¿EL DINERO TRAE CONSIGO LA FELICIDAD?
Frente
a esa irrefrenable inclinación de los humanos a ambicionar bienes y
riqueza, existen en la literatura y en la sabiduría popular
innumerables historias de ficción, o refranes, que desaconsejan tan
mundana y perniciosa costumbre. Si atendemos a su moraleja, las
posesiones materiales no sólo no atraerían la felicidad sino que
podrían acarrear todo tipo de desgracias. Personajes tan avariciosos
como el famoso señor Scrooge de
“Cuento de Navidad” habrían encontrado la alegría de vivir sólo
tras descubrir que existen otros ingredientes más entrañables que
la riqueza. Sin embargo, lejos del mundo de la ficción y de los
dichos ¿existe relación entre el dinero y la felicidad?
Los
últimos años han sido testigos de una creciente
y significativa preocupación de la ciencia económica por el
análisis de la felicidad:
se han acometido numerosos estudios, tanto teóricos como empíricos.
Estos trabajos permiten extraer una importante conclusión: existe
cierta relación de causalidad entre ingresos y felicidad pero la
conexión no resulta tan directa, evidente ni sencilla. El dinero
proporciona felicidad pero… más en el corto que en el largo plazo.
EL EFECTO ADICTIVO DEL BIENESTAR
En
los países con bajos niveles de vida, un aumento de ingresos
proporciona un mayor disfrute por permitir un consumo más elevado.
Pero este efecto se disipa cuando se alcanza cierto nivel de vida. Lo
que proporciona mayores dosis de felicidad en los países
industrializados es la obtención de unos ingresos que alcancen, o
superen, los objetivos que el propio sujeto se marca. Unas ganancias
inferiores a ese nivel constituyen una abundante fuente de
infelicidad. La complicación estriba en que los objetivos que se
marca cada persona son cambiantes, dependen
del entorno,
en concreto de los ingresos de los demás y de la propia trayectoria
que cada individuo experimenta.
Así,
una mejora generalizada del nivel de vida de un país ya rico genera
mayor gozo para sus habitantes; pero buena parte de esta felicidad
acaba disipándose a medida que la gente ajusta sus expectativas y
eleva sus objetivos. Esto explicaría que, entre los países que ya
han alcanzado cierto nivel de bienestar, no
son necesariamente los más ricos los más felices.
Cuando una persona mejora su situación económica de forma
permanente obtiene la mayor parte del disfrute en el corto plazo pues
pasado un tiempo se habitúa: adapta sus metas a la nueva situación.
Desgraciadamente, los seres humanos no mostramos una actitud
simétrica: ante disminuciones de ingresos, la
pérdida de felicidad es el doble de la ganada cuando aumentan.
Y, además, el ajuste a la baja de los objetivos es mucho más lento.
Nos acomodamos con facilidad a las situaciones favorables pero nos
resistimos a aceptar la realidad cuando muestra sus aspectos más
negativos.
Los
resultados empíricos también indican que existen otros elementos
muy significativos en la felicidad de los sujetos, como el hecho de
estar casado o tener pareja estable (ningún estudio hace mención a
la suegra), mantener unas buenas relaciones sociales y de amistad,
practicar ejercicio físico o vivir en un régimen de libertades. Por
el contrario, son causa evidente de infelicidad el desempleo, la
desconfianza en las instituciones políticas,
la vida en las grandes ciudades o, menos sorprendente todavía,
el consumo
excesivo de programas televisivos,
especialmente cuando se dedican a mostrar obscenamente lo que los
demás poseen… y nosotros no.
Precisamente
por esto, la pasada crisis económica causó gran disgusto y
descontento. No sólo por el sufrimiento de millones personas que
perdieron su empleo; también por el tremendo esfuerzo del
ciudadano medio para adaptarse
a la nueva realidad,
despidiéndose de un nivel de vida que tardará mucho en regresar.
¿FELICES PARA SIEMPRE?
Pero
quizá pudiéramos paliar un poco este padecimiento si entendemos la
vida como un cúmulo de felicidad, tristeza, alegría, dolor o placer
en diferentes proporciones. Causa gran regocijo lograr nuestras
aspiraciones pero, lo mismo que resulta gozoso el éxito, también
puede resultar reconfortante sobreponerse al fracaso. Admitir que la
felicidad depende de nosotros mismos, no
de los demás y mucho menos de los gobernantes,
por muy bienintencionadas que parezcan sus palabras. Aceptar que
nunca es absoluta ni permanente, que sólo aparece fugazmente aunque
la busquemos cada día con ahínco. Comprender que es efímera,
resbaladiza y tan frágil que, tan pronto nos acostumbramos a ella,
se apresta a desaparecer. Como la Reina Roja de “Alicia a Través
del Espejo”, estamos obligados a correr constantemente tan sólo
para mantenernos en el mismo lugar.
El
aumento de la riqueza de las últimas décadas ha proporcionado
bienestar material, mejorado la alimentación, la salud, la esperanza
de vida y permitido una mayor libertad en muchos países. También ha
traído consigo cierta felicidad pero de manera mucho más esquiva,
algo explicable por la complejidad
de la naturaleza humana.
Dado que los ingresos, y por ello el consumo, poseen cierto carácter
adictivo, una parte del gozo subjetivo se disipa con el tiempo, a
medida que los sujetos se acostumbran a su dosis. Y, si pierden
ingresos, el disgusto resultante es mayor y más duradero. Por ello,
uno de los secretos de la felicidad pudiera consistir en la capacidad
de adaptarse a los inevitables reveses con la misma facilidad o
dificultad con que nos acostumbramos al triunfo. Por desgracia, nadie
ha descubierto todavía una fórmula mágica para la eterna y
permanente felicidad. Mejor dicho… por suerte.
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