EL EGOÍSMO INTELECTUAL
El egoísmo es un vicio que casi nadie piensa padecer, eso creemos, al menos es algo de lo que nadie suele presumir. Está tan de moda la solidaridad que proclamarse egoísta es ganas de meterse en líos, porque, como se diría ahora, el egoísmo es insostenible, y todo el mundo sabe que eso es lo peor que le pueda pasar a cualquier cosa.
Argumentaré que más
importante y peligroso que el egoísmo moral es lo que se podría llamar el egoísmo
intelectual que, a su vez, se convierte con facilidad en un vicio
colectivo. Una reunión de egoístas intelectuales es algo de una solidez
insuperable porque la clave de todo es que el egoísta intelectual está
convencido de que fuera de sus miras no existe ni realidad ni verdad que pueda
molestarle.
Convendría no confundir este peculiar egoísmo con lo que comúnmente se llama egocentrismo, la forma de ser de algunas personas que se consideran más importantes que el resto del mundo, pero esta curiosa manía es una variante del egoísmo moral, aunque pueda adornar también al egoísmo intelectual.
A diferencia del egoísmo intelectual, el egoísta moral suele ser muy precavido porque sabe con certeza que hay cosas que no dependen de su voluntad y podrían perjudicarle.El egoísta intelectual, por el contrario, se siente siempre
muy seguro porque estima que en el mundo no cabe otra cosa que lo que él afirma
y le resulta muy barato olvidarse de cualquier rumor de sentido contrario. En términos
clásicos, el egoísmo intelectual no vive de juicios sino del prejuicio, nombre
que nos advierte de que constituye un obstáculo para llegar al buen
entendimiento, pero no sugiere con igual claridad lo más decisivo, que no es su
carácter previo sino su capacidad para proporcionar asiento confortable y
duradero, para evitar el peligroso vicio de pensar con alguna libertad.
Para poner un ejemplo muy del día un egoísta
intelectual es el señor Laporta que ante la revelación de que el club
que preside ha estado pagando millones de euros a un árbitro influyente afirma
con enorme soltura que eso es algo de lo que no se habla en Barcelona, que
viene de Madrid, vale decir de las cloacas o directamente del
averno, es decir que no merece crédito porque, en realidad, es una invención,
algo que no existe. Como se verá, el egoísta intelectual está poseído de que la
verdad le pertenece, que él la fabrica y puede destruirla, lo malo es que
muchas veces consigue sujetarla, al menos de momento.
El poeta Paul Eluard dio el consejo más útil para evitar el
egoísmo intelectual: “Il ne faut pas voir la realité tel que je suis” (la
realidad no es necesariamente como yo imagino), es decir, el mundo existe no
solo para mí sino para otros, y es un abuso dar por hecho el que las cosas solo
puedan ser de la forma que a nosotros nos parece que son. Mucha gente
llama relativismo a todo lo que no sea pensar conforme a su
modelo, sin caer en la cuenta de que lo que define a la verdad no es la
perspectiva que tengo como propia, el mundo que pienso es como me parece, sino,
en todo caso, lo que nos permita a todos reconocer algo como un hecho, ponernos
de acuerdo.
Alcanzar la verdad es empeñarse en no ser un egoísta
intelectual que parta de saberlo todo, de certezas que nadie podría discutir.
Se trata de un proceso en que aprendemos que las cosas no se adaptan a nuestras
conveniencias, sino que nos obligan a ponerlas en tela de juicio. Esta actitud
requiere generosidad intelectual, capacidad de ponerse en el lugar de quien no
coincide con nosotros no para darle necesariamente la razón, lo que conduciría
al absurdo de que todos estuviésemos de acuerdo en proposiciones o juicios que
se contradicen, a suponer que el conocimiento verdadero es indiscernible del
error.
Este egoísmo intelectual suele estar de más en cuestiones
prácticas y, en especial, en la ciencia porque la ciencia consiste en un
ejercicio de descubrimiento conforme a reglas que nadie en su sano juicio
discute, pero, en cambio, es moneda de circulación fácil en cuestiones de opinión,
en política de manera muy singular. Por eso la política tiende a confundirse
con una batalla, porque están en juego intereses, valores y bienes que cada
cual quiere poseer y cuya posesión excluye el disfrute del adversario.
Por contraste, la única manera de hacer buena política
consiste en apartarse cuanto se pueda de ese peligro, en hablar, en entenderse,
en convivir. Lo contrario conduce a la polarización, al maniqueísmo y a la
contienda civil, al caos, en definitiva y eso trae consigo que la política, que
es la construcción del futuro de una sociedad, se convierta en un arma de
destrucción masiva o, al menos, de irracionalidad y desperdicio de
oportunidades de mejora y progreso.
Cualquier egoísta intelectual piensa que sus adversarios
políticos son, sobre todo, malvados, lo que lleva en el caso extremo a
considerarlos extraños, a negarles incluso la condición humana. Por eso el arma
preferida del egoísta de este tipo es la utilización del miedo, tratar de
convencer a todo el mundo de que el adversario supone un peligro existencial
que, muchas veces, está solo en su imaginación. En las democracias maduras,
este proceder suele estar atemperado por el hecho de que la alternancia en el
poder sirve para mostrar que, por grandes que sean los peligros que se atribuyan
al adversario, es fácil ver que su triunfo no trae consigo ni el diluvio
universal ni la catástrofe completa.
Cuando una democracia está madura, el enfrentamiento con el
adversario no puede basarse en el egoísmo intelectual, en construir una imagen maniquea
del rival. Quienes obran de ese modo es raro que obtengan un éxito completo
porque las tonterías suelen tener amplia aceptación, pero ni valen para todos
ni duran para siempre. Además, si el que ha puesto más empeño en demonizar la
cara del adversario fracasa porque es vencido en la contienda electoral, es
fácil deducir que la amenaza del adversario no era tan temible y que una
buena mayoría consideraba el triunfo del derrotado como una desdicha todavía
más insoportable.
La vida humana no parece estar concebida para que todos
gastemos una gran parte de nuestro tiempo poniendo en duda nuestra manera de
pensar, eso es poco práctico, la verdad. La vida consiste en acciones y las
acciones se basan en certezas prácticas como que cuando abro la puerta de mi
casa me encontraré con un panorama sustancialmente idéntico al que contemplé
ayer. Sin embargo, todos tenemos, de cuando en vez, que optar en asuntos que no
son ni tan simples como las cosas de la vida cotidiana, ni tan evidentes como
la convicción de que por la noche hay menos luz que al mediodía. Se nos exige
pensar, es decir, sopesar pros y contras, argumentos de muy variado jaez, y eso
es algo que no todo el mundo es capaz de hacer con cierta soltura, de modo que
es muy explicable que recurramos una y otra vez a nuestras creencias mejor
arraigadas para salir del paso. Es nuestro derecho, sin duda, pero no
debiéramos perder nunca de vista que es saludable, al menos de vez en cuando,
poner en cuestión una buena parte de las cosas en las que creemos, en especial
si las razones para creerlas se nos muestran débiles, confusas o
contradictorias.
No pasa nada por dudar, pues, como decía Ortega, nadie ha
muerto nunca de un ataque de duda. Y cuando las dudas se manejan bien, cuando
se sopesan con calma y objetividad los pros y los contras, cuando pensamos con
libertad, no siempre será necesario que cambiemos de puntos de vista, que
arrojemos nuestras creencias más sentidas por la borda, pero podremos obtener
una nueva luz que nos permitirá entender las razones de otros, las desventajas
de la sinrazón, algo que nos librará del egoísmo intelectual, una
generosidad hacia lo que nos resulta distinto, incluso difícil de aceptar.
Habremos dado un paso inteligente hacia lo que se llama tolerancia, a ver con
claridad que cuando nos empeñamos con exceso en tener toda la razón es muy
fácil que nos estemos apartando fatalmente de la verdad, de una forma de pensar
que podría hacernos más inteligentes, tolerantes y felices.
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