cómo vivir. Y para
ello, necesita individuos que no dependan unos de otros —ni de la familia, ni
de la Iglesia, ni del emprendedor, ni del vecino—, sino del Estado… y sus
políticas.
Precisamente de ahí nace la teoría de la independencia individual: eliminar
todas las “opresiones estructurales” (familia, religión, género, clase…) para
que cada uno elija su camino. Pero como en realidad somos humanos —y por tanto,
interdependientes—, esta idea de independencia no nos libera, sino que traslada esa dependencia natural de la comunidad a la esfera estatal,
deshumanizándola y aislándonos a unos de otros.
Así se explica, por ejemplo, que hoy demasiados den por
sentado que sus padres, cuando se hacen viejos, no son su responsabilidad, sino
del Estado. O que educar a los hijos tampoco depende de ellos, porque también
de eso se ocupa el Estado.
Pero el auge del Estado no se ha detenido ahí, ha
evolucionado hacia lo terapéutico:
ya no basta con redistribuir la riqueza, lo material, ahora hay que gestionar
también tus emociones. Si estás triste, frustrado, perdido… no es porque la
vida sea dura —que lo es—, sino porque la sociedad te ha hecho daño. Y el
Estado tiene que protegerte de ella también emocionalmente.
¿Queréis un ejemplo disparatado? La experta australiana
Deanne Carson recomendaba pedir
permiso al bebé antes de cambiarle los pañales para evitar futuros
traumas, que se sienta agredido y fomentar la “comunicación compasiva”.
Imaginad el diálogo entre la experta y un bebé de cuatro
meses…
Más allá del chiste, el mensaje es claro: no confíes en ti mismo, no confíes en tu
familia, no confíes en tu comunidad. Confía en el Estado y sus expertos.
Él y ellos saben cómo educar a tus hijos, cómo cuidar a los ancianos, cómo
debes sentirte, qué puedes pensar o, más aún, qué sentimientos son correctos y
cuáles incorrectos.
Tú sólo cumple y consume.
El efecto de todo esto no es un individuo libre, sino un adulto infantilizado y extremadamente
dependiente, que teme decidir, que exige derechos infinitos y que cree que el
mundo debe adaptarse a sus necesidades, materiales y emocionales, y no al revés.
Es un individualismo sin riesgo, sin responsabilidad, sin comunidad. Un
individualismo triste y desamparado. A menudo desquiciado, que exige que su
autopercepción se reconozca como realidad. Ya no es que seas varón y te
percibas como mujer, o al revés, es que —y esto es verídico— te auto percibas
como un helicóptero de combate Apache, sin que los demás te puedan recomendar
acudir al psiquiatra, so pena de sanción.
Decía Scruton que “el verdadero conservador no es alguien
que teme al cambio, sino alguien que ama lo que merece ser preservado”.
Y eso es lo que os propongo: conservar lo valioso. No por nostalgia, sino por visión. No para
volver atrás, sino para seguir avanzando con sentido. La libertad, la
responsabilidad, el lazo familiar, la fe (para quien la tenga), la comunidad,
la búsqueda de la verdad: eso es
progreso.
Lo demás son artificios; a menudo, trampas.
Una última reflexión
La vida es dura. Nadie sale ileso. Pero es también hermosa,
desafiante, digna de ser vivida con entrega. El verdadero progreso no consiste
en eliminar el sufrimiento, sino en darle sentido. Y eso sólo se logra cuando uno asume su papel en el
mundo: no como víctima, sino como persona
libre y responsable.
Así que no tengáis miedo de ser conservadores en el sentido
más noble de la palabra. No tengáis miedo de defender el progreso verdadero. El que nace de la libertad y se
sostiene en principios. El que nos hace más humanos y más dignos, no más
tiranos, infantiles y frágiles.
Muchas gracias.
Reproducción íntegra de la conferencia inaugural de nuestro editor, Javier Benegas, en el IV Congreso jóvenes y compromiso cívico, Vientos de cambio, organizado por CEU-CEFAS.
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