Una
actitud prudente hacia los placeres de la vida puede llevarte a
disfrutar mucho más tu existencia.
El
mundo en que vivimos, compulsivo, urgente, inundado por el tiempo, a
veces nos aleja inadvertidamente de las fuentes más hermosas y
sencillas de gozo. Es común culpar al trabajo, la vida moderna o las
nuevas tecnologías por nuestra frecuente insatisfacción, pero éstos
son solamente un síntoma de algo más, de la ausencia de una
capacidad fácilmente recuperable, tan simple como hermosa.
Para
el escritor Hermann Hesse (1877-1962), la premura, la necesidad de
estar ocupados y de vivir en un estado de productividad compulsiva
—de hacer, en vez de simplemente ser— son el drama crucial de la
existencia moderna. Pero el alemán tiene una respuesta que, si bien
podría parecernos obvia y sencilla, implica un entendimiento
superior, capaz de modificar nuestra relación con el mundo.
En
su visionario ensayo “Sobre los pequeños placeres” de 1905, el
premio Nobel de Literatura comienza por describir el problema real,
“Mucha gente vive hoy en un estupor aburrido y falto de amor”, y
prosigue apuntando a nuestra fuente más frecuente de insatisfacción
“Pero el atribuir una enorme importancia a cada hora y cada minuto,
la prisa como el objetivo último de la vida es, sin duda, el enemigo
más peligroso de la felicidad”. La compulsión de buscar el placer
solamente genera más insatisfacción, una que paradójicamente tiene
que ser saciada constantemente.
La
solución que propone Hesse es, sin embargo, refrescante y sencilla:
Solamente
me gustaría recuperar una vieja y tal vez anticuada fórmula
privada: el placer moderado es doblemente placentero. ¡Y jamás
debemos olvidarnos de los pequeños placeres!
Según
el escritor, la moderación requiere una gran valentía, al menos
ante las sociedades en las que vivimos y frente a las personas que
nos rodean. De manera simple, nos plantea un ejercicio: ¿qué
pasaría si un hombre acostumbrado a ver exhibiciones de arte
enteras, llenas de espectaculares piezas, pasara 1 hora o más
observando una sola obra maestra, y decidiera “contentarse con eso
por el día”? Sin duda, acierta Hesse, ese hombre aprendería algo
de ello.
Finalmente,
el escritor asegura que la habilidad de disfrutar los pequeños
placeres de la vida está íntimamente conectada con el hábito de la
moderación, una capacidad que originalmente todos tenemos pero que
ha sido disminuida por el torbellino la vida moderna. Esa moderación
es, de acuerdo con este visionario ensayo, fuente de amor, alegría y
poesía en nuestras atareadas vidas. Con respecto a los grandes
placeres, Hesse recomienda guardarlos para las vacaciones o los
momentos realmente apropiados.
El
ensayo “Sobre los pequeños placeres” es una breve y hermosa
invitación a hacer eso que Hesse define como abrir los ojos al
mundo, pues, sin duda alguna, aprender a disfrutar en pequeñas dosis
permite una sensación más duradera de plenitud y satisfacción.
Esos pequeños placeres, que como inadvertidas fuentes de luz brillan
alrededor de nosotros y que varían según cada persona, ostentan la
respuesta. Y los pequeños sacrificios que implica la moderación no
pueden sino valer la pena.
Para
terminar su ensayo, Hesse hace esta pequeña y discretamente
iluminada recomendación:
Sólo
pruébalo una vez —un árbol, o al menos una porción considerable
de cielo, que puede verse desde cualquier lugar. Ni siquiera tiene
que ser un cielo azul; de alguna u otra manera la luz del Sol siempre
se hace sentir. Acostúmbrate a ver un momento el cielo cada mañana,
y de pronto serás consciente del aire que te rodea, el olor de la
frescura de la mañana que se te concede entre el sueño y el
trabajo. Encontrarás todos los días que el tejado de cada casa
tiene su propia apariencia y su propia luz. Pon atención y pasarás
el resto del día con una satisfacción reminiscente y un sentimiento
de coexistencia con la naturaleza. Gradualmente y sin esfuerzo, el
ojo se entrena a sí mismo para poder transmitir numerosos y pequeños
placeres, a contemplar la naturaleza y las calles de la ciudad, a
apreciar la inagotable diversión de la vida cotidiana. Esto es, para
el ojo entrenado artísticamente, solamente el inicio del viaje; lo
principal es el comienzo, el acto de abrir los ojos.
Y
es verdad, ¿por qué habríamos de estar dispuestos a perdernos de
un pequeño pedazo de cielo, de la belleza en la barda de un jardín
cubierta de ramas, de la galanura de un perro, de un grupo de niños
o de un rostro hermoso, del sonido de nuestra propia voz, de un trozo
de fruta o de una melodía que alguien canta en la distancia?
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