FISCALIDAD DE TRANSICIÓN HACIA UN NUEVO MODELO SOCIAL
El
mercado laboral actual se encuentra en una difícil posición ante un
sinsentido, la apuesta occidental por una economía cada vez más
automatizada a pesar de la imposibilidad de mantener esta dinámica
en el futuro, parece indudable que es necesario asentar las bases de
un nuevo modelo social adaptado a la inequívoca necesidad de
afrontar el agotamiento de recursos que le estamos provocando al
planeta.
No cabe duda de
que el ser humano no debe apartarse del conocimiento científico y
técnico, pero tampoco se debe olvidar que la otra gran encrucijada
que tendremos que asumir es la imposibilidad del crecimiento perpetuo
de nuestro modelo de sociedad y el inevitable colapso del actual
sistema de producción, distribución y consumo, por lo que este
conocimiento debe estar enfocado a la búsqueda de la satisfacción
de necesidades compatibles con un modelo social con una filosofía
decrecentista.
Por ello, y sin
dejar de contar con los beneficios de la acumulación de
conocimientos científicos, la humanidad no debe rendirse ante una
visión estereotipada del progreso humano que lo confunde con el
consumo, haciendo un uso sensato de los avances tecnológicos que
ayuden a poner en marcha sociedades más austeras. La humanidad debe
tener en cuenta el coste ambiental y humano a la hora de asentar las
bases de un nuevo modelo de producción, distribución y consumo
descentralizado que sustituya al actual; debe tener mesura a la hora
de discernir que procesos se deben llevar a cabo de forma manual y en
qué medida le debemos dar protagonismo a las máquinas; preguntarse
hasta qué punto puede ser eficiente y beneficioso un determinado
consumo de energía y materiales para la realización de cada tarea
concreta.
Teniendo en
cuenta que el trabajo humano, per se, en contraposición al trabajo
artificial, no necesita de fuentes materiales y energéticas más
allá del sustento de la propia persona y que deja por tanto una
huella ecológica mucho menor, parece sensato afirmar que debemos
tratar de priorizar el trabajo humano y relegar el trabajo artificial
a todas aquellas tareas que el humano no pueda realizar o aquellas en
las que sus beneficios sean claramente mayores que las de sus costes.
Esta reflexión
nos lleva hacia la idea de un nuevo modelo fiscal, un modelo que
sirva al menos de transición hacia un sistema económico diferente,
en el que no sea el trabajo humano si no el consumo de energía y
materiales y la transformación de los ecosistemas lo que esté
tasado. Aportando de esta manera soluciones a los dos mayores
problemas a los que nuestra generación se enfrenta a corto plazo, el
laboral y el ecológico.
Actualmente no se
apuesta claramente por unas medidas que pongan en una situación de
igual competencia a los productores y distribuidores que lleven a
cabo en su actividad económica procesos que respetan el
medioambiente y prioricen el trabajo humano, esta idea se afianza si
tenemos en cuenta los costes superiores que suponen en muchos campos
adaptar los sistemas de producción para reducir su alteración sobre
el medio y la superioridad de las tecnologías consolidadas, lo que
provoca un precio de mercado superior a los de la competencia ya que
no se ha tenido en cuenta el coste ambiental de la actividad de los
mismos.
Si asumimos la
legitimidad de la implantación de este tipo de fiscalidad, se podría
argumentar que vivimos una situación que atenta contra la propia
libre-competencia de las actividades económicas más sostenibles por
no tenerse en cuenta la degradación medioambiental y otras
externalidades de la acción de sus competidores, desde esta
perspectiva es posible defender el expolio ecosistémico y de
recursos como un bien economizable.
Autores
ecosocialistas como Theon Durning defienden desde ya hace décadas
afirmaciones como que “los gobiernos deberían replantearse sus
estrategias en la política fiscal y las subvenciones, ya que los
gobiernos están aplicando reducciones fiscales y otorgando ayudas a
empresas que no comulgan con los principios del consumo responsable.
Nunca se tiene en cuenta el coste ambiental de las actividades
económicas, sino que solo se atiende a sus resultados meramente
económicos. Cabe aclarar por otra parte que los pobres del mundo no
ganan con nuestro consumo desorbitado, son unas pequeñas élites
impuestas por occidente las que se enriquecen a través de la
permisión a los países ricos de esquilmar los recursos naturales de
la zona”.
El otorgamiento
de un valor monetario a las externalidades medioambientales que
permita gravar los procesos que las provocan sería uno de los pasos
más necesarios para activar una verdadera política que proteja el
medio ambiente y mejore su calidad. Este tipo de medidas evitarían
un consumo ineficiente, insostenible y desmesurado de energía y
materiales, aumentando a su vez la disponibilidad de puestos de
trabajo en el mercado laboral y resolviendo también la falta de
recursos para sostener los sistemas de pensiones.
El propio Informe
sobre las ciudades europeas sostenibles del
grupo de expertos en medioambiente urbano por encargo de la Comisión
Europea ha reconocido en 1996 que “resulta cada vez más evidente
que el mercado único (tal y como funciona actualmente) supone una
amenaza para la sostenibilidad, y que en particular, no se presta la
debida atención a las repercusiones ambientales de la creciente
circulación de mercancías y personas ni a sus efectos negativos
sobre las economías locales y, en general, sobre el estilo local de
vida”. Esto se debe a la falta de instrumentos correctores que
tengan en cuenta las externalidades de la libre competencia económica
y a la falta del abordaje de un debate serio en torno a la prioridad
de la sostenibilidad ecológica y social sobre el libremercado, para
lo que sería necesaria una clara intervención de los estados que
priorice aquellas actividades económicas con un menor expolio
ecosistémico y que consigan una mayor cohesión social y
distribución de la riqueza.
Medidas en esta
dirección supondrían además otros importantes beneficios sociales,
poniendo cortapisas a la lejanía entre el consumidor y el lugar de
origen de los productos que consumen, que, a pesar de poder provocar
cierto ahorro económico para el ciudadano, inciden en el consumo de
materiales y energía, y en el aumento del coste ecológico del
desplazamiento de dichos productos; lo se traduce en una generación
mayor de residuos en las ciudades y en un empeoramiento de la calidad
ambiental de los entornos rural y urbano, en la perdida de vínculo
entre estas dos realidades y en el abandono y despoblación de las
segundas.
Una reforma
fiscal como la propuesta ayudaría a la consolidación de otros
canales de distribución y comercialización más cortos y
sostenibles, que incidirían de forma positiva en el medioambiente,
permitiendo además el asentamiento de la población y un
aprovechamiento más eficiente de los recursos locales de cada
región, permitiendo también una reactivación justa de la economía
a través de la redistribución fiscal y generación de empleo útil
en unas sociedades muchos más descentralizadas.
Ricardo
Súarez García
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