A LA MIERDA EL TRABAJO
Para nosotros,
los estadounidenses, el trabajo lo es todo. Desde hace siglos, más o
menos desde 1650, creemos que imprime carácter (puntualidad,
iniciativa, honestidad, autodisciplina y todo lo demás). También
creemos que el mercado laboral, donde encontramos el trabajo, ha sido
relativamente eficiente en lo que a asignar oportunidades y salarios
se refiere.
Y también nos hemos creído, hasta cuando es una mierda,
que trabajar da sentido, propósito y estructura a nuestras vidas.
Sea como sea, de lo que estamos seguros es de que nos saca de la cama
por las mañanas, de que paga las facturas, de que nos hace sentir
responsables y de que nos mantiene alejados de la televisión por las
mañanas.
Estas creencias
ya no están justificadas. De hecho, ahora son ridículas, porque ya
no hay bastantes trabajos disponibles y porque los que quedan ya no
sirven para pagar las facturas, a no ser, claro está, que
hayas conseguido un trabajo como traficante de drogas o banquero en
Wall Street, en cuyo caso, en los dos, te habrás convertido en un
gánster.
Hoy en día,
todos a izquierda y a derecha, desde el economista Dean Baker al
científico social Arthur C. Brooks, desde Bernie Sanders hasta
Donald Trump, pretenden solucionar el desmoronamiento del mercado
laboral fomentando el “pleno empleo”, como si tener un trabajo
fuera en sí mismo una cosa buena, sin tener en cuenta lo peligroso,
exigente o degradante que pueda ser.
No obstante, el “pleno empleo”
no es lo que nos devolverá la fe en el trabajo duro o en el respeto
de las normas o en todas esas cosas que suenan tan bien. Actualmente,
la tasa de desempleo oficial en EE.UU. está por debajo del 6 %, muy
cerca de lo que los economistas siempre han considerado “pleno
empleo”, y sin embargo la desigualdad salarial sigue exactamente
igual. Trabajos de mierda para todos no es la solución a los
problemas sociales que tenemos.
Pero no es que
lo diga yo, para eso están los números. En EE.UU. más de un cuarto
de los adultos actualmente con trabajo cobra salarios más bajos de
lo que les permitiría superar el umbral oficial de la pobreza, y por
este motivo un quinto de los niños estadounidenses viven sumidos en
la pobreza. Casi la mitad de los adultos con trabajo en EE.UU. tiene
derecho a recibir cupones de comida (el Programa Asistencial de
Nutrición Suplementaria, SNAP por sus siglas en inglés, que
proporciona ayuda a personas y familias de bajos ingresos, aunque la
mayoría de las personas que tiene derecho no lo solicita). El
mercado de trabajo ha fracasado, como casi todos los demás.
Los trabajos que
se evaporaron durante la crisis económica no van a volver, diga lo
que diga la tasa de desempleo (el aumento neto en el número de
trabajos creados desde 2000 se mantiene todavía en cero) y si
vuelven de entre los muertos, serán zombis, del tipo contingente, de
media jornada o cobrando el salario mínimo, y con los jefes
cambiando tus horarios todas las semanas: bienvenido a Wal-Mart,
donde los cupones de comida son una prestación.
Y no me digas
que subir el salario mínimo a 15$ por hora es la solución. Nadie
duda del enorme significado ético de la medida, pero con este
salario, el umbral oficial de la pobreza se supera solo después de
haber trabajado 29 horas por semana. El salario mínimo federal está
en 7,25 $, pero para superar el umbral de la pobreza en una semana de
40 horas, habría que cobrar al menos 10$ por hora. Entonces, ¿qué
sentido tiene cobrar un sueldo que no sirve para poder ganarse la
vida, sino para demostrar que se tiene una ética de trabajo?
Pero, calla, ¿no
es este dilema una fase pasajera más del ciclo económico? ¿Qué
pasa con el mercado de trabajo del futuro? ¿No se ha demostrado ya
que esas voces agoreras de los malditos maltusianos estaban
equivocadas porque siempre aumenta la productividad, se crean nuevos
campos empresariales y nuevas oportunidades económicas? Bueno, sí,
hasta ahora. La tendencia de los indicadores durante la mitad del
siglo pasado y las proyecciones razonables sobre el próximo medio
siglo se basan en una realidad empírica tan bien fundamentada que es
imposible desestimarlos como ciencia pesimista o sinsentidos
ideológicos. Son exactamente iguales que los datos sobre el cambio
climático: si quieres puedes negarlo todo, pero te tomarán por
tonto cuando lo hagas.
Por ejemplo, los
economistas de Oxford que estudian las tendencias laborales nos dicen
que casi la mitad de los trabajos existentes, incluidos los que
conllevan “tareas cognitivas no rutinarias” (pensar, básicamente)
están en peligro de muerte como consecuencia de la informatización
que tendrá lugar en los próximos 20 años. Estos argumentos no
hacen más que profundizar en las conclusiones a las que llegaron dos
economistas del MIT en su libro Race
Against the Machine (La
carrera contra las máquinas), 2011. Mientras tanto, los tipos
de Silicon Valley que dan charlas TED han comenzado a hablar de
“excedentes humanos” como resultado del mismo proceso: la
producción cibernética. Rise
of the Robots (El
alzamiento de los robots), 2016, un nuevo libro que cita estas mismas
fuentes, es un libro de ciencias sociales, no de ciencia ficción.
Así que nuestra
gran crisis económica (no te engañes, no ha acabado todavía) es
una crisis de valores tanto como una catástrofe económica. También
se la puede llamar impasse espiritual,
ya que hace que nos preguntemos qué otra estructura social que no
sea el trabajo nos permitirá imprimir carácter, si es que el
carácter en sí es algo a lo que debemos aspirar. Aunque ese es el
motivo de que sea también una oportunidad intelectual: porque nos
obliga a imaginar un mundo en el que trabajar no sea lo que forja
nuestro carácter, determina nuestros sueldos o domina nuestras
vidas.
En pocas
palabras, esto hace que podamos exclamar: ¡basta ya, a la mierda el
trabajo!
Sin duda, esta
crisis hace que nos preguntemos: ¿qué hay después del
trabajo? ¿Qué harías si el trabajo no fuera esa disciplina externa
que organiza tu vida cuando estás despierto, en forma de imperativo
social que hace que te levantes por las mañanas y te encamines a la
fábrica, la oficina, la tienda, el almacén, el restaurante, o
adonde sea que trabajes y, sin importar cuanto lo odies, hace que
sigas regresando? ¿Qué harías si no tuvieras que trabajar para
obtener un salario?
¿Cómo sería
nuestra sociedad y civilización si no tuviéramos que “ganarnos”
la vida, si el ocio no fuera una opción, sino un modo de vida?
¿Pasaríamos el tiempo en el Starbucks con los portátiles abiertos?
¿O enseñaríamos a niños en lugares menos desarrollados, como
Mississippi, de manera voluntaria? ¿O fumaríamos hierba y veríamos
la tele todo el día?
Mi intención
con esto no es proponer una reflexión extravagante. Hoy en día,
estas preguntas son de
carácter práctico porque
no hay suficientes trabajos para todos. Así que ya es hora de que
hagamos más preguntas prácticas: ¿Cómo se puede vivir sin un
trabajo, es posible recibir un sueldo sin trabajar para obtenerlo?
Para empezar, ¿es posible?, y lo que es más complicado, ¿es ético?
Si te educaron en la creencia de que el trabajo es lo que determina
tu valor en esta sociedad, como fuimos educados casi todos nosotros,
¿sentiríamos que hacemos trampas al recibir algo a cambio de nada?
Ya disponemos de
algunas respuestas provisionales porque, de una u otra manera, todos
estamos cobrando un subsidio. El componente de la renta familiar que
más ha crecido desde 1959 han sido los pagos de transferencia del
gobierno. A principios del siglo XXI, un 20% de todos los ingresos
familiares provenía de lo que también se conoce como asistencia
pública o “ayudas”. Si no existiera este suplemento salarial, la
mitad de los adultos con trabajos a jornada completa viviría por
debajo del umbral de la pobreza, y la mayoría de los estadounidenses
tendría derecho a recibir cupones de comida.
Pero, ¿son
realmente rentables los pagos de transferencia y las “ayudas”, ya
sea en términos económicos o morales? Si seguimos este camino y
continuamos aumentándolos, ¿estamos subvencionando la pereza, o
estamos enriqueciendo el debate sobre los fundamentos de la vida
plena?
Los pagos de
transferencia, o “ayudas”, por no mencionar los bonus de Wall
Street (ya que estamos hablando de recibir algo a cambio de nada) nos
han enseñado a saber diferenciar entre la obtención de un salario y
la producción de bienes, aunque ahora, cuando es evidente que faltan
trabajos, hace falta replantear este concepto. Da igual cómo se
calcule el presupuesto federal, nos podemos permitir cuidar de
nuestro hermano. En realidad, la pregunta no es tanto si queremos,
sino más bien cómo hacerlo.
Sé lo que estás
pensando: no podemos permitírnoslo. Pues no es así, sí que es
posible y no es tan difícil. Subimos el arbitrario límite de
contribución máxima a la Seguridad Social, que ahora mismo está en
los 127$, y subimos los impuestos a las ganancias empresariales,
revirtiendo lo que hizo la revolución de Reagan. Con solo estas dos
medidas se solucionaría el problema fiscal y se crearía un
superávit económico donde ahora solo hay un déficit moral
cuantificable.
Aunque claro, tú
dirás, junto con todos los demás economistas, desde Dean Baker
hasta Greg Mankiw, de derechas o de izquierdas, que subir los
impuestos a las ganancias empresariales es un incentivo negativo para
la inversión y por tanto para la creación de puestos de trabajo, o
que hará que las empresas se vayan a otros países donde los
impuestos sean más bajos.
En realidad,
subir los impuestos a los beneficios empresariales no puede
causar estos efectos.
Hagamos el
camino inverso y vayamos hacia atrás en el tiempo. Las empresas son
“multinacionales” desde hace ya algún tiempo. En las décadas de
1970 y 1980, antes de que surtieran efecto las rebajas impositivas
que Ronald Reagan impulsó, aproximadamente un 60% de los bienes
manufacturados que se importaban eran fabricados por empresas
estadounidenses en el exterior, en el extranjero. Desde entonces,
este porcentaje ha aumentado ligeramente, pero no tanto.
Los trabajadores
chinos no son el problema, sino más bien la idiotez sin hogar y sin
sentido de la contabilidad empresarial. Por eso es tan risible la
decisión tomada en 2010 gracias a Citizens
United (Ciudadanos
Unidos), que sostiene que la libertad de expresión es aplicable
también a las donaciones electorales. El dinero no es una expresión,
como tampoco lo es el ruido. La Corte Suprema ha evocado un ser
viviente, una nueva persona, de entre los restos del derecho común,
y ha creado un mundo real que da más miedo que su equivalente
cinematográfico, ya sea este el que aparece en Frankenstein, Blade
Runner o,
más recientemente, en Transformers.
Pero la realidad
es esta: la inversión empresarial o privada no genera la mayoría de
los trabajos, así que subir los impuestos a la ganancia empresarial
no tendrá ningún efecto sobre el empleo. Has leído bien. Desde la
década de 1920, el crecimiento económico ha seguido aumentando a
pesar de que la inversión privada se ha estancado. Esto significa
que los beneficios no sirven para nada, excepto para anunciar a tus
accionistas (o expertos en compras hostiles) que tu compañía es un
negocio que funciona, un negocio próspero. No hacen falta beneficios
para “reinvertir”, para financiar la expansión de tu mano de
obra o de tu productividad, como ha quedado claramente demostrado
gracias a la historia reciente de Apple y de la mayoría de las demás
empresas.
Eso hace que las
decisiones en materia de inversión que realizan los directores
ejecutivos de las empresas tengan solo un efecto marginal sobre el
empleo. Hacer que las empresas paguen más impuestos para poder
financiar un Estado del bienestar que permita que amemos a nuestros
vecinos y que cuidemos de nuestros hermanos no es un problema
económico, es otra cosa, es una cuestión intelectual o un dilema
moral.
Cuando tenemos
fe en el trabajo duro, estamos deseando que imprima carácter, pero
al mismo tiempo estamos esperando, o confiando, que el mercado de
trabajo asigne los ingresos de manera justa y racional. Ahí es donde
está el problema, que estos dos conceptos van juntos de la mano. El
carácter puede provenir del trabajo sólo cuando vemos que existe
una relación inteligible y justificable entre el esfuerzo realizado,
las habilidades aprendidas y la recompensa obtenida. Cuando observo
que tu salario no tiene ninguna relación en absoluto con tu
producción de valor real, o con los bienes duraderos que el resto de
nosotros podemos utilizar y apreciar (y cuando digo duradero no me
refiero solo a cosas materiales), entonces empiezo a dudar de que el
carácter sea una consecuencia del trabajo duro.
Cuando veo, por
ejemplo, que tú estás haciendo millones lavando el dinero de los
cárteles de la droga (HSBC), que vendes deudas incobrables de dudoso
origen a los gerentes de fondos de inversión (AIG, Bear Stearns,
Morgan Stanley, Citibank), que te aprovechas de los prestatarios de
renta baja (Bank of America), que compras votos en el Congreso (todos
los anteriores), también llamado un día más en la rutina de Wall
Street, mientras que yo tengo problemas para llegar a fin de mes aun
teniendo un trabajo a tiempo completo, me doy cuenta de que mi
participación en el mercado laboral es irracional. Sé que forjar mi
carácter a través del trabajo es una tontería porque la vida
criminal sale rentable, y lo que debería hacer es convertirme en un
gánster como tú.
Por ese motivo,
la crisis económica que estamos sufriendo también es un problema
ético, un impasse espiritual
y una oportunidad intelectual. Hemos apostado tanto por la
importancia social, cultural y ética del trabajo, que cuando falla
el mercado laboral, como lo ha hecho ahora de manera tan
espectacular, no sabemos explicar lo que ha pasado ni sabemos
encauzar nuestras creencias para encontrar un significado diferente
al trabajo y a los mercados.
Y cuando digo
“nosotros” me refiero a casi todos nosotros, derechas e
izquierdas, porque todo el mundo quiere que los estadounidenses
vuelvan al trabajo, de una u otra manera, el “pleno empleo” es un
objetivo tanto de los políticos de derechas como de los economistas
de izquierdas. Las diferencias entre ellos se basan en los medios, no
en el fin, y ese fin incluye intangibles como la adquisición de
carácter.
Esto equivale a
decir que todo el mundo ha redoblado los beneficios asociados al
trabajo justo cuando este está alcanzando su punto de evaporación.
Garantizar el “pleno empleo” se ha convertido en el objetivo de
todo el espectro político justo cuando resulta más imposible a la
par que más innecesario, casi como garantizar la esclavitud en la
década de 1850 o la segregación en la década de 1950.
¿Por qué?
Pues porque el
trabajo lo es todo para nosotros, habitantes de sociedades
mercantiles modernas, independientemente de su utilidad para imprimir
carácter y distribuir ingresos de manera racional, y bastante
alejado de la necesidad de vivir de algo. El trabajo ha sido la base
de casi todo nuestro pensamiento sobre lo que significa disfrutar de
una vida plena desde que Platón relacionó el trabajo manual con el
mundo de las ideas. Nuestra manera de desafiar a la muerte ha sido la
creación y reparación de objetos duraderos, puesto que sabemos que
los objetos significativos durarán más que el tiempo que tenemos
asignado en este mundo y que nos enseñan, cuando los creamos o
reparamos, que el mundo más allá de nosotros, el mundo que existió
y existirá, posee una realidad propia.
Detengámonos en
el alcance de esta idea. El trabajo ha sido una manera de
ejemplificar las diferencias entre hombres y mujeres, por ejemplo,
cuando fusionamos el significado de los conceptos de paternidad y
“sostén familiar”, o como cuando, más recientemente, intentamos
disociarlos. Desde el siglo XVII, se ha definido la
masculinidad y la feminidad, aunque esto no significa que se
consiguiera así, por medio del lugar que ocupan en una economía
moral, en términos de hombre trabajador que recibía un salario por
su producción de valor en el trabajo, o en términos de mujer
trabajadora que no cobraba nada por su producción y mantenimiento de
la familia. Por supuesto, hoy en día estas definiciones están
cambiando a medida que cambia el significado de la palabra “familia”
y a medida que se producen cambios profundos y paralelos en el
mercado de trabajo, la entrada de la mujer es solo uno de ellos, y en
las actitudes hacia la sexualidad.
Cuando
desaparece el trabajo, la diferencia entre los sexos que produce el
mercado de trabajo se diluye. Cuando el trabajo socialmente necesario
disminuye, lo que un día se conocía como trabajo
de mujeres (educación,
atención sanitaria o servicios) es ahora nuestra industria primaria,
y no una dimensión “terciaria” de la economía cuantificable. El
trabajo relacionado con el amor, con cuidarse los unos a los otros y
con aprender a cuidar de nuestros hermanos (el trabajo socialmente
beneficioso) se convierte no sólo en posible, sino más bien en
necesario, y no solo en el interior del núcleo familiar, donde el
afecto está a nuestra disposición de manera rutinaria, no, me
refiero también a lo que hay ahí fuera, en el vasto mundo exterior.
El trabajo
también ha sido la manera estadounidense de producir “capitalismo
racial”, como lo llaman hoy en día los historiadores, gracias a la
mano de obra de esclavos, de convictos, de medieros y luego de
mercados laborales segregados, en otras palabras, un “sistema de
libre empresa” edificado sobre las ruinas de cuerpos negros o un
entramado económico animado, saturado y determinado por el
racismo. Nunca
hubo un mercado libre laboral en esta unión de Estados.
Como todos los demás mercados, este siempre estuvo cubierto por la
discriminación legal y sistemática del hombre negro. Hasta se
podría decir que este mercado con cobertura creó los aún hoy
utilizados estereotipos sobre la vagancia de los afroamericanos
mediante la exclusión de los trabajadores negros del trabajo
remunerado y su confinamiento a vivir en los guetos de días de ocho
horas.
Y aun así, aun
así, aunque a menudo el trabajo ha significado una forma de
subyugación, de obediencia y jerarquización (ver más arriba),
también es el lugar donde muchos de nosotros, seguramente la mayoría
de nosotros, hemos expresado de manera consistente nuestro deseo
humano más profundo: liberarnos de autoridades u obligaciones
impuestas de manera externa y ser autosuficientes. Durante siglos nos
hemos definido a nosotros mismos de acuerdo con lo que hacemos, de
acuerdo con lo que producimos.
Sin embargo, ya
debemos ser conscientes que esta definición de nosotros mismos lleva
adscrita el principio productivo (de cada cual según sus
capacidades, a cada cual según su creación de valor real por medio
del trabajo) y nos obliga a alimentar la idea inane de que nuestro
valor lo determina solo lo que el mercado de trabajo puede registrar,
en términos de precio. Aunque también debemos ser conscientes de
que este principio marca un cierto camino cuya consecuencia es el
crecimiento infinito y su fiel ayudante, la degradación
medioambiental.
Hasta ahora, el
principio productivo ha servido como principio real que hizo que el
sueño americano fuera posible: “Trabaja duro, acepta las reglas y
saldrás adelante”, o “cosechas lo que siembras, labras tu propio
camino y recibes con justicia lo que has ganado con honradez”, u
homilías y exhortaciones parecidas que se usaban para entender el
mundo. Sea como sea, antes no sonaban ilusorias, pero hoy en día sí.
En este sentido,
la adhesión al principio productivo es una amenaza para la salud
pública y para el planeta (en realidad, estas dos cosas son lo
mismo). Comprometernos con algo que sabemos imposible es volvernos
locos. El economista ganador del Nobel Angus Deaton dijo algo
parecido cuando explicó las anómalas tasas de mortalidad que se
estaban registrando entre la población blanca que habita los Estados
de mayoría evangelista (Bible
belt)
alegando que habían “perdido la narrativa de sus vidas”, y
sugiriendo que habían perdido la fe en el sueño americano. Para
ellos, la ética del trabajo es una sentencia de muerte porque no
pueden practicarla.
Por esta razón,
la inminente desaparición del trabajo plantea cuestiones
fundamentales sobre lo que significa ser humano. Para empezar,
¿qué propósito podríamos elegir si el trabajo, o la necesidad
económica, no consumieran la mayor parte de las horas que pasamos
despiertos y de nuestras energías creativas? ¿Qué posibilidades
evidentes, aunque todavía desconocidas, aparecerían? ¿Cómo
cambiaría la misma naturaleza humana cuando el antiguo y
aristocrático privilegio sobre la ociosidad se convierte en un
derecho innato del mismo ser humano?
Sigmund Freud
insistía en que el amor y el trabajo eran los ingredientes
esenciales de la existencia humana saludable. Tenía razón, por
supuesto, pero ¿podría el amor sobrevivir a la desaparición del
trabajo como compañero de buena voluntad que se necesita para
alcanzar la vida plena? ¿Podemos dejar que la gente reciba algo a
cambio de nada y aun así tratarlos como hermanos y hermanas,
miembros de una preciada comunidad? ¿Te imaginas el momento en el
que acabas de conocer en una fiesta a una persona extraña que te
atrae, o estás buscando alguien en Internet, a quien sea, pero no le
preguntas: “¿y, en qué trabajas”?
No obtendremos
ninguna respuesta a estas preguntas hasta que no nos demos cuenta que
hoy en día el trabajo lo es todo para nosotros, y que de ahora en
adelante ya no podrá ser así.
James
Livingston - ctxt
Traducción
de Álvaro San José.
James
Livingston es profesor de Historia en la Universidad de Rutgers
en Nueva Jersey. Es autor de varios libros, el último No
More Work: Why Full Employment is a Bad Idea (2016).
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